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«Supongo que lo que hice es imperdonable, ¿euh?», dijo ella como si hablara con el vaso, sentada a la vieja mesa de pino de la espaciosa cocina.

Aquel ¿euh? americanizante era nuevo. ¿Otro de los muchos atentados contra su casta? ¿O se le había contagiado de Jumpy o de cualquier hippy amigo suyo, como una enfermedad? (Otra vez aquel ensañamiento: basta ya. Ahora que había dejado de quererla, quedaba fuera de lugar.) «No creo poder decir que soy capaz de perdonar -respondió él-. Al parecer, es una reacción que no depende de mi voluntad; es algo que se da o no se da, y yo no me entero hasta que ocurre. Digamos, por el momento, que el jurado está deliberando.» A ella no le gustó aquello; ella quería que él resolviera la situación para que pudieran tomar el maldito café en paz. Pamela siempre hizo un café detestable; no obstante, no era esto lo que preocupaba a Chamcha en aquel momento. «Pienso instalarme aquí -dijo-. La casa es grande y hay espacio de sobra. Me reservaré el estudio y las habitaciones del piso de abajo, con el baño de los invitados, para estar completamente independiente. Pienso usar muy poco la cocina. Supongo que, puesto que no se encontró mi cadáver, oficialmente todavía estoy desaparecido-presumiblemente-muerto, y que tú no habrás ido al juzgado a borrarme del mapa. Por lo tanto, no creo que se tarde mucho en resucitarme, una vez avise a Bentine, Milligan y Sellers.» (Respectivamente, abogado, gestor y agente de Chamcha.) Pamela escuchaba en silencio, dando a entender con la postura que no pensaba discutir sus decisiones, que no había inconveniente: hacía reparación por medio del lenguaje corporal. «Después, venderemos esto y podrás conseguir tu divorcio.» Él salió de la cocina rápidamente, haciendo mutis antes de que le diera el temblor, que le acometió nada más llegar a la guarida. Abajo, Pamela estaría llorando; él no lloraba con facilidad, pero a temblar nadie le ganaba. Y ahora empezaba también el corazón: bum, badum, dududum.

Para volver a nacer, antes tienes que morir.

* * *

Cuando se quedó solo, Saladin recordó de pronto que, en cierta ocasión, él y Pamela habían discutido, como discutían de todo, sobre un cuento que habían leído que trataba precisamente de la naturaleza de lo imperdonable. El título y el autor se le habían olvidado, pero el tema lo recordaba bien. Un hombre y una mujer habían sido amigos íntimos (nunca amantes) durante toda la vida. El día en que él cumplía veintiún años (entonces los dos eran pobres) ella le regaló, para bromear, el jarrón de cristal más horrible y ordinario que encontró, con unos colores que eran una parodia chillona de la alegría del cristal de Venecia. Veinte años después, cuando los dos habían triunfado y empezaban a peinar canas, ella fue a verle a su casa y se peleó con él por algo que él había hecho a un amigo de ambos. Durante la disputa, ella vio el viejo jarrón, que él conservaba en lugar de honor en la repisa de su estudio, y ella, sin interrumpir sus reproches, lo barrió con un ademán y el jarrón se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos. Y él no volvió a dirigirle la palabra; cuando ella se moría, medio siglo después, él se negó a visitarla en su lecho de muerte y no asistió al entierro, a pesar de que fueron a verle emisarios para decirle que éstos eran los mayores deseos de ella. «Decidle que ella nunca supo lo mucho que yo valoraba lo que ella rompió.» Los emisarios argumentaban, suplicaban, reprochaban. Si ella no sabía todo el significado que él daba a la baratija, ¿cómo podía reprochársele nada? ¿Y durante aquellos años, no había hecho ella infinidad de tentativas pidiendo perdón y ofreciendo reparación? Y ahora se moría, por Dios; ¿no podía olvidar al fin aquella pelea infantil? Habían perdido una vida de amistad, ¿no iban ni a poder decirse adiós? «No», respondió el implacable. «¿Es por el jarrón, o existe algún motivo más grave y tenebroso?» «Es por el jarrón -declaró él-. El jarrón y nada más.» Pamela decía que el hombre era mezquino y cruel, pero Chamcha ya entonces advirtió la extraña intimidad, la inexplicable interioridad del caso. «No se puede juzgar una herida interna – dijo- por el tamaño de la herida, del agujero que se ve.» Sunt lacrimae rerum, como habría dicho el ex maestro Sufyan, y durante muchos días no faltó a Saladin ocasión de descubrir las lágrimas en las cosas. Al principio, apenas salía de su guarida, para aclimatarse sin prisa, esperando que la habitación recobrara algo de aquella solidez reconfortante de antaño, de antes de la alteración del universo. Veía mucha televisión con mirada distraída, cambiando de canal compulsivamente, porque también él era miembro de la cultura del mando a distancia del presente, como el crío de la esquina, el de los ojitos de cerdo; también él podía comprender, o, por lo menos, hacerse la ilusión de que comprendía, el complejo videomonstruo que se crea pulsando el botón… Qué gran igualador era este chisme del control remoto, una cama de Procrustes siglo veinte; trivializaba lo trascendente y daba trascendencia a lo trivial hasta que todas las emisiones, anuncios, asesinatos, concursos, las mil y una alegrías y horrores de lo real y lo imaginario adquirían un peso igual; y si el Procrustes original, ciudadano de una cultura que podríamos llamar «artesana», había tenido que ejercitar tanto el cerebro como el músculo, él, Chamcha, podía permanecer recostado en su butaca Parker-Knoll y dejar que sus dedos hicieran los cortes. Mientras recorría canales, le parecía que la caja estaba llena de monstruos: había mutantes -«Mutts»- en Dr. Who, criaturas extrañas que parecían cruces de diferentes tipos de maquinaria pesada: cosechadoras de heno, cucharas mecánicas, carretillas, prensas y sierras, mandadas por unos crueles cabecillas-sacerdotes llamados Mutilasians; la televisión infantil parecía estar poblada únicamente de robots humanoides y criaturas de cuerpo metamórfico, mientras que los programas para adultos ofrecían un desfile interminable de deformes subproductos humanos de las más avanzadas ideas de la medicina moderna, y de sus cómplices, las enfermedades modernas y la guerra. Al parecer un hospital de la Guayana conservaba el cuerpo de un tritón perfectamente formado, con sus aletas y sus escamas. En los Highlands de Escocia estaba en auge la licantropía. Se discutía seriamente la viabilidad genética del centauro. Se mostraba una operación de cambio de sexo. Aquello le recordó una detestable poesía que Jumpy Joshi le había enseñado tímidamente en el Shaandaar D y D. Se llamaba «Canto al Cuerpo Ecléctico» y era representativa del conjunto. Pero, de todos modos, él tiene un cuerpo completo, pensó Saladin con amargura. Le ha hecho un niño a Pamela sin el menor esfuerzo; en sus malditos cromosomas no debe de haber palitos rotos… Hasta se vio a sí mismo en la reposición de un viejo «clásico» de La hora de los Aliens (en la cultura de «avance rápido», la categoría de clásico se consigue en no más de seis meses, a veces, de un día para otro). El efecto de toda aquella contemplación de la caja fue una buena abolladura en lo que aún le quedaba de su concepto de la calidad media normal de lo real; pero también había en funcionamiento fuerzas de signo contrario.

En El mundo del jardinero le enseñaron a hacer el injerto llamado «de quimera» (casualmente, el mismo que era el orgullo del jardín de Otto Cone); y aunque su falta de atención le hizo perderse el nombre de los dos árboles que se habían fundido en uno -¿Morera? ¿Laurel? ¿Retama?-, el árbol en sí le produjo un sobresalto que le hizo erguirse en su asiento. Allí la tenía, una quimera palpable, con raíces, firmemente plantada y desarrollándose vigorosamente en suelo inglés: un árbol, pensó, que podía ocupar el lugar metafórico de aquel otro árbol que el padre de uno había talado en un lejano jardín en otro mundo, distante e incompatible. Si este árbol era viable, él también podía serlo; también él podía ser coherente, echar raíces, sobrevivir. Entre todas las imágenes televisuales de las tragedias híbridas -la inutilidad de los tritones, los fracasos de la cirugía plástica, la vaciedad de buena parte del arte moderno, tan insípido como el esperanto, la Coca-Colonización del planeta- se le ofrecía este regalo. Suficiente. Apagó el televisor.