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El que sueña, en sueños, quiere (pero no puede) protestar: Yo nunca le toqué ni un dedo. ¿Qué se han creído que es esto, un sueño erótico o qué? Que me ahorquen si sé de dónde sacaba esa chica su información/inspiración. Del que suscribe, no, desde luego.

Sucedió esto: ella iba andando de regreso a su pueblo cuando, de pronto, se sintió muy cansada, salió del camino y se tendió a descansar a la sombra de un tamarindo. Nada más cerrar los ojos, él estaba a su lado, ella soñaba a Gibreel con su gabardina y su sombrero, derritiéndose con aquel calor. Ella le miraba, pero él no habría podido decir lo que veía, alas, quizás, aureolas, todo eso. Luego él estaba allí tendido y no podía levantarse, los brazos y las piernas le pesaban más que barras de hierro y le parecía que su cuerpo se incrustaba en la tierra por su propio peso. Cuando ella dejó de mirarle, asintió gravemente, como si él le hubiera hablado, y entonces se quitó su raquítico sari y se tendió a su lado, desnuda. Entonces, en el sueño, él se quedó dormido, insensible y frío, como si alguien hubiera desconectado los hilos, y cuando volvió a soñarse despierto, ella estaba de pie delante de él, con todo aquel pelo blanco suelto y vestida de mariposas: transformada. Ella seguía asintiendo, absorta, recibiendo un mensaje de algún lugar que ella llamaba Gibreel. Luego, lo dejó allí echado y volvió al pueblo e hizo su entrada.

O sea que ahora tengo una esposa soñada, discurre el que sueña. ¿Qué caray hago con ella? Pero no depende de él. Ayesha y Mishal Akhtar están juntas en la casa grande.

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Desde el día de su cumpleaños, Mirza Saeed estaba lleno de apasionados deseos, «como si realmente la vida empezara a los cuarenta», se admiraba su esposa. Su matrimonio se hizo tan activo que las criadas tenían que cambiar las sábanas tres veces al día. Mishal tenía la secreta ilusión de que este incremento de la libido de su esposo la haría concebir, porque ella estaba convencida de que el entusiasmo influía, por más que dijeran los médicos, y que todos aquellos años de tomarse la temperatura por la mañana antes de levantarse y luego pasar los resultados a un gráfico, para determinar su ciclo de ovulación, no habían servido sino para disuadir a los niños de nacer, en parte porque era difícil llegar al ardor necesario cuando la ciencia se mete en la cama con una, y en parte, también en su opinión, porque un feto que se respete no querrá entrar en el seno de una madre programada tan mecánicamente. Mishal aún rezaba para tener un hijo, aunque ya no hablaba de ello a Saeed para evitarle la sensación de haberla defraudado. Con los ojos cerrados, fingiendo dormir, ella pedía a Dios una señal, y cuando Saeed se volvió tan amoroso e insistente, ella pensó que tal vez esto era la señal. Por lo tanto, la extraña petición de su marido de que, a partir de ahora, siempre que vinieran a residir en Peristan, ella observara las «viejas costumbres» del purdah o retiro no fue tratada por ella con todo el desprecio que merecía. En la ciudad, donde tenían una casa grande y hospitalaria, el zamindar y su esposa estaban considerados como una de las parejas más «modernas» y (danzadas» de la sociedad; coleccionaban arte contemporáneo y daban fiestas divertidas e invitaban a los amigos a parcheos en la oscuridad en los sofás, mientras veían vídeos porno ligero. Por lo tanto, cuando Mirza Saeed dijo: «¿No sería una delicia, Mishu, acomodar nuestra conducta a esta vieja casa?», ella habría tenido que reírse en sus barbas. Pero no, ella respondió: «Lo que tú quieras, Saeed», porque él le dio a entender que sería una especie de juego erótico. Incluso le insinuó que su pasión por ella se había hecho tan irresistible que podía tener que expresarla en el momento menos pensado, y si entonces ella estaba fuera de su retiro, podía violentar a la servidumbre; y, desde luego, su presencia le impediría concentrarse en cualquier trabajo y, además, en la ciudad «seguiremos siendo de lo más avanzado». De esto ella dedujo que la ciudad estaba llena de distracciones para el Mirza, por lo que donde más posibilidades tenía de concebir era aquí, en Titlipur. Ella decidió no moverse. Fue entonces cuando invitó a su madre a visitarles porque, si iba a retirarse a la zenana, necesitaría compañía. Mrs. Qureishi llegó. Las carnes le temblaban de furor, venía decida a reprender a su yerno hasta que desistiera de aquella tontería del purdah, pero Mishal la dejó asombrada al pedirle: «No, por favor.» Mrs. Qureishi, la esposa del director del Banco del Estado, era en sí una mujer bastante sofisticada. «Realmente, durante toda tu adolescencia, Mishu, tú fuíste la recatada y yo, la atrevida. Creí que ya habías salido de esa zanja, pero veo que ha vuelto a empujarte a ella.» La esposa del financiero siempre había opinado que, en el fondo, su yerno era un retrógrado y un roñoso, opinión que había sobrevivido intacta a pesar de que carecía de todo fundamento. Por lo tanto, desoyendo el veto de su hija, fue en busca de Mirza Saeed al jardín delantero y se lanzó sobre él, agitando el cuerpo, como era su costumbre, para dar mayor énfasis a sus palabras. «¿Qué clase de vida hacéis? -inquirió-. A mi hija no se la encierra, a mi hija se la saca. ¿De qué te sirve toda tu fortuna si la guardas también bajo llave? Hijo mío, saca la cartera y saca a tu mujer. ¡Llévatela de viaje, renueva tu amor, divertios!» Mirza Saeed abrió la boca, no supo qué responder y volvió a cerrarla. Deslumbrada por su propia elocuencia que, espontáneamente, había sugerido la idea de unas vacaciones, Mrs. Qureishi se entusiasmó. «¡Decidios y marchaos! -instó-. ¡Marchaos, hombre, marchaos! Vete con ella, ¿o es que quieres tenerla encerrada hasta que ella se marche -en esto alzó al cielo un dedo amenazador- para siempre?» Mirza, contrito, prometió pensarlo.

«¿Y qué esperas? -gritó ella en tono triunfal-. Eres un pasmado. Especie de… de Hamlet.»

El ataque de su suegra provocó en Mirza Saeed uno de aquellos accesos de remordimiento que le mortificaban desde que había convencido a Mishal para que tomara el velo. Para consolarse, se puso a leer Ghare-Baire, la novela de Tagore en la que un zamindar insta a su esposa a salir de purdah y entonces ella entabla relaciones con un agitador político involucrado en la campaña «swadeshi» y el zamindar acaba muerto. La novela le animó momentáneamente, pero en seguida volvieron las dudas. ¿Fue sincero al dar aquellos motivos a su esposa o pretendía, simplemente, despejar el terreno para perseguir a la madonna de las mariposas, la epiléptica Ayesha? «Vaya terreno», pensó recordando a Mrs. Qureishi y sus ojos de halcón acusador, y «vaya despeje». La presencia de su suegra, argüía, era otra prueba de su buena fe. ¿Acaso no animó a Mishal a llamarla, a pesar de que le constaba que la gorda no le tragaba y le atribuiría todas las canalladas del mundo? «¿Habría yo insistido en que viniera, de haber tenido intenciones non sanctas?», se preguntaba. Pero las impertinentes voces internas insistían: «Toda esta sexualidad de ahora, este nuevo interés por tu señora esposa, no es más que simple transferencia del deseo. Lo que te gustaría es que esa lagarta campesina viniera a lagartear contigo.»

La sensación de culpabilidad tenía el efecto de hacer que el zamindar se sintiera completamente despreciable. En su aflicción, los insultos de su suegra se le aparecían como la pura verdad. «Blanducho», le había llamado, y, sentado en el estudio, rodeado de anaqueles en los que las polillas mordisqueaban felices textos sánscritos de valor incalculable, textos que ni en los archivos nacionales se encontraban y, también, las menos edificantes obras completas de Percy Westerman, G. A. Henty y Dornford Yates, Mirza Saeed reconoció, sí, desde luego, blando lo soy. La casa tenía siete generaciones, y durante siete generaciones se había desarrollado el proceso de ablandamiento. Paseaba por el corredor en el que sus antepasados estaban colgados en deslucidos marcos dorados y se miraba al espejo colocado en el último espacio, como recordatorio de que un día también él tendría que subir a aquella pared. Era un hombre sin ángulos ni cantos vivos; hasta en los codos tenía almohadillas de carne. En el espejo veía el fino bigote, la mandíbula débil, los labios manchados de paan. Las mejillas, la nariz, la frente: todo blando, blando, blando. «¿Quién iba a ver algo en un tipo como yo?», gritó al fin, y cuando advirtió que, en su agitación, había hablado en voz alta, comprendió que debía de estar enamorado, que estaba completamente trastornado de amor y que el objeto de su afecto ya no era su amante esposa.