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La mañana de su regreso, el padre pidió a Salahuddin Chamchawala que le afeitase. «Estas mujeres mías no saben ni por dónde hay que agarrar la Philishave.» La piel de la cara de Changez colgaba en pliegues suaves y correosos y su barba (cuando Salahuddin vació la máquina) parecía ceniza. Salahuddin no recordaba desde cuándo no tocaba la cara de su padre de aquel modo, alisando la piel antes de pasar la máquina de pilas y luego acariciándola para cerciorarse de que estaba bien rasurada. Cuando terminó, durante un momento siguió deslizando los dedos por las mejillas de Changez. «Mira al viejo -dijo Nasreen a Kasturba al entrar en la habitación-; no puede apartar los ojos de su hijo.» Changez Chamchawala sonrió ampliamente con fatiga, enseñando una boca llena de dientes deteriorados, manchados y con restos de alimentos.

Cuando su padre volvió a dormirse después de beber, obligado por Kasturba y Nasreen, una pequeña cantidad de agua y se quedó mirando -¿el qué?- con sus ojos abiertos y soñadores que podían ver tres mundos a la vez: el real de su estudio, el mundo fantástico de los sueños y la otra vida que se acercaba (o así lo pensó Salahuddin, en un momento en que dejó vagar la imaginación); entonces el hijo subió al antiguo dormitorio de Changez a descansar. Grotescas figuras de terracota le miraban amenazadoramente desde las paredes: un demonio con cuernos; un árabe de sonrisa soez que llevaba un halcón en el hombro, y un hombre calvo que ponía los ojos en blanco y sacaba la lengua con gesto de pánico cuando una enorme mosca negra se le posaba en la ceja. Incapaz de dormir debajo de aquellas figuras que había visto, y también odiado, toda su vida, porque veía en ellas el retrato de Changez, acabó por irse a otra habitación más neutra.

Despertó a última hora de la tarde, y al bajar encontró a las dos mujeres delante de la habitación de Changez, tratando de ordenar el horario de la medicación. Aparte de la diaria tableta de Melphalan, se le habían recetado una serie de específicos, a fin de tratar de combatir las perniciosas complicaciones del cáncer: anemia, insuficiencia cardíaca, etcétera. Isosorbide, dinitrato, dos tabletas, cuatro veces al día; Furosemida, una tableta, tres veces; Prednisolona, seis tabletas, dos veces… «Yo me encargo de eso -dijo a las mujeres, que le miraron con alivio-. Es lo menos que puedo hacer.» Agarol para el estreñimiento, Spironolactona para Dios sabe qué y Allopurinol, un zilórico; de pronto recordó, disparatadamente, una vieja reseña teatral en la que Kenneth Tynan, el crítico inglés, imaginó a los personajes de Tamerlán el Grande, de Marlowe, de nombres largos y altisonantes, como una «horda de píldoras y drogas mágicas empeñadas en aniquilarse mutuamente»:

¿Me desafías, insolente Barbitúrico?
Señor mío, tu abuelo ha muerto, el viejo Nembutal.
Las estrellas del firmamento llorarán por Nembutal…
¿No es timbre de valor ser rey
Aureomicina y Formaldehído,
No es timbre de valor ser rey
Y cabalgar triunfante por Anfetamina?

¡Las cosas que nos trae la memoria! Pero quizás este Tamerlán farmacéutico no estuviera fuera de lugar en este estudio lleno de libros apolillados, en el que otro monarca caído esperaba el final con los ojos abiertos a tres mundos. «Vamos, vamos, abba -dijo entrando alegremente a presencia del rey-. Es hora de salvarte la vida.»

En el mismo sitio todavía, en una repisa del estudio de Changez: cierta lámpara de cobre y latón con fama de maravillosa aunque (nunca la habían frotado) no demostrada aún. Un poco mate, parecía contemplar a su dueño moribundo; y era contemplada, a su vez, por su único hijo. El cual durante un instante sintió la tentación de cogerla, frotarla tres veces y pedir una fórmula mágica al djinni del turbante…, pero Salahuddin la dejó donde estaba. Aquél no era lugar para djinns, afreets ni diablos; aquí no se admitía a trasgos ni fantasías. Ni fórmulas mágicas; sólo la inoperancia de las píldoras. «Aquí está el hombre de la medicina», canturreó Salahuddin, haciendo tintinear los frasquitos para despertar a su padre. «Medicinas -dijo Changez con una mueca infantil-. Eek, buaak, tch.»

* * *

Aquella noche, Salahuddin obligó a Nasreen y Kasturba a acostarse cómodamente en sus propias camas mientras él se instalaba junto a Changez en un colchón en el suelo, para vigilarlo. Después de su dosis de medianoche de Isosorbide, el moribundo durmió tres horas y luego tuvo necesidad de ir al baño. Salahuddin prácticamente lo levantó en vilo y quedó impresionado por lo poco que pesaba. Changez siempre fue un peso fuerte, pero ahora no era más que un almuerzo viviente para las células cancerosas… En el baño, Changez rehusó su ayuda. «No consiente que nadie le haga nada -se lamentaba Kasturba cariñosamente-. Es un hombre muy pudoroso.» Al volver a la cama, Changez se apoyaba ligeramente en el brazo de Salahuddin y andaba arrastrando sus pies planos en unas viejas chanclas. Los pocos pelos que le quedaban se erguían en ángulos grotescos, la cabeza se proyectaba hacia delante sobre un cuello frágil y arrugado. Salahuddin sintió de pronto el deseo de levantar al anciano en brazos y acunarlo con canciones dulces de consuelo. Pero lo que hizo fue soltar, en aquél, el menos indicado de los momentos, una petición de reconciliación: «Abba, he venido porque no quería que entre nosotros siguiera habiendo desavenencias…» Idiota de mierda. Que el diablo te lleve, estúpido. ¡Y en plena puta noche! Es decir, que si no sospechaba que se muere, esa frasecita de despedida se lo dirá claramente. Changez siguió arrastrando los pies; oprimió ligeramente el brazo de su hijo. «Eso ya no importa -dijo-. Lo que fuera, ya está olvidado.»

Por la mañana, Nasreen y Kasturba llegaron con saris limpios, la cara descansada y protestando: «Fue tan terrible dormir lejos de él, que no pegamos ojo.» Cayeron sobre Changez con unas caricias tan tiernas que Salahuddin volvió a experimentar la sensación de espiar en la intimidad ajena que tuvo en la boda de Mishal Sufyan. Salió discretamente de la habitación mientras los tres amantes se abrazaban, se besaban y lloraban.

La muerte, el hecho trascendental, envolvía con su hechizo la casa de Scandal Point. Salahuddin se rindió a él como todos los demás, incluso Changez, que aquel segundo día hasta empezó a esbozar su sonrisa torcida de antaño, la que quería decir: sé muy bien lo que pasa; disimulo, pero no creas que me engañas. Kasturba y Nasreen se desvivían por atenderle, cepillándole el pelo, convenciéndole para que comiera o bebiera. Se le había hinchado la lengua, por lo que tenía dificultad para articular las palabras y tragar los alimentos; no quería nada fibroso, ni siquiera las pechugas de pollo, que tanto le habían gustado toda su vida. Una cucharada de sopa o de puré de patata, un bocado de flan. Comida infantil.

Cuando se incorporaba en la cama, Salahuddin se sentaba detrás de él para que Changez pudiera apoyarse en el cuerpo de su hijo mientras comía.

«Abrid la casa -ordenó Changez aquella mañana-. Quiero ver caras alegres y no sólo las vuestras, tan largas.» Conque, al cabo de tanto tiempo, vino la gente: jóvenes y viejos; tíos, tías y primos casi olvidados; unos cuantos camaradas de los viejos tiempos del movimiento nacionalista, caballeros de espalda erguida, pelo cano, chaqueta achkan y monóculo; empleados de las distintas fundaciones y sociedades filantrópicas constituidas por Changez años atrás; fabricantes competidores de productos agroquímicos. Gentes de la más diversa especie, pensó Salahuddin; pero se admiraba de lo bien que todos se comportaban en presencia del moribundo: los jóvenes le hablaban con toda confianza de su vida, como para darle a entender que la vida en sí era invencible, ofreciéndole el rico consuelo de sentirse miembro de la gran procesión de la raza humana, mientras que los viejos evocaban el pasado, de manera que él advertía que nada estaba olvidado, nada perdido; que, a pesar de los años de aislamiento voluntario, él seguía unido al mundo. La muerte hace aflorar lo mejor de las personas; era bueno poder comprobar -advirtió Salahuddin- que los seres humanos también podían ser así: considerados, cariñosos, incluso nobles. Todavía podemos ser elevados, pensó con satisfacción; a pesar de todo, aún podemos ser trascendentes. Una joven muy bonita -Salahuddin pensó que probablemente era su sobrina, y se sintió avergonzado de no saber su nombre- con una Polaroid retrataba a Changez con sus visitas, y el anciano se divertía enormemente, haciendo muecas y luego besando las muchas mejillas que se le ofrecían, con una luz en los ojos que Salahuddin identificó como nostalgia. Es como una fiesta de cumpleaños, pensó. O también: como el despertar de Finnegan, en que el muerto se niega a tumbarse y dejar que los vivos se diviertan solos.