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«Hay que decírselo», insistió Salahuddin cuando las visitas se fueron. Nasreen bajó la cabeza y asintió. Kasturba prorrumpió en llanto.

Se lo dijeron a la mañana siguiente. Llamaron al especialista para que estuviera a mano, por si Changez quería preguntarle algo. El especialista, Panikkar (un nombre que los ingleses pronunciarían mal y con guasa, pensó Salahuddin, como el musulmán «Fakhar»), llegó a las diez, irradiando autosuficiencia. «Debería decírselo yo -manifestó, tomando la voz cantante-. La mayoría de los enfermos se avergüenzan de que sus seres queridos sean testigos de su miedo.» «De ninguna manera», respondió Salahuddin con una vehemencia que le asombró a sí mismo. «Bien, pues en tal caso…», dijo Panikkar encogiéndose de hombros, como disponiéndose a marchar; lo cual le hizo ganar la discusión, porque ahora Nasreen y Kasturba suplicaron a Salahuddin: «Por favor, no peleemos.» Salahuddin, derrotado, introdujo al médico a presencia de su padre y cerró la puerta del estudio.

«Tengo cáncer -dijo Changez Chamchawala a Nasreen, Kasturba y Salahuddin después de la marcha de Panikkar. Hablaba despacio, pronunciando la palabra con un esmero exagerado y desafiante-. Está muy avanzado. No me sorprende. A Panikkar le he dicho: "Se lo dije el primer día. ¿Adónde podía haber ido si no toda la sangre?"» Cuando salieron del estudio, Kasturba dijo a Salahuddin: «Desde que tú viniste había una luz en sus ojos. Ayer, con toda la gente, ¡qué contento estaba! Pero ahora sus ojos están apagados. Ahora ya no luchará.»

Aquella tarde, Salahuddin se encontró a solas con su padre mientras las dos mujeres descansaban. Entonces advirtió que él, que tanto deseaba claridad y franqueza, ahora estaba violento, con un nudo en la lengua. Pero Changez tenía algo que decir.

«Quiero que sepas que no tengo ningún problema en aceptar esto -dijo a su hijo-. De algo hay que morir. Y tampoco muero joven. No me hago ilusiones; yo sé que después de esto no voy a ninguna parte. Es el fin. Y está bien. A lo único que temo es al dolor, porque con el dolor la persona pierde la dignidad. Y no quiero que me ocurra eso.» Salahuddin estaba impresionado. Primero te encariñas con tu padre y después aprendes a respetarlo. «Dicen los médicos que el tuyo es un caso entre un millón -respondió verazmente-. Al parecer, a ti se te ha ahorrado el dolor.» Al oír esto, Changez pareció relajarse, y Salahuddin comprendió entonces lo asustado que estaba el anciano y lo mucho que deseaba saber la verdad… «Bas -dijo Changez Chamchawala con voz ronca-. Entonces estoy dispuesto. Y, a propósito, al fin vas a conseguir la lámpara.»

Una hora después empezó la diarrea: un chorro fino y negro. Las angustiadas llamadas de Nasreen al Breach Candy Hospital sirvieron para averiguar que Panikkar estaba ocupado. «Retiren el Agarol inmediatamente», ordenó el médico de guardia, que recetó Imodium en su lugar. No le hizo efecto. A las siete de la tarde, el peligro de deshidratación crecía, y Changez estaba tan débil que no podía incorporarse para tomar el alimento. No tenía apetito, pero Kasturba consiguió darle unas cucharadas de semolina con pulpa de albaricoque. «Ñam, ñam», ironizó él con su sonrisa torcida.

Se quedó dormido, pero a la una había tenido que levantarse tres veces. «Por el amor de Dios -gritaba Salahuddin por teléfono-, déme el teléfono particular de Panikkar.» Pero esto lo prohibían las normas del hospital. «Juzgue usted mismo si ha llegado el momento de ingresarlo», dijo la doctora de guardia. Asquerosa, murmuró para sus adentros Salahuddin Chamchawala. «Muchas gracias.»

A las tres, Changez estaba tan débil que Salahuddin lo llevó al baño casi en vilo. «Sacad el coche -gritó a Nasreen y Kasturba-. Nos vamos al hospital. Ahora mismo.» La prueba de que Changez estaba peor era que esta última vez consintió que su hijo le ayudara. «La mierda negra es mala», dijo, respirando con fatiga. Los pulmones se le habían congestionado de un modo espantoso; su respiración era como burbujas de aire que se abrieran camino en un engrudo. «Hay cánceres lentos, pero me parece que éste es muy rápido. Terminará pronto.» Y Salahuddin, el apóstol de la verdad, decía mentiras consoladoras: Abba, no te apures. Ya verás como te pones bien. Changez Chamchawala movió negativamente la cabeza. «Me voy, hijo», dijo. Tuvo una convulsión, y Salahuddin le sostuvo debajo de la boca un recipiente de plástico. El moribundo vomitó más de medio litro de mucosidades sanguinolentas; después, quedó tan exhausto que no podía hablar. Salahuddin lo llevó en brazos al asiento trasero del Mercedes, y Nasreen y Kasturba se sentaron una a cada lado. Salahuddin conducía a toda velocidad hacia el Breah Candy Hospital, que estaba a menos de un kilómetro calle abajo. «¿Abro la ventana, abba?», preguntó, y Changez movió la cabeza y murmuró roncamente: «No.» Mucho después, Salahuddin cayó en la cuenta de que ésta había sido la última palabra de su padre.

Urgencias. Pies que corren, enfermeros, una silla de ruedas, Changez en una cama, unas cortinas. Un médico joven haciendo lo que había que hacer, muy de prisa, pero sin dar sensación de apresuramiento. Me gusta, pensó Salahuddin. Entonces el médico le miró a los ojos y dijo: «Me parece que no saldrá de ésta.» Fue como recibir un puñetazo en el estómago. Salahuddin comprendió que aún se aferraba a una vana esperanza: le ayudarán a vencer la crisis y después nos lo llevaremos a casa; aún no ha llegado «el momento», y su primera reacción a las palabras del médico fue de rabia. Usted es el mecánico. No me diga que el coche no arranca, arréglelo. Changez estaba echado de espaldas, ahogándose. «La kurta nos impide llegar al pecho. ¿Se puede…?» Córtenla. Hagan lo que tengan que hacer. Gota a gota, la señal en una pantalla del latido que se debilita, impotencia. El joven médico que murmura: «Ya no puede durar, así que…» Entonces Salahuddin Chamchawala hizo algo brutal. Se volvió hacia Nasreen y Kasturba y dijo: «Venid, de prisa. Venid a decir adiós.» «¡Por el amor de Dios!», estalló el médico… Las mujeres, sin llorar, se acercaron a Changez y le tomaron una mano cada una. Salahuddin enrojeció de vergüenza. Nunca sabría si su padre había oído la sentencia de muerte en boca de su hijo.

Pero entonces Salahuddin encontró mejores palabras, ahora, tras largos años de ausencia, volvía a él el urdu. Todos estamos contigo, abba. Todos te queremos mucho. Changez no podía hablar, pero hizo -¿verdad que sí?-, sí, desde luego, lo hizo, un movimiento afirmativo con la cabeza. Me oyó. Entonces, bruscamente, Changez Chamchawala abandonó su cara; aún vivía, pero se había ido a otro sitio, se había vuelto hacia dentro, a mirar lo que hubiera que ver allí. Está enseñándome a morir, pensó Salahuddin. No desvía la mirada, sino que mira a la muerte cara a cara. En ningún momento de su agonía pronunció Changez Chamchawala el nombre de Dios.

«Por favor -dijo el médico-, vayan al otro lado de la cortina y déjennos que hagamos todo lo que se pueda.» Salahuddin llevó a las dos mujeres a unos pasos de distancia; y ahora, cuando una cortina les ocultaba a Changez, lloraban. «Juró que nunca me dejaría -sollozaba Nasreen, que al fin había perdido su férreo control-, y ahora se ha marchado.» Salahuddin se acercó a mirar por una rendija de la cortina, y vio cómo aplicaban la corriente al cuerpo de su padre; vio el brusco zigzag verde del pulso en la pantalla del monitor; vio al médico y a las enfermeras golpear el pecho de su padre; vio la derrota.

Lo último que había visto en la cara de su padre, antes del último e inútil esfuerzo del personal médico, fue la aparición de un terror tan profundo que le heló hasta la médula. ¿Qué había visto? ¿Qué era lo que le aguardaba, lo que nos aguarda a todos, que puso aquel miedo en los ojos de un hombre valiente? Ahora, cuando todo había terminado, volvió junto al lechó de Changez, y vio que su padre tenía los labios doblados hacia arriba en una sonrisa.