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Saladin estaba muerto y ella estaba viva.

Bebió por eso. Había muchas cosas que yo quería decirte, Saladin. Cosas importantes: sobre el rascacielos de oficinas de la Brickhall High Street, frente al McDonald's; lo insonorizaron completamente, pero el silencio agobiaba a los empleados y ahora ponen cintas de ruido ambiental blanco en el sistema de altavoces… Esto te habría gustado, ¿eh? Y esa mujer parsi conocida mía, Bapsy se llama, que vivió una temporada en Alemania y se enamoró de un turco. Lo malo es que el único idioma que tenían en común era el alemán; ahora Bapsy ha olvidado casi todo el alemán que sabía mientras que él lo habla cada vez mejor; él le escribe unas cartas cada vez más poéticas y ella casi no puede contestarle ni con canciones infantiles. El amor que muere por causa de un desfase lingüístico, ¿qué te parece? El amor que muere. Un tema que nos va, ¿eh, Saladin? ¿Qué dices tú?

Y un par de cosillas más. Hay un asesino suelto en mi demarcación que está especializado en matar viejas; por lo tanto, no te apures, estoy segura. Hay muchas más viejas que yo.

Y otra cosa: te dejo. Se acabó. Hemos terminado.

Yo no podía decirte nada, ni lo más mínimo. Si te decía que estabas engordando, te pasabas una hora gritándome, como si eso pudiera cambiar lo que veías en el espejo, lo que te decía la tirantez del pantalón. Me interrumpías en público. La gente se daba cuenta de lo que pensabas de mí. Yo te perdonaba, ése fue mi error; yo podía ver el centro de tu ser esa cosa tan terrible que tenías que proteger con todo tu aplomo y afectación. Ese espacio vacío.

Adiós, Saladin. Vació la copa y la dejó a su lado. La lluvia que volvía a caer azotaba los cristales emplomados de sus ventanas; ella corrió las cortinas y apagó la luz.

Tendida en la cama, deslizándose hacia el sueño, Pamela pensó en las últimas cosas que necesitaba decir a su difunto marido. «En la cama -así le vinieron las palabras- nunca parecías interesado en mí; no en mi placer ni en lo que yo deseaba, nunca. Llegué a pensar que lo que tú deseabas no era una esposa sino una criada. Ya lo sabes. Ahora descansa en paz.»

Soñó con él, su cara llenaba todo el sueño. «Las cosas se acaban -le decía-. Esta civilización; los desastres se acercan. Ha sido toda una cultura, brillante e inmunda, caníbal y cristiana, la gloria del mundo. Deberíamos celebrarla mientras podamos; hasta que llegue la noche.»

Ella no estaba de acuerdo, ni siquiera en el sueño, pero soñando comprendió que no serviría de nada decírselo ahora.

* * *

Cuando Pamela lo echó, Jumpy Joshi se fue al Café Shaandaar de Mr. Sufyan, situado en Brickhall High Street, y se sentó a tratar de averiguar si era idiota. Era temprano y el local estaba casi vacío, exceptuando a una señora gruesa que compraba una caja de pista barfi y jalebis, un par de jóvenes trabajadores de la industria de la confección que bebían cha-loo chai y una mujer polaca de los viejos tiempos cuando los que regentaban las confiterías del barrio eran los judíos, que se pasaba el día sentada en un rincón con dos sarnosas vegetales, un puri y un vaso de leche, participando a todo el que entraba que si ella estaba allí era porque allí se servía «lo más parecido al kosher y hoy en día tienes que arreglártelas como buenamente puedas». Jumpy se sentó con su café debajo de una chillona pintura de una mujer mítica de pechos desnudos y varias cabezas, con nubecillas que le velaban los pezones, pintada de tamaño natural en rosa salmón, verde neón y oro, y dado que aún no había empezado la aglomeración, Mr. Sufyan observó que estaba mustio.

«Eh, San Jumpy -gritó-, ¿por qué traes tu mal tiempo a mi casa? ¿Es que no hay bastantes nubes en esta tierra?» Jumpy se puso colorado cuando Sufyan se acercó a él contoneándose, con su gorrita blanca de devoción bien puesta, y la barba, porque bigote no tenía, alheñada tras la reciente peregrinación de su dueño a La Meca. Muhammad Sufyan era un sujeto fornido y barrigudo, de gruesos antebrazos, creyente más devoto y exento de fanatismo no encontrarían, y Joshi veía en él a una especie de pariente mayor. «Escúchame, tío -dijo cuando el dueño del café estuvo delante de él-, ¿te parezco un auténtico idiota o qué?»

«¿Tú has hecho dinero en tu vida?», preguntó Sufyan.

«Yo no, tío.»

«¿Negocios? ¿Importación y exportación? ¿Mercancía liberalizada? ¿Tenderete?»

«Los números nunca fueron mi fuerte.»

«¿Y dónde está tu familia?»

«No tengo familia, tío. Estoy solo.»

«Entonces, debes de estar siempre rogando a Dios que te guíe en tu soledad, ¿no?»

«Tú me conoces, tío. Yo no rezo.»

«Entonces, no cabe duda -dictaminó Safyan-. Eres un idiota mayor de lo que piensas.»

«Gracias, tío -dijo Jumpy apurando el café-. Me has ayudado mucho.»

Sufyan, advirtiendo que su broma animaba al otro, a pesar de que mantenía la cara larga, llamó al asiático de tez clara y ojos azules que acababa de entrar con un elegante abrigo a cuadros, de grandes solapas. «Eh, Hanif Johnson -llamó-, ven a resolver un misterio.» Johnson, abogado sagaz y chico del vecindario que había prosperado y que tenía su bufete encima del Shaandaar Café, se apartó de las dos hermosas hijas de Sufyan y se acercó a la mesa de Jumpy. «A ver si me explicas lo que es este hombre -dijo Sufyan-. No lo entiendo. No bebe, el dinero le parece una enfermedad, posee a lo sumo dos camisas, no tiene vídeo, a los cuarenta años sigue soltero, trabaja por una miseria en el centro deportivo enseñando artes marciales y qué sé yo, vive del aire, se comporta como un rishi o un pir pero no tiene fe, no va a ningún sitio y parece conocer un secreto. Y, además, ha estudiado en la universidad. A ver si me lo explicas.»

Hanif Johnson golpeó a Joshi en el hombro. «Oye voces», dijo. Sufyan levantó las manos con fingido asombro. «¡Voces, oooh baba! ¿Voces de dónde? ¿Del teléfono? ¿Del cielo? ¿Tiene un Walkman Sony escondido en la chaqueta?»

«Voces interiores -dijo Hanif con solemnidad-. Arriba, en su escritorio, hay un papel que tiene escritos unos versos. Y un título: El río de sangre.»

Jumpy saltó, tirando la taza vacía. «Te mataré», gritó a Hanif, que cruzó rápidamente el local cantando: «Tenemos a un poeta entre nosotros, Sufyan Sahib. Trátalo con respeto Manéjalo con cuidado. Dice que una calle es un río y nosotros somos la corriente; la humanidad es un río de sangre ésta es la imagen del poeta. También el individuo. -Se interrumpió mientras corría hasta una mesa para ocho y Jumpy fue tras él, muy colorado, moviendo los brazos como aspas-. En nuestro propio cuerpo, ¿no corre también el río de sangre?» Al igual que el romano, dijo el inquieto Enoch Powell yo creo ver el río Tíber espumeante de sangre. Recupera la metáfora, se dijo Jumpy Joshi. Dale la vuelta; haz de ella algo que podamos aprovechar. «Esto es como una violación -suplicó a Hanif-. Por Dios, déjalo ya.»

«Las voces que oye uno están en el exterior -rumiaba el dueño del café -. Juana de Arco, na. O ése del gato, cómo se llama: Whittington, el que vuelve. Pero con las voces uno se hace grande o, por lo menos, rico. Y este chico no tiene nada de grande, y es pobre.»

«Basta -Jumpy levantó las manos sobre su cabeza sonriendo sin ganas de sonreír-. Me rindo.»

Después de aquello, durante tres días, a pesar de los esfuerzos de Mr. Sufyan, Mrs. Sufyan, sus hijas Mishal y Anahita, y el abogado Hanif Johnson, Jumpy Joshi no era el de siempre. Estaba «mustio», como decía Sufyan. Hacía su trabajo en los clubs juveniles, en las oficinas de la cooperativa cinematográfica a la que pertenecía y en las calles, distribuyendo folletos, vendiendo determinados periódicos, paseando; pero caminaba pesadamente. Hasta que, a la cuarta noche, detrás del mostrador del Shaandaar Café, sonó el teléfono.