Trastornado aún por los últimos acontecimientos llamé, desde el mismo teléfono, a monsieur Rivette. No sé por qué lo hice. Obedecía a impulsos desconocidos. Sentía una cólera vaga, una ligera sensación de estafa que poco a poco, como un taxidermista, me iba acorazando por dentro.

– Soy Pierre Pain, el asunto se ha complicado.

– …

– No sé qué hacer… Estoy perdiendo los cables… Los cables con la realidad…

– …

– No sé ni siquiera por qué lo llamo… Qué me impulsa a no cortar esta relación… Retazos de un tiempo que resultó completamente estéril, aunque eso ya lo habíamos previsto, ¿verdad?… Hace unas noches soñé con usted… Se veía muy viejo, en realidad tan viejo como es ahora… Arrugado e inquieto… Pero eso sucedía en 1922 y estaban los otros, ya sabe… ¿Por qué pienso en ellos?… Son como fantasmas…

– …

– Usted miraba hacia todas partes, pero sólo movía los ojos, como si tuviera un tic nervioso o como si lo estuvieran estrangulando con una lentitud extrema… No era muy tranquilizador… ¿Buscaba a alguien escondido en la habitación?… Un mensaje, unas palabras de certidumbre… No lo sé… Esta mañana, sí, he tenido una mañana horrible, pensé que todos deberíamos morirnos… Usted, yo, todos los que de alguna manera pueden llamarse compañeros de viaje… Aprendices de brujo… Como chiste no puede ser peor, pero no es eso… El único escondite estaba en el techo… ¿Una araña?… Usted sabía que nos observaban desde los rincones… Yo me di cuenta y tuve miedo…

– …

– Igual que si alguien escondido en el techo me hubiera señalado con el dedo… ¿Por qué yo?…

– …

– No exagero, los sueños no exageran, estoy desesperado… Y no porque crea que está sucediendo algo extraordinario, sino porque tengo la impresión de que lo estoy perdiendo todo…

– …

– ¿Qué?… Pocas cosas, casi nada, pero antes no me daba cuenta…

– …

– Disculpe esta llamada… Ya estoy mejor…

– …

– ¿Simpatía?… Siento por usted la simpatía que siente un condenado a muerte por otro… Ya ve, a eso hemos llegado al cabo de los años… Es irrisorio… Lo llamo para insultarlo… Perdóneme… Creo que van a asesinar a Vallejo… Mi paciente… No me pregunte cómo lo sé… No hay explicación que valga…

– …

– Estamos todos implicados en este infierno…

– …

– Adiós, usted no ha hecho nada en contra mía… Pero nada a favor, tampoco…

– …

– …

Colgué. Mi ruptura, mi desplante con monsieur Rivette había sido tan inesperado para él como para mí. No obstante me sentí bien, más ligero, más limpio. En honor a la verdad, al colgar tuve que hacer un esfuerzo para no reírme.

Pobre y venerado monsieur Rivette, él no tenía la culpa de nada pero no podía afirmarse que estuviera instalado en la tierra de nadie, las manos impolutas alrededor de su vejez. En realidad, pensé con maligna satisfacción, el viejo Rivette se merecía un rapapolvo. Me detuve en esa palabra: rapapolvo. El desastre, de forma insólita, se ocultaba detrás de ella. Comprendí entonces que el viejo y yo éramos semejantes no sólo en nuestra disposición frente al laberinto sino también en nuestra común condición de espectadores.

Comí, otra vez sumido en mis propios problemas, pero ya de mejor ánimo, más inclinado a la reflexión, lejos de la cólera y del resentimiento que todo lo velan, en un restaurante económico reputado por sus excelentes platos y al que solía ir de vez en cuando.

Todo lo que podía hacer era formularme unas cuantas preguntas. ¿Qué hacía madame Reynaud en Lille? ¿Su presencia allí estaba relacionada con el caso de Vallejo? ¿Qué amenazas o promesas contenía el telegrama que la obligó a partir de forma tan intempestiva? ¿Cómo designar -cómo entender- mi experiencia en el almacén? ¿Fue una alucinación producida por desarreglos nerviosos o una aparición cuyos motivos parecían inescrutables? ¿El hipo fingido era de carácter burlón o premonitorio? Había afirmado que pretendían asesinar a Vallejo: ¿de verdad lo creía? Me llevé la servilleta a los labios y cerré los ojos. Sí, lo creía.

Sumido en estas y otras cavilaciones la comida se prolongó más de lo habitual. De pronto, a través de los cristales, caminando despreocupado por la acera de enfrente, vi a uno de los españoles, el delgado. El corazón casi se me salió del pecho. No podía dar crédito a lo que veía. Dejé unos billetes sobre la mesa y salí corriendo.

Comencé a seguirlo a una distancia inicial de unos treinta metros. El español caminaba a un ritmo no excesivamente rápido, las manos en los bolsillos, como si estuviera paseando y el entorno le resultara interesante aunque no contara para ello con el tiempo suficiente. Sólo dos cosas deseé: que no se volviera y me avistara, porque entonces no sabría qué decirle, y que la caminata no se prolongara demasiado pues sentía que el cuerpo empezaba a no responderme.

A los pocos minutos mi entusiasmo se evaporó. Recuerdo haber sido observado con interés por otros transeúntes; sentía el rostro, pese al frío, cubierto por una capa de sudor; el humo que aureolaba de forma fugaz la nuca del español me parecía el comentario más cruel acerca de mi propio cansancio.

Pronto comprendí que el hombre delgado no iba a ninguna parte. Caminaba con energía, sí, pero esa era su manera natural de andar. En realidad lo único que hacía era pasear mirando escaparates y fachadas sin volver la vista atrás en ninguna ocasión, como si una sola mirada le bastara para registrar de modo preciso y definitivo aquello que veía. Pensé si no sería conveniente darle alcance y abordarlo. Supuse que dentro de poco, dependía de lo que durara su paseo, no me iba a quedar más alternativa que ésa.

De improviso me vi inmerso en el Boulevard Haussman y no pude recordar de qué manera habíamos llegado hasta allí. Volví a ver o a presentir los pasillos circulares de la Clínica Arago y el rostro anguloso del doctor Lejard proyectado sobre el vacío. Confuso, recobré el ánimo.

Pude apreciar que el español aminoraba la marcha. Sin motivo ninguno, al entrar por la rue de Provence di por sentado que se dirigía a la sinagoga, que allí se detendría e incluso que alguien lo esperaba en el interior, pero el español, ajeno a mis itinerarios, subió hasta la plaza D'Orves y se detuvo en el borde de la acera contemplando con actitud ensimismada el tráfico y los primeros paraguas que empezaban a abrirse.

Me refugié en un portal sin perderlo de vista. Allí, en un cubículo diminuto, un relojero había instalado su taller. El tic-tac de los relojes pronto se acopló al de la lluvia. El relojero me miró y bajó la vista. Era un hombre viejo y tenía la cara cubierta de lágrimas. El día no podía ser peor, las gotas de lluvia comenzaron a multiplicarse y por encima de los edificios, fosilizados, envueltos en un rumor que paradójicamente se me antojó similar a una cancioncilla infantil, se levantaba un cielo color plomo, con manchas lechosas, que el viento inestable moldeaba con la apariencia de pulmón, de cosa suspendida sobre nuestras cabezas con la capacidad de aspirar y expirar. Fue entonces cuando el español miró hacia donde yo estaba, sin verme, y luego encendió otro cigarrillo protegiendo la llama con las manos y el ala del sombrero, y luego echó a andar hacia la rué de Chateaudun.

A partir de ese momento el trayecto comenzó a tener visos de farsa. Para empezar, las calles se habían vaciado de peatones de forma considerable y nada podía resultar más fácil para el español que sorprenderme detrás de él. El cuadro era evidente hasta para el más obtuso: uno paseaba bajo la lluvia y otro, adecuando sus pasos, lo seguía. Por si aún quedaba alguna duda, ambos estábamos empapados y nadie en su sano juicio da un paseo calándose hasta los huesos. Al poco rato la distancia que nos separaba no era mayor de diez metros. El español encendió otro cigarrillo mientras miraba sin disimulo a sus espaldas, como para comprobar si yo aún estaba allí.

Me quedé quieto en medio de la acera, desprotegido y mojado, un blanco perfecto para sus ojos astutos. A lo lejos se oyó un trueno. El español pareció interesarse. Qué quiere este hombre, pensé, ¿que lo siga?; resultaba patente. Me sentí abatido. La otra alternativa era gritar. ¿Quién era el loco, él o yo? Experimenté escalofríos por todo el cuerpo, iba a caer enfermo, de eso no cabía ninguna duda, sin embargo mi estado anímico permanecía despierto, cómo explicarlo, abierto a la curiosidad, a las extrañas confidencias que pasaban susurradas por esas calles irreales. No obstante no quería seguir mojándome, lo que indica que aún no había abandonado ciertas reservas. Un café muy caliente y una copa de licor me hubieran sentado de maravilla.