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Aquel almuerzo era en agradecimiento a Chamcha por su intervención en una reciente campaña de éxito fulgurante de los productos de régimen Slimbix. Saladin era la voz de un muñequito en forma de grumo que decía: Hola, soy Cal, una pobre caloría que está muy triste. Cuatro platos y champán a discreción en recompensa por convencer a la gente de que se muera de hambre. ¿Y cómo quieren que se gane la vida una pobre caloría} Gracias a Slimbix, estoy sin trabajo. Chamcha no sabía qué podía esperar de Valance. Lo que recibió fue, por lo menos, la verdad lisa y llana. «Has estado bien -le felicitó Hal -, para ser persona de convicción pigmentada. -Y, sin apartar la mirada de la cara de Chamcha, prosiguió-: Voy a especificar unos cuantos hechos. Durante los tres últimos meses, rehicimos un anuncio de una manteca de cacao porque del estudio del mercado se deducía que tenía mejor aceptación sin el negrito del fondo. Volvimos a grabar la canción de una inmobiliaria porque al presidente le pareció que el cantante sonaba a negro, a pesar de que era más blanco que una puta sábana, y a pesar de que un año antes habíamos puesto a un negro que, afortunadamente para él, no adolecía de un exceso de soul. Una importante Compañía de Aviación nos dijo que no usáramos negros en sus anuncios, ni aunque fueran empleados suyos. Un actor negro que vino a darme una audición llevaba en la solapa un botón de Igualdad Racial: una mano negra estrechando una mano blanca. Y yo le dije: No creas que yo voy a darte un trato especial amigo. ¿Me entiendes? ¿Entiendes lo que quiero decirte?» Esto es una prueba, comprendió Saladin. «Yo nunca sentí que perteneciera a una raza», respondió. Y tal vez por ello cuando Hal Valance formó su propia productora Chamcha estaba en la lista preferente; y tal vez por ello se le dio el papel de Maxim Alien.

Cuando El Show de los Aliens empezó a recibir palos de los radicales negros, pusieron un mote a Chamcha. A causa de su educación de colegio privado y su proximidad al detestado Valance lo llamaban «El Tío Tom Café con Leche».

Evidentemente, durante la ausencia de Chamcha, la presión política había aumentado, orquestada por un tal Dr. Uhuru Simba. «Doctor en qué, quisiera yo saber -dijo Valance por teléfono con su voz de garganta profunda-. Nuestros investigadores todavía no lo han averiguado.» Piquetes masivos, una presencia realmente violenta en Con derecho a réplica. «El individuo es un jodido tanque.» Chamcha los imaginaba, Valance y Simba, como extremos opuestos. Al parecer, las protestas dieron resultado: Valance «despolitizaba» el programa echando a Chamcha y poniendo en su lugar a un enorme teutón rubio de mucho torso y tupé, entre las figuras de maquillaje protésico movidas por ordenador. Un Schwarzenegger de látex y Quantel, una versión sintética, con lenguaje hippie, de Rutger Hauer en Blade Runner. Los judíos también habían quedado fuera. En lugar de Mimi, el nuevo programa tendría a una voluptuosa muñeca shiksa. «Escribí una carta al doctor Simba: puedes metértelo por donde ya sabes con tu doctorado. No ha habido respuesta. Le va a costar mucho más que eso apoderarse de este pequeño país. Yo -anunció Hal Valance-, yo quiero a este jodido país. Por eso pienso venderlo a todo el condenado mundo, Japón, América y la jodida Argentina. Voy a venderlo de puta madre. Es lo que he vendido toda mi jodida vida: la jodida nación. La bandera.» Él no se oía. Cuando se disparaba en este tema, se ponía como la grana y hasta lloraba. Así lo hizo aquel primer día en el White Tower, mientras se atracaba de comida griega. Ahora Chamcha recordó la fecha: fue inmediatamente después de la guerra de las Falklands. Por aquel entonces, la gente tenía tendencia a hacer juramentos de fidelidad y a tararear himnos en el autobús. De manera que cuando Valance, con una gran copa de Armagnac delante, empezó con el tema -«Yo te diré por qué amo a este país»-, Chamcha, que también estaba a favor de la campaña de las Falklands, pensó que ya sabía lo que venía a continuación. Pero Valance empezó a describir el programa de investigación de una Compañía británica aeroespacial, cliente suyo, que acababa de revolucionar la construcción de los sistemas de guía de misiles estudiando el esquema de vuelo de la mosca común. «Rectificación del rumbo durante el vuelo -susurró dramáticamente-. Tradicionalmente, se hacía en la línea del vuelo: ajustar el ángulo una pizca hacia arriba, un pellizco hacia abajo, un puntito hacia la izquierda o la derecha. Ahora bien, los científicos que estudiaban la película ultrarrápida de la humilde mosca descubrieron que las tías siempre, lo que se dice siempre, corrigen en ángulo recto. -Hizo una demostración, extendiendo la mano con la palma plana y los dedos juntos-. ¡Bzzzt! ¡Bzzzt! Las muy putas suben y bajan en línea vertical o, si no, hacia los lados. Mucho más exacto. Y con menos gasto de combustible. Ahora bien, trata de hacer eso con un motor que depende de un flujo de aire de morro a cola; ¿qué sucede? El desgraciado no puede respirar, se para, baja en picado y va a caer encima de tus jodidos aliados. Mal karma. Me sigues, ¿eh?, tú sigues lo que te digo. Y entonces esos tipos van e inventan un motor con flujo de aire en tres direcciones: de morro a cola, de arriba abajo y de lado a lado. Y ¡bingo!: ya tenemos un cohete que vuela como una mosca y puede tocar una moneda de cincuenta peniques que vaya a una velocidad de ciento cincuenta kilómetros por hora, a una distancia de cinco kilómetros. Lo que me encanta de este país es esto: su genio. Los más grandes inventores del mundo. Es una preciosidad. ¿No tengo razón?» Hablaba completamente en serio. Chamcha respondió: «Tienes razón.» «Tienes toda la razón en que tengo razón», confirmó.

Se vieron por última vez poco antes de que Chamcha se fuera a Bombay: almuerzo dominical en la mansión de Highgate, con la bandera desplegada. Arrimaderos de palo rosa, terraza con urnas de piedra, vista panorámica de una colina cubierta de bosque. Valance despotricaba de una urbanización que iba a estropear el paisaje. El almuerzo, como era de prever, fue patriotero: rosbif, boudin Yorkshire, choux de Bruxelles. Baby, la diminuta esposa de Hal, no almorzó con ellos, sino que comió pastrami caliente sobre pan de centeno mientras jugaba al billar en una habitación contigua. Criados, un borgoña potente, más Armagnac, cigarros. El paraíso del hombre que se ha hecho a sí mismo, pensó Chamcha, y notó que había envidia en el pensamiento.

Después del almuerzo, sorpresa. Valance lo llevó a una habitación en la que había dos clavicordios de gran finura y delicadeza. «Los hago yo -confesó el anfitrión-. Para relajarme. Baby quiere que le haga una guitarra. -La habilidad de Hal Valance para la ebanistería era indiscutible y, en cierto modo, incongruente con el resto de su personalidad -. Mi padre era del oficio», reconoció, a preguntas de Chamcha, y Saladin comprendió que se le había otorgado el privilegio de atisbar la única parte que quedaba del Valance original, el Harold derivado de la historia y de la sangre y no de su cerebro frenético.

Cuando salieron de la cámara secreta de los clavicordios, en seguida reapareció el Hal Valance de siempre. Apoyado en la balaustrada de su terraza, confió: «Lo más asombroso de esa mujer es la envergadura de lo que trata de hacer.» ¿Mujer? ¿Baby? Chamcha estaba perplejo. «Me refiero a quien tú ya sabes -explicó Valance-. Torture. Maggie la Zorra. Es una radical, no te lo discuto. Lo que ella pretende, lo que ella realmente cree que puede conseguir, es ni más ni menos que inventar una nueva recondenada clase media en este país. Librarse de esos gilipollas incompetentes del jodido Surrey y Yorkshire y traer gente nueva. Gente sin abolengo, sin historia. Gente hambrienta. Gente que buscan y que saben que, con ella, encontrarán. Nadie había intentado cambiar toda una jodida clase hasta ahora, y lo asombroso es que ella podría conseguirlo, si antes no la hacen caer. La clase vieja. Los muertos. ¿Me sigues?» «Creo que sí», mintió Chamcha. «Y no me refiero sólo a los empresarios -dijo Valance arrastrando las sílabas-. Los intelectuales también. Fuera con toda esa cuadrilla trasnochada. Adelante los chicos con hambre que no fueron a los colegios elegantes. Nuevos profesores, nuevos pintores, de todo. Es una maldita revolución. Es lo nuevo que entra en este país que está repleto de jodidos cadáveres. Será digno de ver. Ya lo es.»