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«Pa-páa -Anahita Sufyan, levantando la mirada al techo y apoyando cansinamente la mejilla en la palma de la mano, interrumpió estas reflexiones-, corta ya. Lo que importa es como ha podido convertirse en semejante, semejante (con admiración) alucinación.»

A lo que el propio diablo, levantando la cara del caldo de pollo, exclamó: «De alucinación, nada. Oh, no, eso sí que no.» Su voz, que parecía surgir de un insondable abismo de dolor, conmovió y alarmó a la menor de las niñas, que, impulsivamente, se acercó y acarició el hombro de la infortunada bestia, diciendo, en un intento de arreglarlo: «Claro que no lo eres lo siento. Yo no creo que seas una alucinación; es sólo que lo pareces.»

Saladin Chamcha se echó a llorar.

Entretanto, Mrs. Sufyan se había horrorizado al ver a su hija menor poner las manos encima de la criatura, y volviéndose hacia la galería de huéspedes en prendas de dormir, agitó el cucharón en demanda de apoyo. «¿Cómo puede tolerarse…? El honor, la seguridad de las niñas, no está a salvo. ¡Que, en mi propia casa, semejante cosa…!»

Mishal Sufyan perdió la paciencia. «Hostia, mamá.» «¿Hostia?»

«¿Os parece que puede ser temporal? -Mishal, dando la espalda a la escandalizada Hind, preguntó a Sufyan y Jumpy-: Una especie de posesión. A lo mejor, hasta podríamos hacerlo… ¿exorcizar?» En los ojos le brillaban presagios, lémures, espectros, cuentos de terror. Y su padre, tan aficionado al video como cualquier adolescente, pareció considerar seriamente la posibilidad. «En Der Steppenwolf», empezó. Pero Jumpy, harto del tema, le atajó: «Lo esencial es hacer un planteamiento ideológico», anunció. Esto les cerró la boca.

«Objetivamente -dijo con una tímida sonrisa-, ¿qué es lo que ha pasado aquí? A: arresto indebido, intimidación y violencia. B: detención ilegal, desconocidos experimentos médicos en hospital -aquí, murmullos de asentimiento cuando recuerdos de exámenes intravaginales, escándalos Depo-Provera, esterilizaciones postparto no autorizadas y, más atrás, la introducción masiva de drogas en los Países del Tercer Mundo, a los ojos de los presentes, daban credibilidad a las insinuaciones del que hablaba; porque lo que tú crees depende de lo que tú has visto, no sólo lo que es visible sino aquello que estás dispuesto a suponer, y, de todos modos alguna explicación había que dar a los cuernos y los cascos; en aquellas bien vigiladas salas de hospital podía ocurrir cualquier cosa-. Y en tercer lugar -prosiguió Jumpy-, derrumbamiento psicológico, pérdida del sentido de identidad, claudicación. No es el primer caso.»

Nadie discutió, ni siquiera Hind; hay verdades de las que es imposible disentir. «Ideológicamente -dijo Jumpy-, yo me niego a aceptar la posición de víctima. Desde luego, él ha sido victimizado, pero nosotros sabemos que todo abuso de poder es, en parte, responsabilidad del abusado; nuestra pasividad es cómplice de tales crímenes.» Y a continuación, una vez hubo impuesto en los circunstantes una abochornada sumisión con su rapapolvo, pidió a Sufyan la pequeña buhardilla que momentáneamente estaba desocupada, y Sufyan, a su vez, contrito y solidario, fue incapaz de pedir ni un céntimo por el alquiler. Hind, ciertamente, murmuró: «Ahora sé que el mundo está loco, ahora tengo al diablo de huésped en mi casa», pero lo dijo entre dientes, y nadie excepto Mishal, su hija mayor, oyó lo que decía.

Sufyan, imitando la actitud de su hija menor, se acercó hasta donde Chamcha, acurrucado dentro de su manta, consumía enormes cantidades de incomparable yakhni de pollo que preparaba Hind, se agachó y pasó un brazo alrededor del desventurado, que seguía tiritando. «No encontrarás mejor sitio que éste -dijo como si hablara a un débil mental o a un niño pequeño-. ¿Dónde más que aquí podrías curar tu desfiguramiento y recuperar la salud? ¿Dónde más que aquí, entre nosotros, tu gente, los tuyos?»

Pero cuando Saladin Chamcha se quedó solo en la buhardilla, al límite de sus fuerzas, contestó la retórica pregunta de Sufyan: «Yo no soy de los vuestros -dijo categóricamente a la noche-. Vosotros no sois mi gente. He pasado media vida tratando de huir de vosotros.»

* * *

Empezó a desmandársele el corazón, a cocear y brincar como si también él fuera a experimentar una metamorfosis diabólica y sustituir su antiguo latido metronómico por complejas e impredecibles improvisaciones. Despierto en una cama estrecha, enganchándose los cuernos en las sábanas y las almohadas cada vez que daba la vuelta, Chamcha sufría aquella excentricidad coronaria con fatalista resignación: ¿y por qué no esto, después de todo lo demás? Badumbum, hacía el corazón, y el pecho le temblaba. Ten cuidado o te vas a enterar de lo que soy capaz. Dumbumbadum. Sí; esto era el infierno, ni más ni menos. La ciudad de Londres transformada en Jahannum, Gehenna, Muspellheim.

¿Sufren los demonios en el infierno? ¿No son ellos los que manejan la horquilla?

Por la ventana salediza goteaba el agua con regularidad. Fuera, en la ciudad traidora, empezaba el deshielo, dando a las calles la engañosa consistencia del cartón mojado. Lentas masas de blancura se deslizaban por tejados inclinados de pizarra gris. Los neumáticos de las camionetas de reparto ondulaban la nieve a medio derretir. Con las primeras luces empezó el coro del amanecer, tableteo de perforadoras de las obras públicas, trinos de alarma antirrobo, trompeteo de criaturas con ruedas que chocaban en las esquinas, el profundo zumbido de un gran come-basuras verde aceituna, chillonas voces de radio que sonaban en el andamio de un pintor colgado de un último piso, rugido de los primeros mastodontes que se precipitaban escalofriantemente por aquella calle larga pero estrecha. Del subsuelo llegaban los temblores que señalaban el paso de enormes gusanos subterráneos que devoraban y escupían seres humanos, y de los cielos, el jadeo de helicópteros y el alarido de relucientes aves de más alto vuelo.

Salió el sol, desenvolviendo la brumosa ciudad como un regalo. Saladin Chamcha dormía.

Pero el sueño no le deparaba descanso, sino que le había hecho volver a aquella otra calle nocturna por la que había huido hacia su destino en compañía de Hyacinth Phillips, la fisioterapeuta, clip-clop, sobre cascos inseguros; y le había recordado que, a medida que el cautiverio se alejaba y la ciudad se aproximaba, la cara y el cuerpo de Hyacinth se habían transformado. Él vio abrirse y ensancharse un hueco en el centro de sus incisivos superiores y encresparse y trenzarse sus cabellos a lo medusa, y advirtió la extraña triangularidad de su perfil, que descendía en línea continua desde el nacimiento del pelo hasta la punta de la nariz, describía un ángulo y retrocedía hasta el cuello. A la luz amarilla, vio que la piel de Hyacinth se oscurecía por momentos y sus dientes se proyectaban hacia fuera, y su cuerpo se alargaba como el de una figura de alambre dibujada por un niño. Al mismo tiempo, ella le lanzaba miradas provocativas y le asía las manos con unos dedos tan duros y tan fuertes que era como si un esqueleto le hubiera agarrado para arrastrarlo hacia una tumba; le parecía oler la tierra removida, el tufo dulzón en el aliento, en los labios de ella… y sintió repugnancia. ¿Cómo había podido encontrarla atractiva, haberla deseado, incluso haber fantaseado, mientras ella, a horcajadas, le extraía fluido de los pulmones, que eran una pareja de amantes en las violentas convulsiones del acto sexual…? La ciudad se cerraba en torno a ellos como un bosque; los edificios se entrelazaban y encrespaban como el pelo de Hyacinth. «Aquí no entra la luz -le susurró ella-. Está negro, muy negro.» Hizo como si fuera a echarse en el suelo y tiraba de él hacia ella, hacia la tierra, pero él gritó: «Pronto, a la iglesia», y se precipitó en un modesto edificio en forma de cajón, buscando más de una clase de santuario. Pero, dentro, los bancos estaban llenos de Hyacinths, jóvenes y viejas, Hyacinths que llevaban deformados trajes de chaqueta azules, perlas falsas y sombreritos de botones con velo, Hyacinths con virginales camisones blancos, Hyacinths de todas las formas imaginables que cantaban a voz en cuello: Socórreme, Jesús; hasta que vieron a Chamcha, porque entonces abandonaron sus cánticos espirituales y empezaron a bramar de la más terrenal de las maneras: Satanás, el Carnero, el Carnero, y cosas por el estilo. Ahora era evidente que la Hyacinth con la que había entrado le miraba con ojos nuevos, de la misma forma en que él la mirara a ella en la calle; que también ella había empezado a ver algo repugnante; y cuando él vio la repugnancia en aquella asquerosa cara puntiaguda y oscura, estalló: «Hubshess -las insultó, a saber por qué, en su descartada lengua materna. Liosas y salvajes, las llamó-. Me dais lástima -espetó-. Cada mañana, al miraros al espejo, tenéis que veros delante de la oscuridad, de la mancha, el reflejo de lo más vil.» Entonces ellas le rodearon, una congregación de Hyacinths, entre las que ahora se había perdido su propia Hyacinth, indistinguible, que ya no era una persona, sino una-de-tantas, y él recibía sus golpes emitiendo un lastimero balido, corriendo en círculo, buscando la salida; hasta que se dio cuenta de que el temor de sus atacantes era mayor que su cólera, y entonces él se irguió en toda su estatura, abrió los brazos y les gritó sonidos diabólicos y ellas se dispersaron buscando refugio y agazapándose detrás de los bancos mientras él salía del campo de batalla ensangrentado pero con la frente alta.