– ¿Sabes cómo se llamaba el maestro de Mesmer? -pregunté de improviso a Raoul.

– No -dijo.

Todos guardaron silencio y me miraron no sin cierta alarma.

– Hell… Fue el primero en intentar curar enfermedades por medio del magnetismo animal. Y Hell en inglés quiere decir infierno. -Reí de buen humor, estúpidamente creía que nada malo podía sucederme-. Uno de los maestros de Mesmer se llamaba Infierno, ¿qué te parece?

Raoul se encogió de hombros.

– ¿Divertido? -dijo el ciego.

Durante unos instantes nadie dijo nada. Una niña con una falda azul abrió la puerta y junto con ella entró una suerte de aflujo de aire frío que pareció despertarnos. Recordé el rostro de madame Reynaud y mi egoísmo. La niña se sentó en las rodillas del ciego y le murmuró algo al oído. Buenos días, Claudine, oí que decía Raoul. Lo busqué con la mirada: fregaba vasos y su rostro de común apacible no mostraba ningún cambio.

– ¿Se entrega usted al estudio del mesmerismo? -El que habló, desplazándose hasta mi mesa, era el hombrecillo barbudo.

Asentí. El empleo del verbo entregar me pareció prometedor.

– Imagino que habrá oído hablar del doctor Baraduc.

– En efecto. He leído La Forcé vítale.

– Es curioso -dijo procediendo a sentarse a mi lado- que haya mencionado a Hell. Me refiero a las sincronías…

– No le entiendo.

– Discúlpeme. Es igual. Ni yo mismo me entiendo. Sincronías, diacronías, juegos malabares… Supongo que sabe que Hell era sacerdote.

– Protestante.

– Es notable el papel que jugaron los curas en este asunto del magnetismo animal o fuerza vital, como lo rebautizó, entre otros, Baraduc. Este, por supuesto, también tuvo a un sacerdote a su vera, el abate Fortin…

– Con cuyo nombre creo que es mejor no jugar. -El chiste era malo pero ambos sonreímos; el hombrecillo barbudo era simpático, permanentemente dispuesto a la felicidad de sí mismo y de su interlocutor y, cosa rara en los últimos días, no concitaba en mí ninguna idea hostil.

– Permítame que me presente. Mi nombre es Jules Sautreau.

– El mío Pierre Pain. ¿Qué decía acerca de las sincronías?

– Oh, creo que me he expresado con demasiada prisa… Sincronías, manchas en la pared, mensajes abominables en la medida en que son imposibles… En cualquier caso no me refería a los curas de nuestros amigos.

– ¿Estudia usted el magnetismo animal?

– Ya veo que prefiere el nombre original. No, no soy un adepto, si a eso se refiere. Simplemente entra en el campo de mis lecturas, me apresuro a aclarar que de una manera puramente lúdica, sin otro fin que mi particular diversión. Soy un aficionado que disfruta más con un texto de Edgar Allan Poe, por ejemplo Revelación mesmérica, que con un libro científico, aunque, claro, no desdeño estos últimos. Buscando con cuidado a veces encuentro cosas interesantes… ¿Alguna vez ha tenido ocasión de leer L’ Âme humaine, ses mouvements, ses lumières et l'iconographie de l'invisible fluidique?

– Lo he consultado en alguna ocasión.

– Fascinante, ¿no le parece?… avec 70 similiphotographies hors texte…

– Pero el fenómeno de la aguja ha sido refutado… Al igual que las placas fotográficas impresionadas sin contacto.

– ¿Piensa que es imposible hacerlo con la propia vibración personal?

– Pienso que se puede llegar mucho más lejos. -Tentado estuve de decirle que entendiendo el mesmerismo como un humanismo, no como una ciencia-. En todo caso, a mí me interesa beber de las fuentes.

– De planetarum influxu, los cuerpos celestes rodando sobre una mesa de billar, toda esa música nerviosa, ¿no?

– Conoce usted bastante bibliografía mesmeriana.

– Sólo de nombre -se apresuró a añadir-. Baraduc cita algunas cosas y lo demás, la parafernalia, puede encontrarse en el Mesmer, le magnétisme animal, les tables tournantes et les esprits, de Bersot.

– Sí, por cierto, los velos, la suntuosidad miserable que parece ligada para siempre al mesmerismo. Implementos nada serios, como convendrá, que sólo sirven a un propósito: desfigurar, ocultar…

– Y los espíritus juguetones.

– Los espíritus juguetones son una suerte de camuflaje.

– Un camuflaje que se revela ineficaz y que provoca el fallo condenatorio de la Sociedad Real de Medicina que obliga a Mesmer a abandonar sus prácticas. Al menos, públicamente.

– En realidad fue un proceso, si puede llamársele así, contra el hipnotismo. Mesmer consideraba que en la raíz de casi todas las enfermedades se hallaba un desarreglo nervioso. Al parecer eso no convenía a determinadas personas y a determinados intereses. En fin, puede decirse que desde el comienzo tenía la partida perdida. La Sociedad de los Médicos suele ser inmisericorde.

– No obstante en 1831 se pronunciaron favorablemente sobre las teorías del magnetismo animal.

– Sí, pero Mesmer ya estaba muerto y sus seguidores, como usted ha dicho, se preocupaban más de los espíritus juguetones que de la verdad. Además, en 1837 se le condenó de forma definitiva, pese a las posteriores experiencias de Baraduc. Hay algo de teatro de marionetas en todo esto. Puede verlo así: las enfermedades, todas, son provocadas por desarreglos nerviosos. Desarreglos inducidos, planeados con antelación y frialdad; ¿por quién?, por el mismo enfermo, por el ambiente, por Dios o por el Destino, no viene al caso… El hipnotismo invertiría el proceso y provocaría la curación. Es decir, el olvido. Dolor y olvido inducidos, piénselo por un instante, y en medio nosotros…

– Una utopía en toda regla.

– Una entelequia maligna. Cuando pienso en esos médicos y curanderos del siglo XVIII, no puedo dejar de sentir simpatía. Simpatía en el vacío, si usted quiere, pero simpatía. En realidad yo también soy un utopista, aunque a diferencia de ellos un utopista inmóvil. Para mí el mesmerismo es como una tabla medieval. Hermosa e inútil. Extemporánea. Atrapada.

– ¿Atrapada?

Me quedé quieto un instante, quiero decir quieto dentro de la quietud, mirando la brillante superficie de la mesa.

La fascinación, el horror, pensé, y yo una especie de doctor Templeton menos memorioso.

– No sé por qué lo he dicho… Atrapada… Idea atrapada… Supongo que he querido decir atrapada en el tiempo.

– O atrapada por alguien.

– ¿Por el padre Hell?

Un pudor acaso atávico nos impidió sonreír.

Al salir del café llovía. Una lluvia fina, compuesta casi de aire, que apenas se notaba. Sentí un estremecimiento de frío. Entonces, sin transición, cuando aún no había traspuesto del todo el umbral del café oí el aullido. Me pareció el aullido de un lobo. Seguramente sólo era un perro. Permanecí inmóvil, la calle estaba inusualmente vacía, pensé que tal vez se tratara de un corno que alguien, un morador no habitual de uno de los edificios que me rodeaban amenazantes, había soplado. Un músico solitario y nervioso. Un músico extranjero (del Polo Norte, pensé, de África, pensé) con los nervios a flor de piel. A través del cristal de la puerta contemplé el interior del café. Sautreau seguía sentado en la misma mesa mirando distraídamente el periódico que yo antes había hojeado. Al dar la vuelta, las páginas tocaban la punta de su barba. Raoul, con medio cuerpo fuera de la barra, daba la impresión de oír con interés a la niña que tenía los brazos levantados como si pidiera que la alzara. Los demás hablaban, probablemente de la guerra de España o de ciclismo, pero era imposible distinguir ni un solo sonido. Me abotoné el abrigo hasta el cuello. Pasados unos segundos que me parecieron eternos volví a oír el aullido. La propuesta del músico (pues se trataba de un músico, no me cupo duda) era fácil de descifrar. Un sonido cavernoso y al mismo tiempo desgarrado que se descolgaba del artesonado y que rebotaba en las ventanas cerradas de las casas. Un sonido que barría por una fracción de segundo las calles vacías. Como un corno. Pero no era un corno. Sentí una enorme e inútil piedad. Estaba helado.