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En el centro deportivo casi no se atrevía a mirar a Mishal (que también había salido de la reunión de Simba con tiempo para ir a clase). Aunque ella le saludó efusivamente, has vuelto, apuesto que porque querías verme, qué bien, él apenas consiguió decirle dos palabras con un mínimo de cortesía y mucho menos, preguntar llevabas un no sé qué luminoso en medio de la, porque ahora no lo llevaba, mientras levantaba las piernas y flexionaba su cuerpo largo, esplendoroso con sus leotardos negros. Hasta que, al advertir su frialdad, ella se retrajo, confusa y dolida.

«Nuestra otra estrella no ha venido hoy -dijo Jumpy a Saladin durante un descanso-. Miss Alleluia Cone, la mujer que subió al Everest. Me hubiera gustado presentártela. Ella conoce, bueno, al parecer, vive con Gibreel. Gibreel Farishta, el actor, el otro superviviente de la catástrofe.»

El cerco se está cerrando. Gibreel derivaba hacia él, al igual que la India cuando, después de desgajarse del protocontinente de Gondwanaland, flotó hacia Laurasia. (Distraídamente, advirtió que sus procesos mentales sacaban extraños símiles.) Cuando colisionaran, la fuerza del choque levantaría Himalayas. ¿Qué es una montaña? Un obstáculo; una trascendencia; sobre todo, un efecto.

«¿Adónde vas? -le gritaba Jumpy-. Habíamos quedado en que yo te llevaría. ¿Te encuentras bien?

Perfectamente. Necesito andar un poco, y basta.

«De acuerdo, pero sólo si estás seguro.»

Seguro. Salir de prisa, sin mirar hacia la resentida Mishal… La calle. De prisa, hay que marcharse cuanto antes de este sitio funesto, de este submundo. Dios: no hay escape. Unos escaparates, una tienda de instrumentos musicales, trompetas saxofones oboes, ¿cómo se llama?, «Buen Viento», y aquí, en el escaparate, un cartel barato. Que anuncia la vuelta inminente de, justo, el arcángel Gibreel. Su vuelta y la salvación del mundo. Camina. Vete pronto.

Para ese taxi. (Sus ropas inspiran deferencia al taxista.) Suba, caballero; ¿le molesta la radio? Un científico que estaba en aquel secuestro aéreo y perdió media lengua. Americano. Se la reconstruyeron, dice, con carne que le sacaron del trasero, con perdón. A mí no me haría ninguna gracia que me metieran un cacho de posadera en la boca, pero el pobre tío no tenía elección. Un tipo raro. Y con unas ideas curiosas.

En la radio, Eugene Dumsday, con su nalguda lengua, hablaba de las lagunas de los restos fósiles. El diablo quería silenciarme, pero el buen Dios y la técnica quirúrgica americana se lo impidieron. Estas faltas eran el caballo de batalla del creacionista: si lo de la selección natural era verdad, ¿dónde estaban las mutaciones casuales descartadas? ¿Dónde estaban los niños monstruos, las crías deformes de la evolución? Los fósiles no soltaban prenda. Ni un solo caballo de tres patas. Es inútil discutir con esa gente, dijo el taxista. Yo personalmente no paso por eso de Dios. Inútil, una pequeña parte de la razón de Chamcha estaba de acuerdo. Inútil sugerir que «los restos fósiles» fueran una especie de archivo. Además, desde Darwin la teoría de la evolución había recorrido un largo camino. Ahora se argumentaba que en las especies se producían cambios importantes, no del modo ciego y casual que se creía al principio, sino a grandes saltos. La historia de la vida no era un avance desordenado -al estilo tan inglés de la clase media- que la filosofía victoriana quiso que fuera, sino algo violento, una cosa de transformaciones dramáticas y acumulativas: según la vieja fórmula, más revolución que evolución. Ya tengo bastante, dijo el taxista. Eugene Dumsday se desvaneció del éter siendo sustituido por música disco. Ave arque vale.

Aquel día Saladin Chamcha comprendió que había estado viviendo en un estado de paz falsa, que el cambio en él era irreversible. Un mundo nuevo y sombrío se había abierto ante él (o dentro de él) cuando cayó del cielo; por más que él se aplicara a tratar de recrear su vieja existencia, aquello, ahora lo veía, era un hecho que no podía deshacerse. Creía ver ante él una carretera que se bifurcaba hacia derecha e izquierda. Cerró los ojos, se arrellanó en el asiento del taxi y escogió el camino de la izquierda.

2

La temperatura siguió subiendo; la ola de calor llegó a su punto culminante y se mantuvo en él durante tanto tiempo que toda la ciudad, sus edificios, sus ríos y canales y sus habitantes se aproximaron peligrosamente al punto de ebullición; entonces Mr. Billy Battuta y su compañera, Mimi Mamoulian, recién llegados a la metrópoli después de ser huéspedes de la autoridad penal de Nueva York, anunciaron una gran fiesta para celebrar su «salida». Los socios de Billy consiguieron que su causa fuera vista por un juez bien dispuesto; la simpatía personal del acusado hizo que todas y cada una de las ricas «primas» a las que había extraído generosas sumas para la recompra de su alma al diablo (incluida Mrs. Struwelpeter) firmaran una petición de clemencia, en la que las señoras expresaban su convicción de que Mr. Battuta se había arrepentido sinceramente de su error, y solicitaban, considerando su promesa de concentrarse en lo sucesivo en su brillante carrera empresarial (cuya utilidad social en términos de creación de riqueza y de puestos de trabajo, apuntaban, debía ser tomada en consideración por el tribunal como atenuante de sus delitos), y su propósito de someterse a tratamiento psiquiátrico para vencer su debilidad por las travesuras ilegales, solicitaban, decía, de Su Señoría le impusiera una pena más leve que la cárcel, «la finalidad disuasoria que comporta tal encarcelamiento quedaría mejor servida, en este caso -en opinión de las señoras -, por una condena de naturaleza más cristiana». A Mimi, considerada simple instrumento de Billy cegada por el amor, se le dejó la sentencia en suspenso; para Billy, la pena fue deportación y una fuerte multa, pena considerablemente aligerada al otorgar el juez la petición del abogado de Billy de que se concediera a su cliente la oportunidad de salir del país voluntariamente, sin tener el estigma de la orden de deportación estampado en el pasaporte, lo cual causaría grave daño a sus múltiples intereses comerciales. Veinticuatro horas después del juicio, Billy y Mimi estaban otra vez en Londres, carcajeándose de todo ello en el Crockford's y enviando artísticas invitaciones para la que prometía ser la fiesta de las fiestas de aquella temporada excepcionalmente calurosa. Una de las invitaciones, con ayuda de Mr. S. S. Sisodia, llegó a la residencia de Alleluia Cone y Gibreel Farishta; otra fue a parar, con cierto retraso, a la guarida de Saladin Chamcha, deslizada por debajo de la puerta por el solícito Jumpy. (Mimi llamó a Pamela para invitarla, agregando, con su rudeza habitual: «¿Tienes idea de dónde puede estar tu marido?» A lo que Pamela respondió con un balbuceo muy inglés, sí, este… pero. Mimi le sacó toda la historia en menos de media hora, lo cual no está mal, y concluyó en tono triunfal: «Parece que se te arreglan las cosas, Pam. Tráetelos a los dos; trae a todo el mundo. Será un circo.»)

El escenario de la fiesta fue otro de los inexplicables triunfos de Sisodia: consiguió, al parecer gratuitamente, el gigantesco escenario de los estudios cinematográficos Shepperton, por lo que los invitados tendrían a su disposición la enorme reproducción del Londres dickensiano que se había construido en él. Una adaptación musical de la última novela del gran escritor, rebautizada ¡Amigo!, con libreto y música del célebre genio de la revista Mr. Jeremy Bentham, había tenido un éxito colosal en el West End y en Londres, a pesar de lo macabro de algunas de sus escenas; ahora, por consiguiente, Los cantaradas, como era conocida en el medio, recibía los honores de una producción cinematográfica de gran presupuesto. «Los de re-re-relaciones pu-públicas -dijo Sisodia a Gibreel por teléfono- piensan que una fi-fi-fiesta con tanto fa-fa-famoso será un buen co-co-comienzo de ca-ca-campafia.»