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A la puesta del sol, el pueblo estaba preparado para la marcha, y el sarpanch les dijo que se levantaran para el rezo a primera hora de la madrugada, para poder marchar inmediatamente después y evitar el mayor calor del día. Aquella noche, tendido en su esterilla al lado de la vieja Khadija, murmuró: «Por fin. Siempre quise ver la Ka'aba, caminar alrededor de ella antes de morir.» Ella alargó el brazo desde su esterilla para tomarle la mano. «Yo también he suspirado por ello, aunque sin gran esperanza -dijo-. Caminaremos juntos a través de las aguas.»

Mirza Saeed, empujado a un furor impotente por el espectáculo de todo un pueblo disponiéndose a partir, irrumpió en las habitaciones de su esposa sin ceremonia. «Tendrías que ver lo que ocurre, Mishu -exclamó, gesticulando ridículamente-. Todo Titlipur se ha vuelto loco, se va al mar. ¿Qué será de sus casas, de sus campos? Esto es la ruina. Debe de ser cosa de agitadores políticos. Alguien habrá repartido sobornos. ¿Crees que si les ofrezco dinero se quedarán, como personas sensatas?» Se le quebró la voz. En la habitación estaba Ayesha.

«¡Ah, perra!» Estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas, mientras Mishal y su madre, en cuclillas, repasaban sus pertenencias, tratando de decidir lo mínimo que necesitarían para ir en la peregrinación.

«Tú no vas -se rebeló Mirza Saeed-, yo te lo prohibo.

Sólo el diablo sabe el germen con el que esta mala pécora ha infectado al pueblo, pero tú eres mi esposa y yo no te consiento que te lances a esta antura suicida.»

«Bonitas palabras -rió Mishal amargamente-. Saeed, las has elegido bien. Sabes que no voy a vivir y hablas de suicidio. Saeed, aquí está ocurriendo algo y tú, con tu ateísmo europeo importado, no sabes lo que es. O quizá lo sabrías si miraras debajo de tus trajes ingleses y trataras de hallar tu corazón.»

«Es increíble -exclamó Saeed-. Mishal, Mishu, ¿eres tú quien habla? ¿Te has convertido de repente en este tipo de devota a la antigua?»

Mrs. Qureishi dijo: «Vete, hijo. Aquí no hay sitio para los descreídos. El ángel ha dicho a Ayesha que cuando Mishal haya hecho su peregrinación a La Meca, el cáncer desaparecerá. Todo se pide y todo será dado.»

Mirza Saeed Akhtar apoyó las palmas de las manos en una de las paredes del dormitorio de su esposa y oprimió la frente contra el yeso. Después de una larga pausa, dijo: «Si de lo que se trata es de hacer umra, vayamos a la ciudad y subamos a un avión, por Dios. Podemos estar en La Meca dentro de un par de días.»

Mishal respondió: «Se nos ha ordenado caminar.» Saeed perdió los estribos. «¡Mishal! ¡Mishal! -gritó-. ¿Ordenado? ¿Arcángeles, Mishu? ¿Gibreel? ¿Dios con barba larga y ángeles con alas? ¿Cielo e infierno, Mishal? ¿El diablo con una cola en punta y pezuña hendida? ¿Hasta dónde piensas llegar con esto? ¿Tienen alma las mujeres, qué me dices? O al contrario: ¿tienen sexo las almas? ¿Dios es negro o es blanco? Cuando se retiren las aguas del océano, ¿adónde irán? ¿Se levantarán a cada lado formando una pared? ¿Mishal? Contesta. ¿Hay milagros? ¿Crees en el Paraíso? ¿Se me perdonarán mis pecados? -Empezó a llorar y cayó de rodillas, con la frente apoyada todavía en la pared. Su esposa moribunda se acercó y lo abrazó por la espalda-. Vete entonces de peregrinación -dijo él con voz átona-. Pero, por lo menos, llévate el Mercedes furgoneta. Tiene aire acondicionado y puedes llenar la nevera de Coca-Cola.»

«No -dijo ella dulcemente-. Iremos como todos. Somos peregrinas, Saeed. Esto no es una merienda playera.»

«Yo no sé qué hacer -sollozó Mirza Saeed Akhtar-. Mishu, yo solo no puedo enfrentarme a esta situación.»

Ayesha habló desde la cama. «Mirza sahib, ven con nosotros -dijo-. Tus ideas están muertas. Ven y salva tu alma.»

Saeed se levantó, con los ojos enrojecidos. «¡Tú y tu manía de los viajes! -dijo a Mrs. Qureishi con rabia-. ¡La que has organizado! Tu viaje acabará con todos nosotros, siete generaciones, sin que quede ni uno.»

Mishal apoyó la mejilla en su espalda. «Ven con nosotros, Saeed. Sólo ven.»

Él se volvió hacia Ayesha. «No hay dios», dijo firmemente.

«No hay otro Dios más que Dios, y Muhammad es Su Profeta», respondió ella.

«La experiencia mística es una verdad subjetiva, no objetiva -prosiguió él-. Las aguas no se dividirán.»

«El mar se abrirá a la orden del ángel», respondió Ayesha.

«Tú llevas a esta gente al desastre seguro.»

«Los llevo al seno de Dios.»

«Yo no creo en ti -insistió Mirza Saeed-. Pero iré igualmente, y trataré de poner fin a esa locura con cada paso que dé.»

«Dios se sirve de muchos medios -dijo Ayesha con alegría-, muchos caminos por los que quienes dudan pueden ser conducidos a la seguridad divina.»

«Vete al infierno», gritó Mirza Saeed Akhtar, y salió violentamente de la habitación espantando mariposas.

* * *

«¿Qué locura es peor -susurró Osman, el payaso, al oído de su toro mientras lo engalanaba en su pequeño corral-: la de la loca o la del infeliz que ama a la loca?» El toro no contestó. «Quizá deberíamos haber seguido siendo intocables -prosiguió Osman-. Un océano obligatorio suena peor que un pozo prohibido.» Y el toro movió la cabeza dos veces para decir que sí, boom, boom.

V UNA CIUDAD VISIBLE PERO NO VISTA

1

«Una vez me he convertido en búho, ¿cuál es el conjuro o antídoto que me devuelve mi forma natural?» Mr. Muhammad Sufyan, dueño del Shaandaar Café y de la casa de huéspedes situada encima, mentor de la variopinta transeúnte y multirracial clientela de ambos, de vuelta de todo, el menos doctrinario de los hajis y el menos vergonzante de los videomaníacos, ex maestro de escuela, autodidacta en textos clásicos de muchas culturas, cesado de su cargo en Dhaka por diferencias culturales con ciertos generales en los viejos tiempos en los que Bangladesh era simplemente un Ala Este y, por lo tanto, en sus propias palabras, «menos un inmig que un enano emig», humorística alusión a su corta talla, porque si bien era hombre ancho, de pecho y brazo robusto, no alzaba del suelo más que sesenta y una pulgadas, parpadeaba en la puerta de su dormitorio, despertado por perentoria llamada de medianoche de Jumpy Joshi, mientras limpiaba sus gafas de media montura con el borde de su kurta estilo bengalí (con las cintas atadas en la nuca, en un pulcro lazo), luego apretó los párpados sobre sus ojos miopes, volvió a ponerse los lentes, mesó barba alheñada sin bigote, aspiró a través de los dientes y respondió a la ahora indiscutible cornamenta de la frente del individuo tembloroso al que Jumpy parecía haber recogido, como un gato, con la frase citada, robada con encomiable agilidad mental para una persona que acaba de ser sacada del sueño, a Lucio Apuleyo de Madaura, sacerdote marroquí, 120-180 d. C. aprox., colonial de un Imperio anterior, persona que negó las acusaciones de haber embrujado a una viuda rica, aunque confesó, con cierta perversión, que en anterior etapa de su carrera él había sido transformado, por arte de brujería en (no búho sino) asno. «Sí, sí -prosiguió Sufyan saliendo al pasillo y soplándose las manos con una bruma blanca de aliento invernal-. Pobre infeliz, pero de nada sirve insistir en ello. Se impone adoptar una actitud constructiva. Despertaré a mi esposa.»

Chamcha era todo barba de rastrojo y mugre. Llevaba una manta a guisa de toga bajo la cual asomaba la regocijante monstruosidad de unas pezuñas de macho cabrío y, en la parte superior del cuerpo, la cruel ironía de una chaqueta de piel de cordero prestada por Jumpy, con el cuello subido, que ponía los lanudos rizos a pocos centímetros de unos puntiagudos cuernos. Parecía incapaz de hablar, se movía torpemente y tenía los ojos apagados; por más que Jumpy trataba de animarle -«Ya verás cómo esto lo arreglamos en un abrir y cerrar de ojos»-, él, Saladin, se mostraba el más abúlico y pasivo de los -¿qué?-, digamos de los sátiros. Sufyan, entretanto, seguía brindando consuelo a base de Apuleyo: «En el caso del asno la retrometamorfosis exigió la intervención personal de la diosa Isis -dijo, radiante-. Pero dejemos los viejos tiempos para los anticuados. En su caso, mi joven caballero, el primer paso tal vez debería ser un bol de buena sopa caliente.»