Hubo un momento, lo reconozco, en que cedí a la debilidad, en que me pareció insoportable mi situación y quise encender la cerilla, iluminar la escena que intuía se montaba a mi alrededor. La oscuridad era tan delgada, el sonido se desplazaba a intervalos tan regulares, la bañera se tornaba tan fría y recordaba tanto un ataúd, que cualquier acto hubiera valido para romper la desdichada coherencia, la lucidez torcida que emanaba del sonido y del almacén. Empero no hice ningún movimiento.

Temí que se me acalambraran las piernas si aquello se prolongaba. Sentí que algo me quemaba en la boca del estómago. Los ojos me dolían.

De pronto el ruido se despegó de la pared y empezó a abrirse paso entre los cachivaches. Así pues, aparecería por mi lado derecho. Me ladeé lo más que pude, la nuca reclinada contra el borde ondulado de la bañera, las piernas encogidas, mirando fijamente hacia el lado por donde tenía que aparecer. Es curioso, todos mis sentidos se concentraron no en el miedo o en la lucha o en la revelación, sino más plásticamente en el espacio delimitado de forma perfecta en el cual tenía que brotar la silueta esperada.

Los pasos se hicieron más pausados, rodearon un mueble, tal vez un ropero, oí el roce de prendas de vestir, luego silencio.

Adiviné en la oscuridad una presencia temblorosa. Me supe observado. Conté hasta tres, quise encender la cerilla, pero entonces me di cuenta de que ya no la tenía entre los dedos. Intenté incorporarme; mis brazos resbalaron sin un ruido. Enroscado en el fondo de la bañera, en la postura de la víctima ideal, busqué otra cerilla. Tenía la caja en algún bolsillo del abrigo y no la encontraba. Por fin, levanté el brazo con mi débil candil y me asomé: no vi a nadie.

Quienquiera que fuese estaba detenido a unos diez metros de la bañera, fuera de mi campo visual.

Aunque no lo viera sabía que estaba allí. Oía su hipo. Con toda claridad. Espasmódico, molesto.

– ¿Vallejo? -Mi balbuceo murió casi sin salir de los labios.

No hubo respuesta.

La sombra volvió a hipar y comprendí, como si metiera la cabeza en un remolino, que aquel sonido no era natural sino simulado, que allí había alguien fingiendo el hipo de Vallejo. ¿Pero por qué? ¿Para asustarme? ¿Para advertirme? ¿Para burlarse de mí? ¿Sólo por un insondable sentido del humor y la ignominia?

Avanza, pensé, avanza hacia mí.

Ignoro cuánto tiempo esperé.

Que no daría un paso más, lo supe al cabo de un rato.

La inmovilidad, al principio crispada, se fue haciendo regular.

En dos ocasiones intenté levantarme, en ambas resbalé, como si el destino no quisiera dejarme correr el más mínimo riesgo. Por el hueco del techo comenzó a filtrarse un cambio en el cielo; dentro de poco amanecería. En algún momento, quizá en el último intento de salir de la bañera, dije ay o ah, mi única queja, más de desesperación que para pedir ayuda.

Desperté con los miembros agarrotados, un persistente dolor en el cuello y una resaca espantosa. Eran las once de la mañana y un polvo hialino caía, o subía, por el agujero del techo. El almacén estaba en silencio, los trastos obstinadamente protegidos por el aura del abandono, cosa fuera del afán humano que la luz parecía evitar. No fue difícil encontrar la puerta; carecía de picaporte y comunicaba con un patio de gravilla con dos parterres abandonados a cada lado. La mañana, el lomo del cielo, parecía caerse a pedazos. Hasta cierto punto era un consuelo, yo me sentía igual. A la izquierda vislumbré una puerta metálica, cerrada. Junto a ella, como si esperara desde siglos, una pequeña caja de madera en la cual me senté. Respiré hondo. Por mi pecho pasaron confundidas las imágenes de las fugas y las decepciones, los sueños y los delirios de aquellas últimas horas. Se acabó, pensé en voz alta, se acabaron las calesas que no van a ninguna parte. El cielo de París, si bien más claro que el del día anterior, parecía más siniestro que nunca. Como un espejo suspendido sobre el agujero, me dije. Pero nunca podríamos saberlo con certeza. Lenguaje indescifrable. Oriné largamente contra la pared. Me sentí cansado, un pobre diablo solitario y confundido en medio de un laberinto demasiado grande para él. ¿Qué hacer? No sabía si era el cielo o yo quien temblaba.

Pronto estuve en la calle buscando un taxi que me llevara al Boulevard de Courcelles.

Consciente de mi aspecto desaseado, la ropa arrugada y la barba sin afeitar, apreté el timbre. Mientras esperaba volví a alisarme el pelo. Me dolían los dedos del pie derecho, ignoraba si por alguna fisura producida durante el incidente del taxi y que justo ahora se manifestaba o por una mala postura en la bañera.

La puerta se abrió lentamente, sin ruido, y del interior (debían de estar las cortinas corridas) surgió la nariz ganchuda y luego el rostro ajado y blanquísimo de una mujer cercana a los setenta. Había dormido tan mal como yo o acababa de llorar. Pregunté por madame Reynaud. Me miró sin comprender, murmuró algo similar a una excusa y cerró sin violencia la puerta. Volví a llamar.

Casi de inmediato reapareció la vieja:

– Madame Reynaud no está, yo soy la anciana madame Reynaud, quién es usted.

Tenía los ojos azules y le temblaba la voz. Hacía muchos años debió de ser hermosa. Ahora sólo parecía asustada.

– Mi nombre es Pierre Pain, soy amigo de madame Reynaud -de la joven, pensé, casi a punto de soltar una carcajada histérica-, es de extrema importancia que la vea.

Mis palabras la hicieron sonreír imperceptiblemente, acaso añorar el mundo, las relaciones galantes, los paseos en barca.

– Pues no podrá ser hasta dentro de una semana -dijo.

Creo que debí de poner una cara de espanto, pues la vieja retrocedió asustada.

– Se marchó a Lille, a casa de su tía -exclamó desde la oscuridad del vestíbulo.

A continuación, siempre desde el lado oscuro, musitó como para que me hiciera cargo de la situación:

– Soy la madre de su difunto esposo.

A la una de la tarde regresé a mis habitaciones. Llené una jofaina con agua y me lavé de cintura para arriba, friccionando con energía los antebrazos, las axilas, el cuello, las costillas, hasta dejar la piel enrojecida. Luego me cambié de ropa y volví a salir. Algo, más un sentimiento de solidaridad que una intuición apremiante, me decía que no había tiempo que perder.

Volví al Boulevard de Courcelles, al piso de madame Reynaud. La vieja parecía más animada y aceptó filosóficamente la pueril excusa que inventé. No, madame Reynaud no se ha marchado hoy sino ayer por la noche. No podría afirmar que estuviera nerviosa (tampoco negarlo), su actitud era la de siempre, como una hija distante, usted comprende, es joven y viuda, es decir que ya conocía la desdicha, informó desde el umbral, la puerta apenas entreabierta. Había preparado una maleta a toda prisa, su marcha coincidía con la llegada de un telegrama de Lille. Sí, el telegrama se lo llevó con ella, el ceño interrogante, ¿es que pretendía leer la correspondencia ajena?

La entrevista duró escasamente unos segundos. Ya en la calle me dirigí al primer teléfono público y marqué el número de madame Reynaud. Nadie contestó. Mientras bebía un vaso de vino pensé que había dos probabilidades: o bien la vieja tenía por costumbre no contestar el teléfono o bien el número que madame Reynaud me proporcionó no era el de su casa. Sin saber cómo, me encontré aceptando sin restricciones (es decir, abriéndola a cualquier desmesura) la segunda hipótesis. Madame Reynaud no tenía teléfono en su casa, ergo el número telefónico que me dio y al cual llamé en numerosas ocasiones, contactando en todas con la propia madame Reynaud, no pertenecía a su casa. Y sin embargo ella lo llamaba «el teléfono de mi casa». A este problema, que para otro hubiera sido una trivialidad o en el peor de los casos una suerte de acertijo, y que para mí era un clavo martillado en mi paciencia, había que añadir el singular e inesperado viaje de mi amiga, viaje que me parecía inconcebible tanto por el interés que para ella revestía la salud del esposo de madame Vallejo, como por no haberme dejado ni siquiera un mensaje avisándome de su partida.