Monsieur Pain (La senda de los elefantes) pic_2.jpg

– ¿Pitones? ¡Pitones de toro! ¡Pero eso es España! -dijo uno de los muchachos.

– Lulú pone cuernos a todos -bostezó su compañero.

En algún momento, todos estábamos bastante bebidos, alguien habló de ir a jugar a un garito semi-clandestino. Recuerdo entre brumas un callejón por Montmartre, aunque no lo aseguraría, y una serie de puertas que alguien que nunca se dejaba ver nos iba abriendo con prontitud. Pensé preguntar la hora, revisar mi billetera, dar vuelta atrás, pero no lo hice. De pronto me encontré sentado a espaldas de un corro de jugadores en una habitación cerrada y maloliente, iluminada apenas por una vacilante bombilla que colgaba del techo. Escuché gritos, vagidos, no quise saber en qué consistía el juego. Hice el camino al revés y la misma sombra me franqueó las puertas. Antes de llegar a la última me detuve. Mi guía, lo noté entonces, sostenía un cigarrillo entre los dedos. El fulgor de la brasa y los botones de su chaqueta de portero brillaban como estrellas inalcanzables.

– ¿Puede decirme su nombre?

– ¿Yo? -La sombra tembló y su voz sonó aflautada.

– Sí.

– Mohammed…

– Dígame, Mohammed, ¿qué están haciendo ahora en aquella sala? -Indiqué vagamente el sitio que acababa de dejar.

– Juegan -dijo aliviado, como si hablara con un niño-. Es el juego de la dama y los carniceros. Pornografía.

– ¿Pornografía?

– ¿Por qué no se ha quedado? Yo nunca he visto el número completo, siempre tengo algo que hacer. Abrir la puerta, cerrar la puerta, traer y llevar caballeros. Pero creo que destripan una gallina. Hay sangre. Y a la señora le toman fotografías… Ambiente muy conseguido, se lo aseguro… Ella está desnuda y a su alrededor hay animalitos muertos… Por las madrugadas yo soy el que limpia todo… Con agua y jabón…

No había visto nada semejante. Tuve un presentimiento. Le dije que esperara y volví sobre mis pasos. Al abrir la puerta de la sala sólo vi una tarima mal iluminada en donde un negro tocaba con un dedo las teclas de un viejo piano. Las mesas estaban vacías, como si los comensales o los jugadores se hubieran marchado precipitadamente dejando un caos de platos y copas, salvo una, la del centro, en donde varios hombres y una muchacha que no podía tener más de veinte años seguían, apiñados, las incidencias de una partida de cartas. Entre ellos reconocí a uno de los obreros de imprenta, despeinado y con los ojos desmesuradamente abiertos, como si una mano invisible lo estuviera estrangulando. Cerré la puerta sin hacer ruido. Mohammed estaba detrás de mí. Di un salto.

– ¿Teme usted algo, monsieur?… Si puedo serle útil…

– ¿Temo algo? ¿Qué?

Los dientes del árabe brillaron en la oscuridad.

– No lo sé… El mundo está lleno de amenazas…

– De amenazas, sí, pero no de peligros -dije.

– Perdone, me confundo…

– Lléveme a la salida.

– Pero, monsieur, se ha equivocado de puerta… El espectáculo no es allí…

– No importa… Me voy.

– Por aquí, monsieur, no se arrepentirá… Algo delicado, lleno de finura, la dama de las gallinas lo hará gritar por dentro…

– He dicho que me voy.

Me miró y volvió a sonreír. Noté que estaba enfermo.

– La dama es digna de ver… Un hombre de mundo… Usted comprenderá…

No contesté. En alguna parte sonó un timbre. El árabe levantó la nariz y olió algo en el pasillo. Pareció despertar.

– De acuerdo. Sígame -dijo. Su expresión era ahora ruin y rencorosa.

Volvimos a cruzar un sinfín de puertas. En sordina oí los gritos de lo que deduje eran personas excitadas, tal vez aplaudiendo algo que confusamente podía imaginar. A mi lado el árabe era otra vez una sombra servicial y sin rostro. Al llegar a la última puerta le di unas monedas. Escupió apresuradamente unas palabras de agradecimiento y cerró. Entonces me di cuenta de que no estaba en el callejón sino en una especie de almacén industrial, enorme y vetusto, al que le faltaba un pedazo de techo por el cual se podían ver las estrellas.

Retrocedí tanteando en la oscuridad, pero no pude volver a encontrar la puerta. ¿En dónde demonios me había metido? No lo sabía.

El almacén parecía fijo en un instante de su propia destrucción. Al encender una cerilla lo único que iluminé con claridad fue mi mano, demasiado pálida, demasiado segura para mi gusto. En el ambiente flotaba algo que no hacía presagiar nada tranquilizador. Di unos pasos desconfiados, explorando el terreno. En algún lugar tenía que estar la salida.

La cerilla se apagó y encendí otra; pude distinguir entonces, en el fondo del almacén, una máquina de hierro similar a un molino, de unos tres metros de alto y provista de aspas inverosímiles; a su alrededor se alzaban otros ingenios de metal, oxidados, inconmovibles. Aquello indudablemente era un almacén de trastos inútiles, pero no pude discernir la naturaleza ni la utilidad que éstos hubieran podido tener. Con dificultad creí reconocer, aunque completamente deformados por el paso del tiempo, algunos objetos de uso doméstico. Poco a poco mis pasos se hicieron menos vacilantes. Los trastos, pese al abandono, estaban amontonados con un cierto orden que permitía circular a través de ellos por pasillos estrechos, entre hileras de viejas cocinas de campo y tablas de planchar metálicas, grandes jarrones de bronce y arcones de maderas podridas. Al cabo de un rato descubrí que todos los pasillos convergían en el centro. Allí, por el contrario, los objetos, además de escasear, estaban esparcidos de cualquier manera, dejando un espacio amplio desde donde, con una buena iluminación, se podía dominar el resto del almacén.

Grité.

Sin sorpresa oí mi grito apagado por las montañas de bultos inservibles, como una piedra en el vacío, incapaz de levantar ningún eco. Si esperaba que acudiera a mi llamada un hipotético celador o vigilante nocturno, en ese momento deseché la idea.

Resignadamente me dispuse a buscar cobijo para pasar el resto de la noche. Cerca del molino que presidía aquel singular cementerio encontré una especie de bañera o cuba que tras cubrir con arpilleras comprobé que no resultaba del todo incómoda. Además, supuse que no tardaría demasiado en amanecer.

Antes de dormirme encendí dos cerillas más: a pocos metros de mi improvisado lecho observé útiles de labranza, palas oscuras recubiertas por una costra de tierra alquitranada, hoces, chuzos, picas, horquillas, arneses azules y dorados, quinqués con las campanas de cristal rotas, hachas, una colección de atizadores de chimenea de distintos tamaños reclinados en perfecto orden contra un tablón. Los aperos del campesino ideal.

Sé que empezaba a dormirme pues ya había entrevisto algunos rostros recurrentes de mis sueños (tal vez más indicado sea decir el peso de esos rostros) cuando me despertó el sonido. Apenas una gota de agua, pero en el centro de mi conciencia. Abrí los ojos, no tenía miedo, esperé.

El ruido se repitió, un duplicado imperfecto, entre las hileras de bultos a mi derecha, casi frente a mí, como si se deslizara pegado a la pared. Manteniendo el más estricto silencio busqué entre mis ropas la caja de cerillas, saqué una y la sostuve entre los dedos, sin encenderla, como un arma o un talismán, a la espera de que mi curiosidad fermentara.

Debo decir que si aún me quedaba algo que injustamente pudiera llamar temor, éste desapareció tragado por la calma fatalista de saber sin lugar a dudas qué era lo que producía el sonido y la resignada decisión de no hacer nada para averiguar con qué fin lo producía. Sólo había una cosa clara, el ruido se desplazaba intermitentemente hacia donde yo estaba. Pensé: ahora sigue la línea de la pared, pero dentro de un rato tendrá que separarse y avanzar hacia el centro, hacia donde estoy. Lo más probable era que se separara cuando estuviera paralelo a mí, pero también cabía la posibilidad de que siguiera avanzando, dejándome atrás para luego proceder a abordarme, eso era inevitable, por la espalda.