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Al día siguiente, Mishal Akhtar se empeñó en regresar a la ciudad para hacerse un chequeo. Saeed se puso firme. «Si tú quieres caer en la superstición, adelante, pero no esperes que yo vaya contigo. Son ocho horas de viaje; conque a paseo.» Mishal salió aquella misma tarde, con su madre y el chófer, por lo que Mirza Saeed no estaba donde era su obligación estar, o sea, al lado de su esposa, cuando le fueron comunicados los resultados de las pruebas: positivo, inoperable, demasiado avanzado, las garras del cáncer profundamente clavadas en su pecho. Unos meses, seis con suerte y, antes, muy pronto ya, el dolor. Mishal regresó a Peristan y fue directamente a sus habitaciones de la zenana, donde escribió a su marido una carta en papel lavanda comunicándole el dictamen del médico. Cuando él leyó la sentencia de muerte, escrita de puño y letra de su mujer, quiso llorar, pero sus ojos permanecían obstinadamente secos. Hacía muchos años que él no tenía tiempo para el Ser Supremo, pero ahora le vinieron a la mente un par de frases de Ayesha. Dios te salvará. Todo será dado. Se le ocurrió una idea dictada por el resentimiento y la superstición: «Es una maldición -pensó-. Yo deseaba a Ayesha y por eso ella mata a mi esposa.»

Cuando él fue a la zenana, Mishal se negó a recibirle, y en la puerta, obstruyendo el paso, estaba la madre, que entregó a Saeed otra hoja de papel azul perfumado. «Quiero ver a Ayesha -decía-. Te ruego que lo permitas.» Mirza Saeed, cabizbajo, dio su consentimiento y se alejó avergonzado.

* * *

Con Mahound siempre hay lucha; con el Imán, esclavitud; pero con esta muchacha no hay nada. Gibreel está inerte, dormido en el sueño como en la vida real. Ella se le acerca debajo de un árbol, o en una zanja, escucha lo que él no dice, toma lo que quiere y se va. ¿Qué sabe él de cáncer, por ejemplo? Ni una sola cosa.

Alrededor de él, piensa mientras sueña a medias o vela a medias, hay personas que oyen voces, que son seducidas por unas palabras. Pero no sus palabras; nunca, sus propias ideas originales. Entonces, ¿de quién? ¿Quién les susurra al oído, haciéndoles mover montañas, parar relojes y diagnosticar enfermedades?

Él no consigue averiguarlo.

* * *

Al día siguiente del regreso de Mishal Akhtar a Titlipur, la joven Ayesha, a la que la gente empezaba a llamar kahin y pir, desapareció durante una semana. Su desventurado admirador, el payaso Osman, que la siguió por el polvoriento camino de las patatas hasta Chatnapatna, dijo a los vecinos del pueblo que se levantó viento y le sopló polvo a los ojos; cuando él se lo sacó, ella «ya no estaba». Generalmente, cuando Osman y su toro empezaban a contar sus historias de djinnis, lámparas mágicas y abretesésamos, la gente le miraba con aire tolerante y zumbón; está bien, Osman, guarda esas historias para los idiotas de Chatnapatna; ellos tal vez se las traguen, pero aquí, en Titlipur, sabemos lo que es la vida y que los palacios no aparecen a no ser que mil y un obreros los construyan, ni desaparecen como no los derriben los mismos obreros. Pero aquel día nadie se rió del payaso, porque, en lo tocante a Ayesha, la gente del pueblo estaba dispuesta a creer cualquier cosa. Estaban convencidos de que la muchacha del pelo de nieve era la auténtica sucesora de la vieja Bibiji, porque ¿no habían reaparecido las mariposas el mismo año de su nacimiento y no la seguían a todas partes como un manto? Ayesha era la justificación de la marchita esperanza engendrada por el regreso de las mariposas, y la prueba de que en esta vida aún eran posibles cosas grandes, incluso para los más débiles y más pobres del país.

«Se la llevó el ángel -se admiró Khadija, la esposa del sarpanch, y Osman prorrumpió en llanto-. Oh, no, si eso es maravilloso», explicó la vieja Khadija, desconcertada. Los vecinos se burlaban del sarpanch. «Cómo llegaste a jefe del pueblo con una esposa tan bruta, no se comprende.»

«Vosotros me elegisteis», respondió él hoscamente.

Al séptimo día de su desaparición, Ayesha fue vista caminando hacia el pueblo, nuevamente desnuda y vestida de mariposas de oro, con su pelo plateado flotando al viento. Fue directamente a casa de sarpanch Muhammad Din y pidió que se convocara al panchayat para una sesión de emergencia inmediata. «Ha llegado el mayor acontecimiento de la historia del árbol», reveló. Muhammad Din, incapaz de negarse, fijó la reunión para aquel mismo día, al anochecer.

Aquella noche, los miembros del panchayat tomaron asiento en la rama del árbol y Ayesha, la kahin se quedó delante de ellos, en el suelo. «Yo he volado con el ángel hasta las cumbres más altas -dijo-. Sí, he ido incluso al loto del último confín. El arcángel Gibreel nos ha traído un mensaje que es también una orden. Todo se nos pide y todo nos será dado.»

Nada en la vida del sarpanch Muhammad Din le había preparado para la elección que tenía que hacer. «¿Qué pide el ángel, Ayesha, hija?», preguntó, esforzándose por dar firmeza a su voz.

«Es deseo del ángel que todos nosotros, todos los hombres, las mujeres y los niños del pueblo, empecemos a prepararnos inmediatamente para una peregrinación. Se nos ordena que caminemos desde este lugar hasta Mecca Sharif, a besar la Piedra Negra de la Ka'aba, en el centro de Haram Sharif, la sagrada mezquita. Y allí debemos ir.

El quinteto que componía el panchayat empezó a discutir acaloradamente. Había que pensar en las cosechas, y era imposible que abandonaran sus hogares en masa. «Es inconcebible, niña -dijo el sarpanch-. Es bien sabido que Alá dispensa de haj y umra a quienes están impedidos por razones de pobreza o enfermedad.» Pero Ayesha callaba y los ancianos seguían discutiendo. Luego fue como si su silencio se contagiara a todos, y durante un rato, mientras se decidió la cuestión -aunque nadie llegó a comprender por qué medio- no se pronunciaron palabras.

Fue Osman, el payaso, quien por fin habló, Osman, el converso, para el que su nueva fe no había sido más que un trago de agua. «Hay casi doscientas millas hasta el mar -exclamó-. Y en el pueblo hay ancianos y niños. ¿Cómo vamos a ir?»

«Dios nos dará fuerza», repuso Ayesha serenamente.

«¿No se te ha ocurrido que hay un gran océano entre nosotros y Mecca Sharif? -gritó Osman sin dar su brazo a torcer-. ¿Cómo lo cruzaremos? No tenemos dinero para pagar el pasaje en los barcos de los peregrinos. ¿Nos dará el ángel alas para volar?»

Muchos vecinos rodearon al blasfemo Osman, furiosos. «Cállate -le reprendió el sarpanch Muhammad Din-. Eres un recién llegado a nuestra fe y a nuestro pueblo. Mantén la boca cerrada y aprende nuestras costumbres.»

Pero Osman replicó con descaro: «¿Es así cómo recibís a los nuevos convecinos? No como iguales, sino como gente que tiene que hacer lo que le mandan.» Un grupo de hombres de cara roja empezó a cerrarse alrededor de Osman, pero antes de que pudiera ocurrir algo, la kahin Ayesha cambió el tono por completo respondiendo las preguntas del payaso.

«Esto también lo ha explicado el ángel -dijo con suavidad-. Caminaremos doscientas millas, y cuando lleguemos a la orilla del mar, pondremos los pies en la espuma y las aguas se abrirán ante nosotros. Las olas se dividirán y cruzaremos hacia La Meca andando por el fondo del mar.»

* * *

A la mañana siguiente, Mirza Saeed Akhtar despertó en una casa que se había quedado extrañamente silenciosa, y cuando llamó a los criados nadie contestó. El silencio se había extendido a los campos de patatas; pero, bajo el gran techo del árbol de Titlipur, todo era actividad y movimiento. El panchayat había votado unánimemente obedecer la orden del arcángel Gibreel, y los habitantes del pueblo habían empezado a preparar la partida. En un principio, el sarpanch quería que Isa, el carpintero, construyera literas que pudieran ser arrastradas por bueyes, en las que viajaran los viejos y enfermos, pero su propia esposa torpedeó la idea diciendo: «Sarpanch sahibji, ¡tú no escuchas! ¿No dijo el ángel que debemos ir andando? Pues andaremos.» Únicamente los niños más pequeños serían dispensados de hacer la peregrinación a pie, y viajarían a hombros de los adultos (así se decidió), que se turnarían en portarlos. Los vecinos del pueblo reunieron todas sus existencias, y al lado de la rama del panchayat se amontonaban patatas, lentejas, aceite, calabazas de bebidas, chiles, berenjenas y otros vegetales. El peso de las provisiones se repartiría equitativamente entre los caminantes. También se recogían utensilios de cocina y ropas de cama. Se llevarían bestias de carga, y un par de carretas que transportarían pollos vivos y similares, pero en general los peregrinos se atenían a las instrucciones del sarpanch, de llevar el mínimo de impedimenta. Los preparativos habían empezado antes del amanecer, por lo que cuando el colérico Mirza Saeed entró en el pueblo, ya estaban muy avanzados. Durante cuarenta y cinco minutos, el zamindar entorpeció las cosas lanzando furiosos discursos y sacudiendo a unos y otros por los hombros, pero al fin, afortunadamente, desistió y se marchó, por lo que el trabajo pudo proseguir al ritmo rápido del principio. Mientras se alejaba, el Mirza se golpeaba repetidamente la cabeza con la palma de la mano e insultaba a la gente, llamándoles idiotas y estúpidos, que son palabras muy feas, pero él siempre fue hombre sin fe, el último vástago débil de un linaje fuerte, y había que abandonarlo a su suerte; con hombres como él no se podía discutir.