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En cuanto se enteró de la noticia, corrió a casa de Pamela, y la encontró tranquila y con los ojos secos. Ella le hizo pasar a su estudio de partidaria del desorden, en cuyas paredes se alternaban las acuarelas de rosaledas con los carteles de puños cerrados con inscripciones de Partido Socialista, fotografías de amigos y un montón de máscaras africanas, y mientras él avanzaba con cautela por entre ceniceros, números del diario Voice y novelas de ciencia-ficción feminista, ella le dijo, con naturalidad: «Lo más sorprendente es que cuando me lo dijeron pensé, bien, qué se le va a hacer, su muerte dejará en mi vida un agujero realmente pequeño.» Jumpy, que tenía ganas de llorar y reventaba de recuerdos, se quedó parado y agitó los brazos, con su gran abrigo negro y su cara pálida y aterrorizada, como un vampiro sorprendido por una repentina y abominable luz diurna. Entonces vio las botellas de whisky vacías. Pamela había empezado a beber, dijo, hacía varias horas, y desde entonces había continuado regular, rítmicamente, con la persistencia de un corredor de fondo. Él se sentó a su lado en el sofá-cama bajo y blando y se ofreció a actuar de liebre. «Como quieras», dijo ella pasándole la botella.

Ahora, sentado en la cama, con el pulgar en lugar de la botella, con su secreto y la resaca martillándole la cabeza de forma igualmente dolorosa (él nunca fue aficionado a la bebida ni a los secretos), Jumpy volvió a sentir que las lágrimas acudían a sus ojos y decidió levantarse y andar un poco por la casa. Se fue al piso de arriba, a la habitación que Saladin se empeñaba en llamar su «guarida», una gran extensión de buhardilla con claraboyas y ventanas que daban a unos jardines mancomunados salpicados de hermosos árboles, roble, arce, e incluso el último de los olmos, superviviente de los años de plaga. Antes, los olmos, ahora, nosotros, pensó Jumpy. Quizá lo de los árboles fue un aviso. Agitó la cabeza para ahuyentar el morbo del amanecer y se sentó en el canto del escritorio de caoba de su amigo. Una vez, en una fiesta de la Universidad, él se había sentado en una mesa que chorreaba vino y cerveza, al lado de una chica cadavérica con minivestido de blonda negra, un boa de plumas púrpura y unos párpados que eran como dos cascos plateados, sin atreverse a decirle hola. Por fin, la miró y tartamudeó una trivialidad; ella le lanzó una mirada de absoluto desprecio y, sin mover sus labios lacados de negro, dijo: la conversación ha muerto, tío. Él se mosqueó, tanto se mosqueó que le dijo: me gustaría que me explicaras por qué todas las chicas de esta ciudad son tan antipáticas, a lo que ella respondió sin pararse a pensar: porque la mayoría de los chicos son como tú. Instantes después, llegó Chamcha, oliendo a pachulí, vestido con kurta blanca, el consabido símbolo de los misterios de Oriente, y la chica se fue con él antes de cinco minutos. El muy cerdo, pensaba Jumpy Joshi mientras volvía a inundarle la vieja amargura, no tenía escrúpulos, él estaba dispuesto a ser lo que ellos quisieran, el Hare-Krishna quiromántico envuelto en una colcha y rezumando dharma, a mí ni muerto. Esto le detuvo, esa palabra. Muerto. Reconócelo, Jamshed, a ti nunca se te dieron bien las chicas, ésa es la verdad y todo lo demás es envidia. Bueno, quizá, concedió y otra vez: Quizá muerto, agregó, o quizá no.

Al intruso sin sueño la guarida de Chamcha le parecía artificial y, por consiguiente, triste: la caricatura de un camerino, con fotos de colegas firmadas, carteles, programas enmarcados, fotos de representaciones, diplomas, premios, tomos de memorias de artistas de cine, una habitación convencional, comprada de confección, una imitación de la vida, máscara de una máscara. En todas las superficies, chucherías: ceniceros en forma de piano, pierrots de porcelana que atisbaban desde el fondo de una librería. Y, en todas partes, en las paredes, en los carteles de películas, en el resplandor de la lámpara sostenida por un Eros de bronce, en el espejo en forma de corazón, rezumando de la alfombra rojo sangre, goteando del techo, el ansia de amor de Saladin. En el teatro todo el mundo se besa y todo el mundo es un amor. La vida del actor ofrece a diario el simulacro del amor; una máscara puede ser satisfecha o, por lo menos, consolada, por el eco de lo que anhela. Aquella desesperación, así lo comprendía Jumpy, estaba dentro de él, él habría hecho cualquier cosa, se habría puesto cualquier maldito traje de idiota, habría adoptado cualquier forma con tal de recibir una palabra de amor. A pesar de que Saladin no era desafortunado con las mujeres, ni mucho menos, como ya se ha dicho. El pobre idiota. Ni la misma Pamela, con toda su hermosura y su inteligencia, había sido suficiente.

Era evidente que también él empezaba a no ser suficiente para ella, ni de mucho. Al llegar al fondo de la segunda botella de whisky, ella apoyó la cabeza en su hombro y dijo con lengua torpe: «No tienes idea del descanso que supone estar con alguien con quien no tengo que pelearme cada vez que doy una opinión. Alguien que está del lado de los recondenados ángeles. -Él esperó; después de una pausa, llegó algo más-. Él y su Familia Real, es increíble. Cricket, el Parlamento, la Reina. Esto para él nunca dejó de ser una postal en color. No podías conseguir que viera lo realmente real.» Cerró los ojos y dejó descansar una mano en la de él, como por casualidad. «Era un auténtico Saladin -dijo Jumpy-. Un hombre con una tierra santa que conquistar, su Inglaterra, 1a Inglaterra en la que él creía. Tú formabas parte de ella.» Ella se apartó de su lado girando sobre sí misma y se tendió sobre revistas, bolas de papel, desorden. «¿Parte de ella? Yo era 1a mismísima jodida Britannia. Cerveza tibia, pastel de frutas, sentido común y yo. Pero yo también soy realmente real, J.J.; realmente, realmente. -Extendió los brazos hacia él y lo atrajo hasta donde su boca le esperaba, besándolo con un gran sorbetón impropio de Pamela-. ¿Ves lo que quiero decir?» Sí; lo veía.

«Habrías tenido que oírle hablar de la guerra de las islas Falkland -dijo ella después, desasiéndose y jugando con su pelo-. "Pamela, imagina que una noche oyes un ruido en la planta baja y, cuando vas a investigar, te encuentras a un hombrón en la sala con una escopeta que te dice: Vuelve arriba. ¿Qué harías?" Yo volvería arriba, le contesté. "Pues es eso, ni más ni menos. Intrusos en la casa. Es intolerable." -Jumpy observó que apretaba los puños y se le blanqueaban los nudillos-. Yo le dije: si te empeñas en usar metáforas trasnochadas, por lo menos, úsalas con propiedad. ¿Qué ocurre cuando dos personas dicen que son dueños de una casa y uno está ocupándola y el otro se presenta con una escopeta. Porque es así.» Jumpy asintió, muy serio: «Eso es lo realmente real.» «Justo -ella le dio una palmada en la rodilla-. Lo realmente justo, Mr. Jam… es real y verdaderamente así. Realmente. Otro trago.» Ella se inclinó hacia el cassette y oprimió un botón. Jesús, pensó Jumpy, ¿Boney M? Dame un respiro. A pesar de su actitud progre en cuestión de razas, la señora tenía mucho que aprender en música. Ya empezaba el bumchicabum. Y, de pronto, sin más, él se echó a llorar, le hizo llorar de verdad la emoción fingida, la imitación del dolor a base de música discotequera. Era el salmo ciento treinta y siete, «Super río». El rey David que hacía oír su voz a través de los siglos. Cómo cantaremos la canción del Señor en un país extranjero.

«Cuando iba al colegio me obligaban a aprender de memoria los salmos -dijo Pamela Chamcha, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá-cama y los párpados apretados. Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos, llorábamos oh, oh… Paró la cinta, volvió a recostarse y recitó-: Si yo me olvidara de ti, Jerusalén, olvidada sea mi diestra. Péguese mi lengua al paladar si no me acordara de ti, si no pusiera a Jerusalén por encima de mi alegría.»