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En el frondoso jardín, su inquieta mirada tropezó con la cepa del nogal talado. Probablemente ahora lo usan de mesa para picnics, caviló amargamente. Su padre siempre fue dado al gesto melodramático y autocompasivo, y almorzar sobre una superficie impregnada de esta carga emocional -con grandes suspiros, sin duda, entre bocado y bocado- era muy propio de él. ¿Haría también un drama de su muerte?, se preguntaba Saladin. ¡Qué fantástico melodrama podría escenificar ahora el viejo granuja para conquistar las simpatías del público! Todo el que está cerca de un moribundo se halla totalmente a su merced. Los golpes que se dan desde un lecho de muerte te dejan cardenales para siempre.

Su madrastra salió de la mansión de mármol del moribundo y recibió a Chamcha sin asomo de rencor. «Salahuddin, me alegra que hayas venido. Le levantará el espíritu, y ahora es con el espíritu con lo que tiene que luchar, porque su cuerpo está más o menos acabado.» Tendría unos seis o siete años menos de los que hubiera tenido ahora la madre de Saladin, y la misma complexión de pajarito. Por lo menos en esta cuestión, su padre, hombre corpulento y expansivo, se había mostrado consecuente. «¿Cuánto tiempo le queda?», preguntó Saladin. Nasreen, tal como indicaba el telegrama, no se hacía ilusiones. «Podría ocurrir en cualquier momento.» El mieloma estaba presente en todos los «huesos largos» de Changez -el cáncer había traído a la casa su propio vocabulario; aquí ya no se decía brazos y piernas- y en el cráneo. Las células cancerosas se habían detectado incluso en la sangre contigua a los huesos. «Debimos sospecharlo -dijo Nasreen, y Saladin empezó a percibir la fortaleza de la anciana, la fuerza de voluntad con la que reprimía sus sentimientos-. Su acusada pérdida de peso durante los dos últimos años. También se quejaba de dolor, por ejemplo, en las rodillas. Pero ya sabes lo que ocurre. Cuando se trata de una persona anciana, echas la culpa a la edad, no sospechas que una enfermedad maligna y asquerosa…» Se interrumpió, por la necesidad de controlarse la voz. Kasturba, la ex ayah, se reunió con ellos en el jardín. Resultó que Vallabh, su marido, había muerto de vejez hacía casi un año, mientras dormía: una muerte más clemente que la que ahora devoraba el cuerpo de su señor, el seductor de su esposa. Kasturba todavía usaba los viejos saris chillones de Nasreen I: hoy había elegido uno blanco y negro, con un mareante dibujo Op-Art. También ella saludó cariñosamente a Saladin: abrazos besos lágrimas. «Yo no dejaré de pedir un milagro mientras haya un soplo de vida en sus pobres pulmones.»

Nasreen II abrazó a Kasturba; cada una apoyaba la cabeza en el hombro de la otra. La intimidad entre las dos mujeres era espontánea y estaba exenta de resentimiento; como si la proximidad de la muerte hubiera arrastrado las riñas y los celos de la vida. Las dos ancianas se consolaban mutuamente en el jardín de la pérdida inminente de lo más precioso del mundo: el amor. O, mejor dicho: el amado. «Entra -dijo finalmente Nasreen a Saladin-. Debe verte cuanto antes.»

«¿Lo sabe él?», preguntó Saladin. Nasreen respondió evasivamente: «Es un nombre inteligente. No hace más que preguntar: ¿adónde ha ido toda la sangre? Él dice que sólo hay dos enfermedades que se coman la sangre de este modo. Una es la tuberculosis.» Pero Saladin insistió: ¿nunca ha pronunciado la palabra? Nasreen bajó la cabeza. La palabra no había sido pronunciada ni por Changez ni por nadie en su presencia. «¿Y no debería saberlo? -preguntó Chamcha-. ¿No tiene derecho un hombre a prepararse para su muerte?» Vio que los ojos de Nasreen llameaban un instante. ¿Qué te has creído, venir a decirnos lo que tenemos que hacer? Tú abdicaste de todos tus derechos. Luego se apagaron y cuando habló su voz era neutra, serena, grave. «Quizá tengas razón.» Pero Kasturba gimió: «¡No! ¿Y cómo vamos a decírselo, pobre hombre? Le destrozará el corazón.»

El cáncer había espesado la sangre de Changez de tal manera que el corazón la bombeaba con gran dificultad. También el sistema circulatorio estaba contaminado de cuerpos extraños, plaquetas que atacaban toda la sangre que se le transfundía, aunque fuera de su propio tipo. De manera que ni siquiera con esto podría ayudarle, comprendió Saladin. Changez podía morir de estas complicaciones antes de que el cáncer lo matara. Si moría de cáncer, el fin llegaría en forma de pulmonía o de fallo del riñón; los médicos, sabiendo que nada podían hacer por él, lo habían enviado a casa, a esperar el fin. «El mieloma afecta a todo el organismo, por lo que ni la quimioterapia ni la radioterapia están indicadas -explicó Nasreen-. El único medicamento es el Melphalan, que, en algunos casos, puede prolongar la vida, incluso durante años. Pero nos han dicho que su caso es de los que no responden al Melphalan.» Pero no se lo habéis dicho, insistían las voces interiores de Saladin. Y eso está mal, muy mal. «De todos modos, un milagro ya ha ocurrido -exclamó Kasturba-. Los médicos dijeron que normalmente éste es uno de los tipos de cáncer más dolorosos; y tu padre no tiene dolor. Si rezas, a veces se te concede un favor.» Fue por esta extraña ausencia de dolor por lo que resultó tan difícil diagnosticar el cáncer; llevaba por lo menos dos años extendiéndose por el cuerpo de Changez. «Deseo verle ya», pidió suavemente Saladin. Un criado había entrado su equipaje mientras hablaban; ahora, por fin, él siguió a sus trajes al interior.

Por dentro, la casa estaba igual -la generosidad de la segunda Nasreen para con la memoria de la primera parecía infinita, por lo menos durante estos días, los últimos que su común esposo pasaba en la tierra-, salvo por la colección de pájaros disecados (abubillas y raras cotorras cubiertas por campanas de cristal, un pingüino rey de gran tamaño, con el pico infestado de diminutas hormigas rojas en el vestíbulo de mármol y mosaico) y las vitrinas de mariposas atravesadas por alfileres, que Nasreen había traído a la casa. Saladin avanzó por aquella variopinta galería de alas muertas hacia el estudio de su padre – Changez había mandado que lo sacaran de su dormitorio y le instalaran una cama en la planta baja, en aquel refugio que tenía las paredes cubiertas de libros apolillados, para que la gente no tuviera que estar todo el día subiendo y bajando escaleras para cuidarlo- y llegó, finalmente, a la puerta de la muerte.

De joven, Changez Chamchawala había adquirido la desconcertante habilidad de dormir con los ojos abiertos para «mantenerse alerta», como solía decir. Ahora, cuando Saladin entró suavemente en la habitación, el efecto de aquellos ojos grises que miraban ciegamente al techo resultó francamente sobrecogedor. Durante un momento, Saladin pensó que había llegado tarde, que Changez había muerto mientras él charlaba en el jardín. Entonces, el hombre de la cama tosió débilmente, volvió la cara y alargó un brazo vacilante. Saladin Chamcha fue hacia su padre e inclinó la cabeza bajo la palma de la mano del anciano.

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Enamorarte de tu padre al cabo de largas décadas de discordia es un sentimiento hermoso y sereno; una renovación, una infusión de vida nueva, quería decir Saladin, pero no lo dijo, porque le parecía que tenía algo de vampirismo; como si, al extraer de su padre esta vida nueva, dejara espacio a la muerte en el cuerpo de Changez. Pero hora tras hora, aunque no lo decía, Saladin se sentía más próximo a muchos viejos y descartados yos, muchos Saladins -o, mejor dicho, Salahuddins- que se habían desgajado cada vez que él hacía una elección en su vida, pero que, al parecer, habían seguido existiendo, quizás en los universos paralelos de la teoría de los quanta. El cáncer había dejado a Changez Chamchawala literalmente con la piel y los huesos; las mejillas se le habían hundido en los huecos del cráneo y tenía que colocar una almohada de gomaespuma debajo de sus posaderas a causa de la atrofia de sus carnes. Pero también le había despojado de sus defectos, de todo lo que tenía de dominante, tiránico y cruel, de manera que el hombre irónico, cariñoso y brillante que había debajo estaba otra vez de manifiesto, a la vista de todos. Si hubiera sido así toda su vida, pensó Saladin (que, por primera vez en veinte años, empezaba a encontrar atractivo el sonido de su nombre completo, no abreviado a la inglesa). Qué triste es encontrar a tu padre cuando ya no puedes decirle nada más que adiós.