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Una mujer pequeñita de unos setenta y cinco años fue conducida al estrado que se levantaba a un extremo de la sala por un hombre huesudo que, según observó Chamcha casi con alivio, parecía realmente un dirigente del Poder Negro americano, concretamente el joven Stokely Carmichael -las mismas vehementes gafas-, y que hacía las veces de una especie de presentador. Resultó ser Walcott Roberts, hermano menor del doctor Simba, y la ancianita, Antoinette, su madre. «Sabe Dios cómo saldría de esa mujer algo tan grande como Simba», susurró Jumpy, y Pamela frunció el entrecejo con severidad por un sentimiento nuevo de solidaridad con todas las embarazadas, del pasado tanto como del presente. Pero cuando Antoinette Roberts empezó a hablar, su voz era lo bastante potente para llenar la sala sólo por capacidad pulmonar. Ella quería hablar del comportamiento de su hijo en la vista preliminar, y la señora tenía elocuencia. La suya era la que Chamcha consideraba una voz educada; hablaba con el acento de la BBC del que ha aprendido la pronunciación inglesa por la radio, pero también había evangelio en sus palabras, y sermón del fuego infernal. «Mi hijo llenó esa sala -dijo al silencioso auditorio-. Señor, y cómo la llenó. Sylvester (ya me perdonaréis si uso el nombre que yo le puse, sin menospreciar el nombre de guerrero que él eligió para sí; es sólo por la costumbre), Sylvester, se alzó en aquella sala como Leviatán de las olas. Quiero que sepáis cómo habló: habló alto y habló claro. Habló mirando al adversario a los ojos, y ¿creéis que el fiscal le hizo bajar la mirada? Ni en un mes de domingos. Y quiero que sepáis lo que dijo: "Yo comparezco aquí", declaró mi hijo, "porque he optado por desempeñar el viejo y honorable papel del negro arrogante. Estoy aquí porque no estuve dispuesto a parecer razonable. Estoy aquí por mi ingratitud." Era un coloso entre enanos. "Que nadie se equivoque", dijo en ese tribunal, "estamos aquí, hemos venido a cambiar las cosas. Yo reconozco, desde luego, que nosotros también seremos cambiados; africanos, caribeños, indios, pakistaníes, bangladeshíes, chipriotas, chinos, somos diferentes de como seríamos si no hubiéramos cruzado el océano, si nuestras madres y nuestros padres no hubieran cruzado los cielos en busca de trabajo y dignidad y de una vida mejor para sus hijos. Hemos sido hechos de nuevo; pero digo que también nosotros reharemos esta sociedad, la reformaremos de arriba abajo. Nosotros seremos los leñadores que cortarán la madera muerta y los jardineros de la madera nueva. Ahora nos toca a nosotros". Quiero que penséis en lo que mi hijo, Sylvester Roberts, el doctor Uhuru Simba, ha dicho en la sala de justicia. Pensad en ello mientras decidimos lo que hay que hacer.»

Su hijo Walcott la ayudó a bajar del estrado entre los vítores y cantos; ella inclinó la cabeza sobriamente en dirección al ruido. Siguieron discursos menos carismáticos. Hanif Johnson, abogado de Simba, hizo una serie de sugerencias: la galería de visitantes debía estar llena a rebosar; los jueces debían darse cuenta de que eran observados; habría piquetes en la puerta de la audiencia, y se organizarían turnos; se necesitaba recaudar fondos. Chamcha murmuró a Jumpy: «Nadie habla de sus antecedentes de agresión sexual.» Jumpy se encogió de hombros. «Algunas de las mujeres a las que atacó están en esta sala. Mishal, por ejemplo, está ahí, fíjate, en el rincón, al lado del estrado. Pero no es el momento ni el lugar para hablar de eso. La conducta sexual de Simba es, digamos, un problema familiar. Mientras que aquí se trata de los problemas del Hombre.» En otras circunstancias, Saladin habría tenido mucho que decir en respuesta a esta afirmación. Por ejemplo, habría argumentado que los antecedentes de violencia de un hombre no podían descartarse tan fácilmente ante una acusación de asesinato. También, que no le gustaba el empleo de términos americanos tales como «el Hombre» en el peculiar contexto británico, porque aquí no había un pasado de esclavitud; parecía un intento de robar atributos a otras luchas más peligrosas, como tampoco podía aplaudir la decisión de los organizadores de alternar los discursos con canciones tan significativas como We Shall Overcome e, incluso, Por todos los santos del cielo Nkosi Sikelel' iAfrika. Como si todas las causas fueran una, y todas las historias, intercambiables. Pero no dijo ninguna de estas cosas, porque empezaba a darle vueltas la cabeza y a perder el sentido, ya que, por primera vez en su vida, había tenido una portentosa premonición de su muerte.

Hanif Johnson terminaba su discurso. Como ha escrito el doctor Simba, lo nuevo entrará en esta sociedad por los actos colectivos, no por los individuales. Citaba, según observó Chamcha, uno de los más populares slogans de Camus. El paso de la palabra a la acción moral, decía Hanif, tiene un nombre: humanización. Y ahora una bonita joven angloasiática, con una nariz un poquito bulbosa y una voz de blues grave y ligeramente cascada, se entregó a la canción de Bob Dylan / Pity the Poor Immigrant. Otra nota falsa e importada, porque aquella canción parecía un poco hostil hacia los inmigrantes, aunque había frases que te hacían vibrar, como la de las visiones del inmigrante que se rompen como el cristal, y de que está obligado a «construir su ciudad con sangre». A Jumpy, empeñado en resucitar con su poesía la vieja imagen racista de los ríos de sangre, debía de gustarle aquello. Estas cosas las experimentaba y pensaba Saladin como desde una considerable distancia. ¿Qué había sucedido? Esto: cuando Jumpy Joshi le hizo notar la presencia de Mishal en la sala, Saladin Chamcha, al mirarla, vio arder un fuego en el centro de la frente de la muchacha; y sintió, en el mismo instante, el batir y la sombra fría de un par de alas gigantescas. Se le nubló la vista, fenómeno que suele acompañar a la visión doble, porque le parecía que miraba a dos mundos a la vez; uno, la sala de actos, brillantemente iluminada, prohibido fumar, y el otro, un mundo de fantasmas en el que Azraeel, el ángel exterminador, bajaba en picado hacia él, y en el que la frente de una muchacha podía desprender llamas amenazadoras. Para mí ella es la muerte, eso es lo que significa, pensó Chamcha en uno de los dos mundos, mientras en el otro se decía que no fuera idiota; muchos de los que estaban en la sala llevaban esos estúpidos adornos tribales que últimamente se habían puesto de moda: aureolas de neón verde o cuernos de diablo pintados con fósforo; Mishal, probablemente, llevaría alguna pieza de bisutería de la Era espacial. Pero su otro yo volvió a la carga: esa chica te está vedada, le decía, no se nos ofrecen todas las posibilidades. El mundo es finito; nuestras ilusiones lo desbordan. Y en aquel momento entró en escena su corazón patapum, pumba, badabam.

Estaba fuera, Jumpy le atendía solícito y hasta la propia Pamela parecía preocupada. «La que está embarazada soy yo», le dijo con cierto rudo afecto. «¿Y quién te mandaba desmayarte? -insistía Jumpy-. Vale más que vengas conmigo a mi clase; descansas un rato y después te acompaño a casa.» Pero Pamela quería llamar a un médico. No, no, iré con Jumpy. No pasa nada. Es que ahí dentro hacía calor. Faltaba el aire. La ropa era de mucho abrigo. Una tontería. Nada.

Había un cine de arte y ensayo al lado de la sala de actos, y Saladin estaba apoyado en el cartel de una película. La película era Mefisto, la historia de un actor que es seducido por el nazismo. En el cartel, el actor -el alemán Klaus Maria Brandauer- estaba vestido de Mefistófeles, con la cara blanca, una capa negra y los brazos levantados. Sobre su cabeza había unas líneas de Fausto:

¿Quién eres pues?
Parte de ese Poder, no comprendido,
Que siempre quiere el Mal, y siempre hace el Bien.