El español sonrió. Subimos por la rue Rodier hasta Rochechouard. La lluvia se convirtió en una llovizna helada que descendía de forma oblicua y lenta como un pañuelo de seda. Ahora caminábamos hacia la plaza Blanche. Pensé en madame Reynaud; el cartón piedra; una caída en picado por entre las uñas; el taxista que no sabía dónde estaba la plaza Blanche; madame Grenelle bajando las escaleras. La suma de mis destinos. Me reí. Supe que el español, cinco metros por delante, también se reía. Este hombre, aunque no lo parezca, debe de ser muy listo, pensé.

Antes de llegar a la plaza Blanche bajamos otra vez, por la rue Pigalle, hasta la rue La Bruyère. Caminábamos en círculos. Al llegar a la rue D'Amsterdam el español volvió a acelerar el paso y por un momento creí que lo perdía. Lo razonable era girar en dirección a la Estación de St. Lazare y eso fue lo que hice. No tardé mucho en divisarlo detenido frente al cartel de un cine minúsculo en el cual nunca antes había reparado. Al cabo de observar atentamente la publicidad del film, contra lo que yo esperaba, procedió a comprar un billete y desapareció en el interior de la sala. Medité que la situación había llegado a un punto inesperado y que era necesario actuar con decisión. La película se llamaba Actualidad y la anunciaban de forma un tanto vaga como una historia de amor y ciencia; los actores principales, desconocidos para mí, eran un hombre y una mujer, ambos jóvenes, de rostros perfectos y graves. Tuve la sensación de que se trataba de maniquíes aunque a todas luces eran la pareja enamorada de cualquier melodrama. En algunas fotos aparecía también un actor de carácter, con el rostro invariablemente contraído en una mueca de dolor y estupor increíbles; en el afiche publicitario la compañía cinematográfica había tenido a bien anunciar que aquella era su última película: «Nuestro entrañable M…, que ahora está en el Cielo…» M…, sí, lo recordaba, un actor secundario, de vis cómica, sin demasiada suerte. El rictus de las fotos, sospeché, se debía más a la enfermedad que terminó matándolo que a exigencias del guión.

Me acerqué a la taquilla.

– La película acaba de empezar -murmuró sin mirarme una mujer pelirroja algo entrada en carnes, más o menos de mi edad, que se entretenía en escribir algo en un cuaderno escolar cuya única peculiaridad era el color rosa de las hojas. ¡Versos! ¡Una poetisa!

Saqué un billete y entré.

La sala estaba dividida en dos bloques de hileras de butacas de las que sobresalían como flores nocturnas las cabezas de los espectadores; éstos eran pocos, inclasificables, la mayoría solos, aislados en sus asientos mientras en la pantalla se proyectaba algo que creí, en un primer vistazo, era un desfile, pero que resultó la inauguración de un palacio, un baile de gala o algo similar.

El acomodador apareció por el lado izquierdo haciendo rielar su linterna sobre la alfombra. Metí la mano en el bolsillo y le entregué unas cuantas monedas, luego, antes de que se marchara, aferré su brazo y lo obligué a quedarse quieto. Apenas opuso resistencia. Sus músculos, bajo el traje, parecían de alambre; lo sentí temblar como un animal, supuse que su rostro, que no podía ver, era sensual y ajado.

– Calma -susurré-. Quiero sentarme aquí mismo. Lejos de la pantalla. No estoy muy bien de los nervios.

Mi intención había sido decir del nervio óptico, pero ya era tarde para enmendarlo.

El acomodador apagó la linterna y miró con desasosiego hacia las cortinas que disimulaban la puerta.

– De acuerdo, no se inquiete, aquí tenemos un asiento libre, detrás de usted, aquí, no tiene sino que dar media vuelta y sentarse.

– Ah, me parece perfecto.

– Para servirlo, monsieur.

Lo solté y me acomodé en la butaca. Estaba en la última fila del lado derecho; a mi espalda sólo había una pequeña baranda de madera donde sobresalían falsos pilares labrados y las cortinas que recorrían de extremo a extremo la pared posterior del cine. En la pantalla hizo eclosión el sol.

La escena transcurría en una playa, presumiblemente en verano, una playa desierta a excepción de algunas gaviotas que paseaban despreocupadas por la orilla del mar. La arena allí era negra y brillante; el cielo, por el contrario, era una mancha de luz fija, invariable, que se derramaba silenciosa por el resto de la pantalla. «Después de las fiestas parisinas, el mar y las playas de Normandía eran el mejor sedante para Michel», recitaba una voz de mujer a la que no se veía, con un cierto tono sacerdotal, como el de una secretaria ya vieja acostumbrada a todo, mientras por la punta más distante de la playa avanzaba una pareja, apenas dos puntitos oscuros que no terminaban nunca de llegar a primer plano. El español estaba sentado en el lado izquierdo de la sala, cerca del pasillo, a unas diez hileras de donde yo me encontraba. Bueno, no lo había perdido, suspiré, pero ahora venía la parte más difícil, cómo vencer la indecisión, qué preguntas concretas hacerle si decidía, y eso era impostergable, sentarme a su lado. «Michel, sin embargo, no olvidaba el torbellino de París.» La mujer rubia que ha pronunciado de manera enfática esta frase y cuya voz -caprichosa, vital- difiere de la anterior, cierra los ojos con un aire de resignación y enfado. En el fotograma siguiente es Michel quien cierra los ojos (Michel es el actor principal cuya foto aparece en los carteles) y las escenas ulteriores transcurren como dentro de un remolino, lo que lleva a suponer que está soñando. Sucesivamente se ven las escalinatas de un palacio, un automóvil detenido en el Bois de Boulogne, una vista nocturna del hipódromo, los pies de alguien recorriendo un pasillo, una cama con baldaquino, deshecha, las sábanas arrancadas con violencia, el rostro de un anciano, tal vez el ayuda de cámara de Michel, que observa algo y se aterroriza, el eco de una explosión distante, un hombre del que sólo vemos la espalda sollozando apoyado en el volante de un coche detenido en un camino comarcal, finalmente los pies que recorren el pasillo y que de pronto echan a correr, restos calcinados de un campamento de mendigos a orillas de un río y un grupo de jóvenes vestidos con elegancia que rodean efusivos a un hombre un poco mayor que ellos, sin duda el líder, que por supuesto resulta ser Michel. Este, impertérrito, levanta una mano pidiendo silencio y se dispone a brindar.

En ese momento me di cuenta de que junto al español había otra persona.

Era una contrariedad. No creo que hubiera más de veinte espectadores, lo que hacía improbable que el español, estando en su mano escoger una butaca sin vecinos, se sentara allí de forma casual. En realidad el cine se encontraba virtualmente vacío; en mi hilera de butacas sólo estaba yo y en la del español sólo éste y su inesperado acompañante, una nuca poderosa y calva, hombros voluminosos, la oreja derecha como un trozo de pergamino arrugado pegado a las sienes que aún conservaban mechones de pelo oscuro. «Debemos casarnos, esta situación es insostenible», dice una voz de mujer. Alguien coloca un disco. La música apenas se oye, apagada por un chirriar de máquinas al que sigue una explosión.

Michel está repantigado en un sillón, en un ángulo poco iluminado del cuarto, sin hacer comentarios. Al cabo, se levanta y se dirige al ventanal. Sólo entonces comprendo que está solo en la biblioteca y que la ventana se abre sobre un acantilado. Es de noche y la cámara desciende desde el rostro preocupado de Michel, con morosidad, hasta sus zapatos. Con la punta de éstos golpetea el suelo y el único sonido que se oye entonces es el de las olas. La impaciencia nos va a matar a todos, pensé.

Seguido por un espectador titubeante, el acomodador volvió a aparecer. «Mi vida, mi carrera, mis propiedades están en sus manos.» Es Michel quien confiesa lo anterior, de perfil, estudiando algo que no se ve en la pantalla. Al fondo, una mujer rubia lo mira fijamente. Al volver pasillo arriba el acomodador carraspeó al pasar junto a mí, como si pretendiera advertirme de algo fuera de lo normal. La mujer rubia se llevó las manos a la cabeza. No cabía imaginar ningún peligro, sin embargo me volví; el acomodador estaba detrás, semicubierto por las cortinas, lo que le confería aspecto de noble romano, fuera del tiempo, indiferente a los desasosiegos y seducciones de la pantalla. «Nos casaremos, por supuesto», dice Michel con una sonrisa melancólica, «pero tendremos que aceptar las decisiones del destino.» Miré hacia delante: sólo se veía, otra vez, la playa interminable debajo del cielo color de nieve, por donde se acercaban hacia los espectadores las dos figuras imprecisas. Me levanté. El acomodador había desaparecido y en el lugar antes ocupado por su sombra ahora sólo quedaba un débil temblor en las cortinas. Al dar unos pasos pude darme cuenta de hasta qué punto mi ropa estaba aún empapada. Vacilé. «El principal obstáculo para amarte es mi memoria», dice Michel. «Durante el día la amnesia es como el desierto. Durante la noche es como la selva, poblada de fieras salvajes. ¿Todavía crees que encontraríamos la felicidad?» El rostro de la mujer se recorta sobre un paisaje de hierbajos y dunas. Un sol alienante vibra en el cielo marino. Aprovechando la luz que manaba de la pantalla llegué hasta la fila de butacas donde se encontraba el español. Luego todo se oscureció y me senté aprisa, con miedo al ruido excesivo que hacía mi ropa mojada.