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Por lo tanto, en su primera noche en casa, Saladin Chamcha salió a la calle -«¡Eh, hombre! ¡No pasa nada!» Jumpy, aterrorizado, le saludó juntando las manos para disimular el miedo- y convenció al amante de su esposa de que se acostara con ella. Luego volvió al piso de arriba, porque Jumpy, confuso, no quería entrar en la casa mientras Chamcha estuviera a la vista.

«¡Qué hombre! -sollozó Jumpy a Pamela-. ¡Es un príncipe, un santo!»

«Si no te callas, te echo al perro», advirtió Pamela Chamcha, al borde de la apoplejía.

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Jumpy siguió considerando perturbadora la presencia de Chamcha, que le parecía (a juzgar por su conducta) una sombra amenazadora a la que había que apaciguar constantemente. Cuando preparaba algún guiso para Pamela (con gran sorpresa y alivio de ella, Jumpy había resultado todo un chef de la cocina mughlai) él insistía en invitar a Chamcha a comer con ellos y, cuando Saladin se excusaba, le subía una bandeja, explicando a Pamela que lo contrario sería una grosería y hasta una provocación. «¡Fíjate lo que consiente bajo su propio techo! Este hombre es un gigante; lo menos que podemos hacer es ser corteses.» Pamela, con creciente indignación, tenía que soportar una serie de actos de este tenor con las homilías correspondientes. «Nunca hubiera creído que fueras tan convencional», rezongaba, y Jumpy respondía: «Es, simplemente, cuestión de respeto.» En nombre del respeto, Jumpy llevaba a Chamcha tazas de té, periódicos y correo: cada vez que llegaba a la enorme casa, no dejaba de subir a hacerle una visita de veinte minutos por lo menos, el tiempo mínimo que su sentido de la cortesía consideraba adecuado, mientras Pamela paseaba y se servía bourbon tres pisos más abajo. Llevaba a Saladin pequeños obsequios: ofrendas propiciatorias de libros, viejos programas de teatro y máscaras. Cuando Pamela protestaba, él argumentaba con un apasionamiento inocente y testarudo: «No podemos hacer como si él fuera invisible. Está aquí, ¿no? Pues tenemos que darle entrada en nuestra vida.» Pamela respondió agriamente: «¿Por qué no le invitas a que se acueste con nosotros?» A lo que Jumpy respondió completamente en serio: «No creí que tú consintieras.»

A pesar de su incapacidad para relajarse y aceptar con naturalidad la presencia de Chamcha en el piso alto, en el interior de Jumpy Joshi algo se había apaciguado al recibir de aquel modo tan poco usual la bendición de su antecesor. Ahora que podía reconciliar los imperativos del amor y de la amistad, estaba mucho más alegre y sentía que en su interior arraigaba la idea de la paternidad. Una noche tuvo un sueño que por la mañana le hizo llorar de ilusionada esperanza: un simple sueño, en el que él corría por una avenida arbolada, ayudando a un niño a montar en bicicleta. «¿No estás contento de mí? -gritaba el niño, jubiloso-. Mira, ¿no estás contento?»

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Pamela y Jumpy intervenían en la campaña organizada para protestar por la detención del doctor Uhuru Simba por los asesinatos del Destripador de Abuelas. También esto lo discutió Jumpy con Saladin en el último piso. «Todo está amañado, a base de pruebas circunstanciales e insinuaciones. Hanif dice que por las brechas que hay en la acusación podría pasar un camión. Es, sencillamente una encerrona; lo que está por ver es hasta dónde piensan llegar. Que lo procesan, es seguro. Incluso quizá tengan testigos que declaren que le vieron despedazar a las ancianas. Depende de las ganas que tengan de cazarlo. Yo diría que bastantes. Hace tiempo que se le oye mucho en esta ciudad.» Chamcha aconsejó prudencia. Recordando el odio de Mishal Sufyan hacia Simba, dijo: «Ese hombre tiene antecedentes de violencia contra las mujeres, ¿no?» Jumpy volvió las palmas de las manos hacia fuera. «En su vida personal -reconoció-, ese hombre es mierda. Pero eso no quiere decir que vaya por ahí destripando a ciudadanas de la tercera edad; no hay que ser un ángel para ser inocente. A menos que seas negro, naturalmente. -Chamcha dejó pasar la observación sin hacer comentarios-. Aquí la cuestión no es personal, sino política -recalcó Jumpy, y agregó al levantarse para salir-: Hum, mañana hay una reunión para tratar de eso. Pamela y yo tenemos que ir; por favor, quiero decir si quieres, si te interesa, claro, podrías ir con nosotros.» «¿Le has pedido que vaya con nosotros? -Pamela no podía creerlo. Ahora tenía náuseas casi constantemente, lo cual no contribuía a ponerla de buen humor-. ¿Le has invitado sin consultarme? -Jumpy estaba contrito-. De todos modos, no importa -le absolvió-. No es fácil que a él le pillen en un acto de ésos.»

Pero por la mañana Saladin se presentó en el vestíbulo con un elegante traje marrón, abrigo de piel de camello, bufanda de seda y sombrero marrón de copa hendida tirando a lechuguino. «¿Adónde vas? -preguntó Pamela con turbante, chaqueta de cuero excedente militar y pantalones de chándal que revelaban el incipiente ensanchamiento de su cintura-. ¿Al condenado Ascot?» «Tenía entendido que se me había invitado a una reunión», respondió Saladin con su acento menos combativo, y Pamela hizo una mueca. «Ten mucho cuidado -le advirtió-. Con esa pinta, lo más probable es que te atraquen.»

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¿Qué le atraía al otro mundo, a la subciudad cuya existencia había negado tan insistentemente? ¿Qué o, mejor dicho, quién le obligaba, por el mero hecho de su existencia, a salir del capullo-guarida en el que, poco a poco -por lo menos eso creía él-, iba recuperando su antigua personalidad, y zambullirse en las peligrosas (por ignotas) aguas del mundo y de sí mismo? «Yo tengo el tiempo justo de ir a la reunión antes de la clase de karate», dijo Jumpy Joshi a Saladin. La clase de karate donde esperaba su alumna estrella: alta, con el arco iris en el pelo y, agregó Jumpy, dieciocho años recién cumplidos. Saladin, ignorando que también Jumpy sufría las mismas inconfesables ansias, cruzó la ciudad para aproximarse a Mishal Sufyan.

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Él pensaba que sería una reunión pequeña, y había imaginado una trastienda llena de tipos sospechosos con el aspecto y la oratoria de Malcolm X (Chamcha recordaba que le había divertido cierto chiste de un cómico de la televisión -«Está aquel del negro que se cambió el nombre adoptando el de Mr. X y luego demandó a News of the World por libelo»-, con lo que provocó una de las peores peleas de su matrimonio), y alguna que otra mujer indignada; él esperaba mucho puño cerrado y mucha rectitud moral. Lo que encontró fue una sala grande, la Casa de los Amigos de Brickhall, atestada de todos los tipos imaginables: mujeres viejas y anchas y colegiales uniformados, Rastas y trabajadores de hostelería, el personal del pequeño supermercado chino de Plassey Street, caballeros sobriamente vestidos y chicos turbulentos, blancos y negros. El ánimo de la multitud distaba mucho de ser la especie de histerismo evangélico que él había imaginado; era tranquilo, preocupado, deseoso de saber lo que podía hacerse. Había cerca de él una joven negra que miró su atuendo con expresión de regocijo; él la miró a su vez y ella rió: «Oh, perdón, no quería molestar.» Ella llevaba una insignia lenticular de las que cambian el mensaje cuando te mueves. Según el ángulo, se leía: Uhuru por el Simba o Libertad para el León. «Es por el significado del nombre que ha elegido -explicó ella innecesariamente-. En africano.» ¿Qué lengua?, preguntó Saladin. Ella se encogió de hombros y se volvió hacia los oradores. Africano: nacido, según ella, en Lewisham, o Depford, New Cross, era todo lo que ella necesitaba saber… Pamela le siseó al oído. «Veo que por fin has encontrado a alguien que te hace sentirte superior.» Todavía podía leer en él como en un libro abierto.