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«Yo sé lo que es un fantasma -decía Allie Cone a una clase de jovencitas que la miraban con caras iluminadas por la suave luz interior de la adoración-. En el Himalaya, con frecuencia se da el caso de que los escaladores son acompañados por los espíritus de los que fracasaron en el intento o por los espíritus, más tristes pero también más ufanos, de los que consiguieron llegar a la cumbre y perecieron durante el descenso.»

Fuera, en el parque, la nieve se posaba en los altos árboles desnudos y en el suelo llano. Entre las nubes de nieve bajas y oscuras y la ciudad alfombrada de blanco, la luz tenía un feo color amarillo, era una luz empañada que deprimía el ánimo y ahuyentaba el ensueño. Allá arriba, recordaba Allie, allá arriba, a ocho mil metros, la luz tenía una claridad que parecía vibrar y resonar como la música. Aquí, en la tierra llana, la luz también era llana y terrena. Aquí no volaba nada, el junco estaba seco y no se oía cantar ningún pájaro. Pronto sería de noche.

«¿Ms Cone? -Las manos de las niñas que se agitaban en el aire la hicieron regresar a la clase-. ¿Fantasmas, señorita? ¿Allí arriba? Nos toma el pelo, ¿verdad?» En sus caras, el escepticismo luchaba con la adoración. Ella sabía cuál era la pregunta que realmente querían hacerle y, probablemente, no le harían: la pregunta acerca del milagro de su tez. Ella las oyó cuchichear al entrar en clase, es verdad, fíjate, qué palidez, es increíble. Alleluia Cone, cuya blancura de hielo resistía el sol de los ocho mil metros. Allie, la doncella de nieve, la reina de hielo. Señorita, ¿cómo es que usted no se broncea? Cuando subió al Everest con la afortunada expedición Collingwood, los periódicos los llamaban Blancanieves y los Siete Enanitos, por más que ella no tenía nada de muñequita de Disney: sus labios eran pálidos y no rojo sangre; su cabello, rubio de escarcha en vez de azabache, y sus ojos no grandes e inocentes sino entornados, por la costumbre de mirar el reverbero de la nieve. Acudió de pronto el recuerdo de Gibreel Farishta, pillándola desprevenida: Gibreel, en un momento de sus tres días y medio, vociferando con su habitual falta de reserva: «Nena, digan lo que digan, tú no tienes nada de iceberg. Tú eres una dama apasionada, bibi. Más caliente que una kachori» y se soplaba las yemas de los dedos y agitaba la mano enfáticamente. Oh, qué caliente. Echen agua. Gibreel Farishta. Ella se dominó: eh, eh, a trabajar.

«Fantasmas -repitió con firmeza-. Durante la ascensión al Everest, cuando dejé atrás la cascada de hielo, vi a un hombre sentado en un saliente en la postura del loto, con los ojos cerrados y una boina escocesa que entonaba la vieja mantra: Om mani padmé hum.» Ella adivinó en seguida, por su arcaica indumentaria y sorprendente conducta, que se trataba del espectro de Maurice Wilson, el yogi que, allá por 1934, se preparó para una ascensión al Everest en solitario ayunando durante tres semanas, a fin de crear una unión tan íntima entre su cuerpo y su alma que la montaña no fuera lo bastante fuerte para separarlos. En una avioneta fue lo más arriba que pudo, estrelló el aparato en la nieve, continuó la ascensión a pie y no volvió. Cuando Allie se acercaba, Wilson abrió los ojos y saludó con un ligero movimiento de cabeza. Durante el resto del día caminaba a su lado o se mantenía suspendido en el aire mientras ella escalaba una pared. En un momento dado, se lanzó en plancha sobre la nieve que cubría una pronunciada pendiente y se deslizó hacia arriba como si viajara en un invisible funicular. Allie, por razones que después no sabría explicarse, se comportaba con toda naturalidad, como quien acaba de tropezarse con un viejo conocido. Wilson le daba conversación. «Últimamente, en realidad, no tengo mucha compañía», y expresó, entre otras cosas, su profunda irritación porque la expedición china de 1960 hubiera descubierto su cuerpo. «Esos pequeños capullos amarillos tuvieron el descaro de filmar mi cadáver.» Alleluia Cone estaba impresionada por los espectaculares cuadros amarillo y negro de su inmaculado pantalón bombacho. Contaba estas cosas a las niñas de la escuela de Brickhall Fields que le habían escrito tantas cartas para pedirle que les diera una charla que no pudo negarse. «Tienes que venir -le rogaban-. Si hasta vives aquí.» Por la ventana de la clase, se veía su piso, al otro lado del parque, ahora velado por la nevada que arreciaba.

Lo que no dijo a la clase fue esto: mientras el fantasma de Maurice Wilson describía con minucioso detalle su propia ascensión -y también sus descubrimientos póstumos, por ejemplo, el ritual nupcial lento, tortuoso, infinitamente delicado e invariablemente improductivo del yeti, que él había presenciado recientemente en el Collado Sur-, ella pensó que su visión del excéntrico de 1934, el primer ser humano que intentara escalar el Everest en solitario, una especie de abominable hombre de las nieves también él, no fue casual sino una señal, una declaración de parentesco. Una profecía, quizá, porque fue en aquel momento cuando nació su sueño secreto, el imposible: el sueño de una ascensión en solitario. También era posible que Maurice Wilson fuera el ángel de su muerte. «Yo quería hablaros de fantasmas -decía- porque la mayoría de los montañeros, cuando bajan de las cumbres, se callan estas cosas por vergüenza. Pero existen, tengo que reconocerlo, a pesar de que yo soy de la clase de personas que siempre mantienen los pies bien asentados en tierra.»

Esto era una broma. Sus pies. Ya antes de subir al Everest había empezado a tener fuertes dolores, y su médico, la doctora Mistry, una mujer de Bombay poco amiga de rodeos, le dijo que tenía arcos caídos. «Lo que vulgarmente se llama pies planos.» Sus arcos, que siempre fueron débiles, se habían debilitado más aún por el uso prolongado durante años de zapatillas y calzado perjudicial. La doctora Mistry no pudo proponer grandes soluciones: ejercitar los dedos aprisionando objetos, subir corriendo las escaleras descalza, usar calzado apropiado. «Todavía es joven -le dijo-. Tiene que cuidarse. Si no, a los cuarenta años será una inválida.» Cuando Gibreel -¡maldita sea!- se enteró de que había subido al Everest como si pisara puntas de lanza, él empezó a llamarla su silkie. Él había leído un libro de cuentos de hadas en el que encontró la historia de la sirena que dejaba el océano y tomaba forma humana por el amor de un hombre. Ahora tenía pies en lugar de cola, pero cada paso era un martirio, como si caminara sobre cristales rotos; a pesar de todo, ella seguía andando, alejándose del mar, tierra adentro. Tú lo hiciste por una puñetera montaña, le dijo. ¿Lo harías por un hombre?

Ella había ocultado el dolor a sus compañeros de expedición porque la atracción del Everest era arrolladora. Pero ahora el dolor continuaba y era cada día más fuerte. El azar, un defecto congénito, le ataba los pies. Fin de la aventura, pensó Allie; traicionada por los pies. La obsesionaba la imagen de los pies vendados. Condenados chinos, pensaba, haciendo eco al fantasma de Wilson.

«Para algunas personas es tan fácil la vida -sollozó en brazos de Farishta-. ¿Por qué a ellas no les fallan sus condenados pies?» Él le dio un beso en la frente. «Para ti siempre será una lucha -dijo él-. Lo deseas demasiado.»

La clase esperaba, impaciente toda aquella charla de fantasmas. Las chicas querían que les explicara el caso, su caso. Querían encontrarse en la cumbre. Ella deseaba preguntar: ¿Vosotras sabéis lo que es que toda tu vida se concentre en un momento, en un par de horas? ¿Sabéis lo que es cuando no puedes ir más que hacia abajo? «Yo estaba en la segunda cordada, con el sherpa Pemba -dijo-. El tiempo era perfecto, perfecto. Tan claro que te parecía que podrías ver a través del cielo lo que hubiera más allá. La primera cordada ya debe de estar arriba, dije a Pemba. El tiempo se mantiene y podemos subir. Pemba se puso muy serio, lo cual era una novedad, ya que era uno de los más bromistas de la expedición. Él tampoco había estado en la cumbre. Hasta entonces yo no había pensado en subir sin oxígeno, pero al ver que Pemba se disponía a intentarlo, pensé: de acuerdo, yo también. Fue un capricho estúpido, de aficionado, pero de repente quise ser una mujer sentada en lo alto de la condenada montaña, un ser humano, no una máquina que respira. Pemba dijo: Allie Bibi, no hacer, pero yo eché a andar. Al poco rato, nos cruzamos con los que bajaban y yo vi la expresión de sus ojos. Estaban tan contentos, tan eufóricos, que ni se dieron cuenta de que yo no llevaba el equipo de oxígeno. Mucho cuidado, nos gritaron. Cuidado con los ángeles. Pemba respiraba a buen ritmo y yo acompasé la respiración aspirando y expulsando el aire al unísono con él. Sentía la cabeza ligera y sonreía de oreja a oreja, y cuando Pemba me miraba veía que él estaba igual que yo. Parecía una mueca, como de dolor, pero era una alegría loca. -Era una mujer que había alcanzado la trascendencia, los milagros del alma, por el duro esfuerzo físico de subirse por una alta roca cubierta de hielo-. En aquel momento -dijo a las chicas que subían con ella, siguiendo cada paso de la ascensión-, lo creí todo: que el universo tiene un sonido, que puedes levantar un velo y ver la faz de Dios, todo. Vi los Himalayas a mis pies, y aquello también era la faz de Dios. Pemba debió de ver en mi expresión algo que le alarmó, porque me gritó: Cuidado, Allie Bibi, la altura. Recuerdo que floté por el último repecho y llegué arriba, y allí estábamos, y por todos los lados el suelo bajaba. Qué luz; el universo purificado en luz. Yo quería arrancarme la ropa y dejar que me empapara la piel. -En la clase, ni una risita; todas estaban bailando desnudas con ella en el techo del mundo-. Entonces empezaron las visiones, los arco iris que se ondulaban y danzaban en el cielo, el resplandor que caía como una cascada del sol, y había ángeles, los otros no bromeaban. Yo los vi, y el sherpa Pemba los vio. Los dos estábamos de rodillas. Sus pupilas tenían un blanco puro y las mías también, estoy segura. Probablemente, habríamos muerto allí, seguro, cegados por la nieve y enloquecidos por la montaña, pero entonces oí un ruido, una detonación seca como el disparo de un rifle. Aquello me despertó. Tuve que gritar a Pem hasta que también él reaccionó y empezamos a bajar. El tiempo cambiaba rápidamente; se acercaba una ventisca. Ahora el aire estaba denso, ahora, en lugar de aquella levedad, aquella ligereza, había pesadez. Apenas llegamos al punto de reunión los cuatro nos metimos en la pequeña tienda del Campamento Seis, a ocho mil doscientos metros. Allá arriba no hablas mucho. Cada cual tenía su propio Everest que escalar una y otra vez, durante toda la noche. Pero sí pregunté: "¿Qué fue aquel ruido? ¿Alguien disparó una escopeta?" Me miraron como si estuviera desquiciada. ¿Quién haría una estupidez semejante a esta altitud, dijeron; además, Allie, sabes perfectamente que no hay ni un arma en toda la montaña. Tenían razón, naturalmente, pero yo lo oí, de eso estoy segura: bang, bing, el disparo y el eco. Y eso es todo -dijo, terminando bruscamente-. Fin. La Historia de mi vida.» Agarró un bastón con puño de plata y se dispuso a marchar. Mrs. Bury, la maestra, se adelantó para pronunciar las frases de ritual. Pero las chicas no se dejaban distraer. «¿Y qué fue, Allie?», insistieron; y ella, que de repente parecía tener diez años más de sus treinta y tres, se encogió de hombros. «No lo sé -dijo-. A lo mejor, el fantasma de Maurice Wilson.»