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Los sueños presentan las cosas a su manera; pero Chamcha, al despertarse brevemente cuando su corazón se lanzó a un nuevo arrebato sincopado, comprendió con amargura que la pesadilla no estaba muy lejos de la realidad: por lo menos, el sentido era exacto. «Adiós, Hyacinth», pensó, quedándose dormido otra vez. Para encontrarse en el vestíbulo de su propia casa mientras, en un plano más alto, Jumpy Joshi discutía acaloradamente con Pamela. Con mi esposa.

Y cuando la Pamela del sueño, imitando a la real palabra por palabra, hubo renegado de su marido ciento y una veces, él no existe, esto no puede ser, fue él, Jamshed, el virtuoso, quien, dejando a un lado el amor y el deseo, le ayudó. Atrás quedó una Pamela que sollozaba. «No se te ocurra volver con eso», le gritó desde el último piso, el estudio de Saladin. Jumpy, después de envolver a Chamcha en piel de cordero y manta, lo llevó por calles oscuras hacia el Shaandaar Café, prometiéndole con injustificado optimismo: «Ya verás cómo todo se arregla, ya lo verás. Todo se arreglará.»

Cuando Saladin Chamcha despertó, el recuerdo de estas palabras le llenó de amarga irritación. ¿Dónde estará Farishta?, se preguntó. Ese canalla: apuesto a que a él todo le va bien. Pensamiento al que volvería más adelante, con resultados extraordinarios; pero, por el momento, tenía otras cosas en que pensar.

Yo soy la encarnación del mal, pensaba. Tenía que afrontarlo. Comoquiera que hubiera sucedido, era innegable. Ya no soy yo, o no soy sólo yo. Yo soy la encarnación del mal, de lo más odioso, del pecado.

¿Por qué? ¿Por qué yo?

¿Qué mal había hecho él? ¿En qué abominación podía incurrir?

¿Por qué se le castigaba?, no podía menos que pensar. Y, puestos en ello, ¿quién le castigaba? (Yo mantuve la boca cerrada.)

¿Acaso él no había perseguido su propia idea del bien, tratando de convertirse en aquello que más admiraba, dedicándose con una voluntad rayana en la obsesión a la conquista de lo Inglés? ¿No había trabajado con ahínco, evitando problemas, tratando de convertirse en un hombre nuevo? La perseverancia, la meticulosidad, la moderación, la sobriedad, la confianza en sí mismo, la probidad, la vida familiar: ¿qué suponía todo ello sino un código moral? ¿Era culpa suya que Pamela y él no hubieran tenido hijos? ¿Era responsabilidad suya la genética? ¿Podía ser, en esta época desquiciada y contradictoria, que él estuviera siendo víctima de… los hados -así dio en llamar al agente que le perseguía- precisamente por su empeño en perseguir «el bien»?, ¿que hoy en día este afán se considerase un error, peor, una aberración? Entonces, ¡cuán crueles esos hados para promover su rechazo por el mismo mundo que con tanto fervor había tratado de conquistar!; ¡qué desolador verse arrojado por las puertas de la ciudad que uno creía haber tomado hace tiempo!; ¡qué vil ruindad era arrojarlo otra vez al seno de los suyos, de los que tan lejos se sintiera durante tanto tiempo! Entonces brotaron en su pensamiento recuerdos de Zeeny Vakil que él, avergonzado y nervioso, rechazó.

El corazón le coceaba violentamente, y él se sentó e inclinó el cuerpo hacia delante, buscando aire. Cálmate, o estás acabado. No hay lugar para cavilaciones mortificantes; ya no. Aspiró profundamente; se tendió y vació su mente. El traidor de su pecho reanudó el servicio normal.

Basta, Saladin Chamcha, se dijo con firmeza. Basta de creerte el mal. Las apariencias engañan; no hay que juzgar el libro por las tapas. ¿Demonio, Carnero, Shaitan? Yo, no.

Yo, no: otro.

¿Quién?

* * *

Mishal y Anahita entraron con el desayuno en una bandeja y la excitación en la cara. Chamcha empezó a devorar los copos de avena y Nescafé, mientras las niñas, después de unos momentos de timidez, empezaron a preguntarle al mismo tiempo, sin parar: «Bueno, menudo jaleo has traído a esta casa.» «¿No habrás vuelto a cambiar durante la noche, verdad?» «Oye, ¿no será un truco, verdad? Quiero decir, maquillaje o cosa de teatro. Quiero decir que como Jumpy dice que eres actor, yo pensé, bueno…» Y aquí la joven Anahita quedó cortada, porque Chamcha, escupiendo copos de avena, aulló con indignación: ¿Maquillaje? ¿Teatro? ¿Truco?

«No ha querido ofenderte -dijo Mishal ansiosamente hablando por su hermana -. Es que hemos pensado, verás, bueno, que sería terrible que no fueras… pero lo eres, claro que sí, de manera que no hay que preocuparse», terminó rápidamente al ver que Chamcha la miraba otra vez con ojos llameantes. «El caso es -prosiguió Anahita, pero en seguida empezó a balbucear-, bueno, quiero decir que nos parece de fábula.» «Se refiere a ti -puntualizó Mishal-. Creemos que eres fabuloso.» «Brillante -dijo Anahita, deslumbrando al perplejo Chamcha con una sonrisa-. Mágico. Bueno, definitivo.»

«No hemos dormido en toda la noche -dijo Mishal-. Tenemos varias ideas.»

«Lo que hemos pensado -Anahita estaba temblando de emoción- es que ya que tú te has convertido en, en eso, bueno, quizá, es decir, probablemente, aunque no lo hayas probado, podría ser que pudieras…» Y su hermana terminó por ella: «Que hubieras desarrollado, en fin, poderes.»

«Bueno, es lo que pensamos -agregó Anahita tímidamente al ver que en la frente de Chamcha se fraguaba una tormenta. Y, retrocediendo hacia la puerta, agregó-: Pero probablemente nos equivocábamos. Sí, era una equivocación. Que te aproveche.» Mishal, antes de escapar, sacó un frasquito de un líquido verde de un bolsillo de su chaquetón a cuadros rojos y negros, lo dejó en el suelo al lado de la puerta y lanzó un último disparo: «Perdona, pero dice mamá que te enjuagues. Es un elixir para el aliento.»

* * *

Que Mishal y Anahita adorasen la desfiguración que él aborrecía con toda su alma le convenció de que «los suyos» estaban tan desequilibrados como él sospechaba hacía tiempo. Que las dos niñas respondieran a su mal humor -cuando, a la segunda mañana, le subieron a la buhardilla, masala dosa en lugar de cereal de paquete, con sus pequeños astronautas plateados, y él les gritó: «¿Y ahora tengo que comer esta inmundicia extranjera?»-, respondieran, decía, con expresiones de aprobación, no hizo sino empeorar las cosas. «Engrudo indecente -convino Mishal-. Aquí no hay salchichas, qué se le va a hacer.» Arrepentido de su ingratitud, él trató de explicarles que ahora se consideraba, en fin, británico… «¿Y nosotras? – preguntó Anahita-. ¿Qué crees que somos nosotras?» Y Mishal confió: «Bangladesh no significa nada para mí. Sólo un lugar con el que papá y mamá constantemente machacan y machacan.» Y Anahita, terminante: «Bungleditch -moviendo la cabeza con énfasis-. Así lo llamo yo, en cualquier caso.»

Pero ellas no eran británicas, quería decirles él: no realmente, no de un modo que él pudiera admitir. Y, sin embargo, sus viejas certidumbres se le escapaban por momentos, junto con su antigua vida… «¿Dónde está el teléfono? -preguntó-. Tengo que hacer varias llamadas.»

Estaba en el vestíbulo; Anahita, de sus ahorros, le prestó las monedas. Con la cabeza envuelta en un turbante prestado y el cuerpo escondido en unos pantalones de Jumpy y unos zapatos de Mishal, Chamcha marcó el número del pasado.

«Chamcha -dijo la voz de Mimi Mamoulian-, tú estás muerto.»

Mientras él estaba fuera sucedió esto: Mimi perdió el conocimiento y perdió los dientes. «Un desfallecimiento, eso fue -explicó, hablando con más aspereza de la habitual, a causa de ciertas dificultades con la mandíbula-. ¿La razón? No preguntes. ¿Quién puede pedir razones en estos tiempos? ¿Qué número tienes? -preguntó cuando empezó a sonar la señal-. En seguida te llamo.» Pero tardó sus buenos cinco minutos. «He tenido que desaguar. ¿Tienes tú una razón para estar vivo? ¿Por qué las aguas se abrieron para ti y para el otro y se cerraron sobre los demás? No me digas que vosotros erais más dignos. Hoy en día eso ya no se lo traga nadie, ni siquiera tú, Chamcha. Yo bajaba por Oxford Street buscando zapatos de cocodrilo cuando sucedió: yo iba andando, tenía un pie en alto, y caí fulminada hacia delante, como un árbol, dando con la barbilla en el suelo, y todos los dientes quedaron esparcidos por la acera, a los pies del hombre que andaba en busca de plan. La gente a veces es muy considerada, Chamcha. Cuando volví en mí, tenía los dientes bien amontonaditos al lado de la cara. Al abrir los ojos y verlos tan monos allí colocados, ¿no es todo un detalle?, me dije. Lo primero que pensé fue: gracias a Dios que tengo el dinero. Me lo había hecho coser ahí detrás, con discreción, desde luego, un buen trabajo, mejor que antes. En fin, que me he tomado unas vacaciones. La cosa de las voces anda fatal, entre tú que te mueres y yo que pierdo los dientes, es que no tenemos sentido de la responsabilidad. Se ha perdido mucha calidad, Chamcha. Si pones la tele o escuchas la radio oirás qué bodrio los anuncios de la pizza, y la publicidad de las cervezas, con un acento alemán de lo más postizo, y los marcianos que comen puré de patata suenan como si hubieran venido de la luna. Nos han echado de El Aliens Show. Que te alivies. Por cierto, lo mismo podrías decirme a mí.»

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[1] Zanja chapucera. (N. del T.)