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Chamcha había oído decir que Gibreel Farishta había pinchado en su vuelta a la pantalla. Su primera película, La retirada del mar de Arabia, fue un fracaso; los efectos especiales parecían hechos en casa; la muchacha que hacía el papel de «Ayesha», la protagonista, una tal Pimple Billimoria, estaba lamentablemente desafortunada, y la interpretación que el propio Gibreel hacía del arcángel había merecido de los críticos los calificativos de narcisista y megalomaníaca. Los días en los que todo se le perdonaba habían pasado; su segunda película, Mahound, había naufragado sin dejar rastro, después de chocar con todos los escollos religiosos. «Eso le pa-pa-pasa por andar con otros productores -se lamentó Sisodia-. La co-codicia de la estre-tre-trella. En mis películas, los ef-ef-efectos siempre resultan y el buen gu-gusto también puedes darlo por desco-co-descontado.» Saladin Chamcha cerró los ojos y se reclinó en su butaca. El miedo le había hecho beber el whisky demasiado de prisa, y empezaba a darle vueltas la cabeza. Sisodia parecía no recordar su relación con Farishta, lo cual era una suerte. Aquello pertenecía al pasado. «Shhh-shh-Sridevi, en el papel de Lakshmi -enunció Sisodia, sin gran convicción-. Eso es una mina. Usted es ac-actor. Usted debería trabajar en su ti-tierra. Llámeme. Tal vez hagamos algo. Esta película: una mina de pla-pla-platino.»

Chamcha sentía vértigo. Qué extraño significado adquirían las palabras. Sólo unos días atrás, lo de su tierra le hubiera sonado a falso. Pero ahora su padre estaba muriéndose y viejas emociones alargaban tentáculos hacia él. Quizá su lengua había vuelto a rebelarse y enviaba su pronunciación al Este con el resto de su persona. Apenas se atrevía a abrir la boca.

Hacía casi veinte años, cuando el joven y recién rebautizado Saladin se ganaba la vida con apuros haciendo papelitos en el teatro londinense, con el propósito de mantenerse a distancia de su padre, y cuando Changez se retiraba a su vez, de otra manera, haciéndose a un tiempo retraído y religioso; en aquel entonces, un día, inopinadamente, el padre escribió al hijo para ofrecerle una casa. La propiedad era una mansión un tanto laberíntica situada en las montañas de Solan. «La primera propiedad que yo poseí -escribía Changez-, y la primera que te doy.» La inmediata reacción de Saladin fue ver en el ofrecimiento una trampa para hacerle volver a casa, a las redes de su padre; y cuando se enteró de que la propiedad de Solan había sido requisada hacía tiempo por el Gobierno indio a cambio de un alquiler nominal y que en ella se había instalado un colegio para niños, el regalo resultó, además, una ilusión. ¿Qué importaba a Chamcha que, si alguna vez le daba por visitar la escuela, se le tributaran honores de jefe de Estado, con desfiles y exhibiciones de gimnasia? Estas cosas halagaban la enorme vanidad de Changez, pero a Chamcha le dejaban indiferente. La realidad era que la escuela no se movería de allí y que el regalo carecía de valor y únicamente podría reportarle quebraderos de cabeza. Saladin escribió a su padre rehusando el ofrecimiento. Fue la última vez que Changez Chamchawala trató de darle algo. El hogar se distanciaba del hijo pródigo.

«Yo nunca olvido una ca-cara -decía Sisodia-. Usted es el amigo de Mi-Mi-Mimi. El superviviente del Bostan. Lo reconocí en cuanto le vi pa-pa-paralizado de miedo en la pu-pu-puerta de embarque. Espero que no se sienta muy m-mal.» Saladin, contrariado, movió la cabeza. No, estoy bien, de verdad. Sisodia, con su cabeza reluciente, hizo un guiño repulsivo a una azafata y pidió más whisky. «Qué la-lástima lo de Gibreel y su amiga -prosiguió Sisodia-. Y con un nombre tan bonito, Alie-Alie-Alleluia. ¡Qué mal carácter ese chico, y qué celos! Es muy duro para una mu-mu-muchacha mo-mo-moderna. Co-co-cortaron.» Saladin, una vez más, se refugió en la simulación del sueño. Acabo de reponerme del pasado. Déjeme en paz.

Se había declarado formalmente curado hacía sólo cinco semanas, en la boda de Mishal Sufyan y Hanif Johnson. Después de la muerte de sus padres en el incendio del Shaandaar, Mishal fue asaltada por un remordimiento terrible e infundado que hacía que su madre se le apareciera en sueños y le reprochara: «Si me hubieras dado el extintor cuando te lo pedí. Si hubieras soplado con más fuerza. Pero tú nunca escuchas lo que yo digo, y tienes los pulmones tan estropeados por los cigarrillos que no podrías apagar ni una vela, y no digamos una casa en llamas.» Bajo la severa mirada del fantasma de su madre, Mishal se mudó del apartamento de Hanif a una habitación con otras tres mujeres, solicitó y obtuvo el puesto de Jumpy Joshi en el centro deportivo y peleó con las Compañías de Seguros hasta que le pagaron. Al fin, cuando el Shaandaar estaba a punto de volver a abrir sus puertas bajo la dirección de Mishal, el fantasma de Hind Sufyan comprendió que ya era hora de irse al otro mundo, y entonces Mishal llamó por teléfono a Hanif y le pidió que se casara con ella. Él, de la sorpresa, se quedó sin habla y tuvo que pasar el teléfono a un colega que explicó que a Mr. Johnson se le había comido la lengua el gato y aceptó la oferta de Mishal en nombre del abogado mudo. Así pues, todo el mundo iba reponiéndose de la tragedia; hasta la misma Anahita, que había sido obligada a ir a vivir con una tía muy pesada y anticuada, parecía contenta el día de la boda, quizá porque Mishal le había prometido que tendría sus propias habitaciones en el renovado Shaandaar Hotel. Mishal pidió a Saladin que fuera su padrino de boda, en agradecimiento por su intento de salvar la vida de sus padres, y, cuando iban camino de la oficina del Registro en la furgoneta de Pinkwalla (todos los cargos contra el disc-jockey y su jefe, John Maslama, habían sido retirados por falta de pruebas), Chamcha dijo a la novia: «Me parece que hoy también para mí empieza una nueva vida; quizá para todos nosotros.» Él había tenido que sufrir una operación a corazón abierto: el disgusto de tantas muertes, y pesadillas en las que volvía a convertirse en una especie de demonio sulfuroso de pata hendida. Durante una temporada quedó también incapacitado profesionalmente por efecto de una profunda vergüenza, ya que, cuando los clientes empezaron por fin a llamarle otra vez para pedirle alguna de sus voces, por ejemplo, la de un guisante congelado o la de un paquete de salchichas en forma de muñeco de polichinela, el recuerdo de sus crímenes telefónicos le atenazaba la garganta estrangulando la imitación en el momento de nacer. Pero, de pronto, en la boda de Mishal se sintió liberado. Fue una ceremonia extraordinaria, debido, sobre todo, a que la joven pareja no dejaba de besarse, y la secretaria del Registro Civil (una mujer joven y agradable que también exhortó a los invitados a no beber mucho aquel día si tenían que conducir) tuvo que instarles a darse prisa en contestar a las preguntas antes de que llegara la boda siguiente. Después, en el Shaandaar, los besos continuaron, haciéndose cada vez más largos y elocuentes, hasta que los invitados empezaron a tener la impresión de que estaban de más y se marcharon sosegadamente, dejando a Hanif y Mishal tan absortos en su arrolladora pasión, que ni siquiera se dieron cuenta de la marcha de sus amigos, ni de la presencia del puñado de niños que se había congregado delante de las ventanas del Shaandaar Café para observarlos. Chamcha, el último invitado en salir, hizo el favor de bajarles las persianas a los recién casados, con disgusto de la chiquillería, y se alejó por la reconstruida High Street sintiéndose tan eufórico que hasta dio un tímido brinco.

Nada dura siempre, pensó con los ojos cerrados, sobre algún lugar de Asia Menor. Tal vez la desdicha sea el continuum a través del cual discurre la vida humana, y la alegría sólo una serie de destellos, unas islas en la corriente. O, si no la desdicha, por lo menos, la melancolía… Estas cavilaciones fueron interrumpidas por un sonoro ronquido que se oyó a su lado. Mr. Sisodia, con su vaso de whisky en la mano, se había quedado dormido.