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Pamela Chamcha, née Lovelace, era poseedora de una voz que, durante toda su vida, ella había tratado de contrarrestar por todos los medios. Era una voz que sugería trajes de tweed, pañuelos a la cabeza, pudding, palos de hockey, tejados de paja, jaboncillo para limpiar botas de montar, fines de semana en el campo, monjas, bancos de propiedad en la iglesia, perros grandes y materialismo y, pese a sus esfuerzos por reducir su volumen, era sonora y llamaba tanto la atención como un borracho vestido de smoking que arrojara panecillos en un Club. Fue la tragedia de su juventud que, gracias a aquella voz, fuera asediada por los terratenientes y los galanes y los buenos partidos de la City, a los que ella despreciaba de corazón, mientras que los ecologistas y los pacifistas y los revolucionarios con los que ella instintivamente se encontraba a gusto la trataban con suspicacia rayana en la aversión. ¿Cómo podía ella estar del lado de los ángeles, si en cuanto abría la boca sonaba como un parásito? Al pasar por Reading, Pamela aceleró y rechinó los dientes. Una de las razones por las que, reconozcámoslo, había decidido poner fin a su matrimonio antes de que el destino lo deshiciera por ella, era la de que una mañana al despertar se había dado cuenta de que Chamcha no estaba enamorado de ella sino de su voz que apestaba a pudding de Yorkshire y a madera de roble, esa voz cordial y rubicunda de la vieja Inglaterra soñada en la que con tanto afán deseaba habitar él. Fue un matrimonio contrariado porque cada uno de ellos buscaba en el otro lo que el otro trataba de descartar.

No hay supervivientes. Y, a medianoche, el idiota de Jumpy con su estúpida falsa alarma. Quedó tan impresionada por la noticia que no tuvo tiempo de impresionarse por haberse acostado con Jumpy y haber copulado de una forma, reconozcámoslo, bastante satisfactoria, déjate de disimulos, se reprendió a sí misma, ¿cuánto tiempo hacía que no te divertías tanto? Ella tenía mucho que afrontar y aquí estaba ahora, afrontándolo por el procedimiento de escapar a la mayor velocidad. Unos cuantos días de recreo en un hotel campestre caro y el mundo puede empezar a parecer un agujero infernal menos jodido. Lujoterapia; deacuerdodeacuerdo, reconoció, ya lo sé: una recaída en el sistema de clases. A hacer puñetas. Si alguien tiene objeciones, que se joda.

Después de Swindon se puso a cien millas por hora, y el tiempo empeoró bruscamente. Súbitas nubes negras, rayos, aguaceros; ella mantenía el pie en el acelerador. No hay supervivientes. Siempre se le moría la gente dejándola con la boca llena de palabras y nadie a quien escupírselas. Su padre, el especialista en Lenguas Clásicas, que podía hacer frases de doble sentido en griego antiguo y del que ella heredó la voz, su legado y su maldición; y su madre, que sufrió por él durante la guerra, cuando era piloto explorador -ciento once veces regresó de Alemania, de noche, volando en un avión lento, iluminado por sus propias balizas, lanzadas para guiar a los bombarderos- y que, cuando él volvía a casa con el ruido de los antiaéreos en los oídos, le juraba que nunca le dejaría, y por eso le siguió a todas partes, incluso al callejón sin salida de la depresión y de las deudas, porque él no tenía cara de póquer y, cuando acabó su propio dinero, echó mano del de ella, y, finalmente, a la azotea de un edificio alto a la que al fin se encaminaron los dos. Pamela nunca los perdonó, especialmente, por hacerle imposible decirles que les negaba el perdón. Para desquitarse, se impuso la tarea de desterrar todo lo que conservaba de ellos. Por ejemplo, la inteligencia: se negó a estudiar. Y, ya que no podía cambiarse la voz, le hizo expresar ideas que los suicidas conservadores de sus padres habrían reprobado. Se caso con un indio. Y, puesto que él resultó igual que ellos, le hubiera dejado. Había decidido dejarle. Cuando, una vez más, fue burlada por la muerte.

Estaba adelantando a un camión-remolque de congelados, cegada por las salpicaduras que levantaban las ruedas, cuando se metió en un gran charco de agua que se había formado en una pequeña depresión del asfalto y que estaba esperándola, y el MG patinó a una velocidad escalofriante, se salió del carril rápido y giró en redondo de manera que ella vio los faros del camión-remolque que la miraban sin pestañear como los ojos de Azrael, el ángel exterminador. «Telón», pensó ella; pero su coche derrapó saliéndose del camino del mastodonte, cruzando los tres carriles de la carretera, que milagrosamente estaban vacíos, y fue a incrustarse con menos violencia de la que cabía esperar en la barrera del arcén, después de hacer otro giro de ciento ochenta grados, quedando, una vez más, cara al Oeste, donde con el cursi romanticismo de la vida real, el sol disipaba las nubes de tormenta.

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El hecho de estar vivo te compensa de las cosas que te hace la vida. Aquella noche, en un comedor de paredes de roble, decorado con banderas medievales, Pamela Chamcha, con su traje más deslumbrante, comió un asado de caza y se bebió una botella de Château Talbot, sentada a una mesa cargada de plata y cristal, celebrando un nuevo comienzo, el escape de las fauces de, la otra oportunidad, para volver a nacer antes tienes que: bueno, casi, de todos modos. Bebió y comió sola, ante la mirada lasciva de americanos y viajantes, y se retiró temprano a una habitación de princesa en una torre de piedra, donde tomó un largo baño y estuvo viendo películas viejas en televisión. Ahora, después de haber visto a la muerte tan cerca, sentía que se desprendía del pasado: por ejemplo, de su adolescencia bajo la tutela del malvado tío Harry Higham, que vivía en una mansión del siglo XVII que había sido propiedad de un pariente lejano, Matthew Hopkins, el Descubridor de Brujas General, que con macabro sentido del humor le puso el nombre de Cremlins. Ahora, al recordar al juez Higham a fin de olvidarlo, Pamela murmuró, dirigiéndose al ausente Jumpy, que también ella tenía su historia de Vietnam. Después de la gran manifestación celebrada en Grosvenor Square, en la que mucha gente lanzó canicas bajo los cascos de los caballos de la policía que cargaba, se produjo el único caso en la historia jurídica británica en el que la canica fue considerada arma letal y muchos jóvenes fueron encarcelados e, incluso, deportados por posesión de las pequeñas esferas de vidrio. El juez que presidía el tribunal del caso de las Canicas de Grosvenor era el mismo Henry Higham (al que en adelante se apodó «Hang'em», es decir «Colgadlos»), y ser su sobrina fue muy dura carga para una joven aquejada ya de una voz de derechas. Ahora, en la tibia cama de su castillo temporal, Pamela Chamcha se libró de este viejo demonio, adiós, Hang'em, no tengo tiempo para ti; y de los fantasmas de sus padres; y se dispuso a liberarse del más reciente de todos sus fantasmas.

Mientras degustaba un coñac, Pamela contemplaba vampiros en televisión y se permitía sentirse satisfecha, en fin, satisfecha de sí misma. ¿No se había inventado a sí misma a su propia imagen? Yo soy lo que soy, brindó por sí misma con coñac Napoleón. Yo trabajo en el consejo de asistencia a la comunidad del barrio de Brickhall, Londres, NE1; encargada de la asistencia a la comunidad y muy buena en mi trabajo, aunquemestémaleldecirlo. ¡Salud! Acabamos de elegir a nuestro primer presidente negro, y todos los votos emitidos contra él eran blancos. ¡Adentro! Hace una semana, un respetado comerciante asiático, por el que habían intercedido parlamentarios de todos los partidos, fue deportado, después de haber vivido en Inglaterra dieciocho años porque hace quince echó al correo determinado impreso con cuarenta y ocho horas de retraso. ¡Chin-chin! La semana próxima, en la audiencia de Brickhall, la policía tratará de ajustarle las cuentas a una nigeriana de cincuenta años, acusándola de asalto, después de haberla molido a palos. ¡Skol! Ésta es mi cabeza, ¿la ven? Lo que yo llamo mi trabajo consiste en romperme la cabeza contra Brickhall.