– Haga un esfuerzo y subamos. Si sigue aquí va a enfermar, hace mucho frío.

– Soy mala, monsieur Pain, pero, atención…

– Venga, suba.

– Es la soledad, ¿alguien lo puede entender? ¡Mire mi ojo!

Dudé un instante, las adolescentes caminaban por una calle vacía, ideal, interminable… Luego encendí un fósforo. La sombra de madame Grenelle subió, escalón tras escalón, hasta la pared descascarada del rellano superior. Tenía un ojo morado.

– ¿Qué le ha ocurrido?

– …

– Déjeme ver. Debería subir a su cuarto y descansar. Tiene el párpado hinchado.

– Es la soledad, monsieur Pain.

– Parece un golpe.

– No…

– ¿Le han pegado?

– Una mujer. Soy una mujer. Un ser humano también, ¿verdad? Disculpe. Este tiempo es horrible, no termina nunca de llover. ¿Por qué no se sienta un momento?

Tomé asiento en uno de los escalones.

– Esta mañana vino su amiga, ¿no? Estará feliz. Es una muchacha muy bonita.

– Prefiero no hablar de eso, madame Grenelle, preocupémonos ahora por usted… Sí, claro, me alegró…

– Yo lo respeto, monsieur Pain, algo que usted nunca… En fin… ¿Quiere un trago de absenta? Disculpe.

De algún lugar ignoto apareció su mano engarzada al cuello de una botella.

– No, gracias. Y creo que usted tampoco debería beber.

– …

– Estoy cansado, madame Grenelle, he tenido un día atareado, no se imagina usted cuánto…

– En cambio yo todo el día sola, sin nada que hacer, sabe, me aburro. Usted jamás ha entrado en mi casa, lo invitaré algún día para que la vea, ni una mota de polvo… Pero a la larga eso también aburre. Además, es tan pequeña que no cuesta nada arreglarla. Mi pequeño palacio.

Suspiré. Me sentía cansado de verdad.

– ¿No tiene nada para ponerse en el ojo?

– Rímel…

Creo que sonreí. Por suerte ella no podía verme la cara. El espectáculo debía de ser deprimente.

– Bueno, lo mejor será que no se ponga nada y descanse.

– Un pañuelo mojado irá bien, qué poco prácticos son los hombres.

– Excelente idea. Y ahora deje de beber y hágame caso, váyase a la cama.

– Tiene que venir algún día a mi casa. Esta noche no. No creo que fuera indicado. Pero otro día, cuando usted quiera. ¡Verá qué casa más limpia!

– Me lo imagino.

– Ayúdeme a levantarme…

Antes de cerrar la puerta de su habitación, dijo:

– Perdóneme si lo he molestado. No era mi intención molestar a nadie. ¿Sabe cómo me hice esto? -Señaló con el cuello de la botella, que no había soltado en ningún momento, su ojo hinchado-. Me caí mientras bailaba, aquí, en el pasillo, sola. ¡Qué ridículo!, ¿no?

– No me lo parece. Bailar es algo hermoso.

– Es usted un caballero, monsieur Pain. Buenas noches.

– Buenas noches, madame Grenelle.

Dormí bien, de un tirón, y si tuve algún sueño tuve también la virtud de no recordarlo. Desperté tarde, como iba siendo costumbre en los últimos días, y tras asearme bajé a desayunar al café de Raoul.

Mientras esperaba cogí el periódico de la mañana que alguien había dejado abierto sobre una mesa y mis ojos saltaron por los encabezados, las notas de relleno, las fotografías, buscando algo impreciso, sin apuro.

Debí de ofrecer una imagen de desaliento pues Raoul comentó del otro lado de la barra:

– ¿Malas noticias?

Las noticias eran sobre la guerra de España; el balance de bombardeos aéreos, fuegos cruzados de artillería, muertos a millares, armas nuevas que en la guerra del 14 desconocíamos.

– Los malditos alemanes ensayan su arsenal -dijo Raoul.

– Paparruchadas, no tienen nada extraordinario -apuntó un mecánico vestido con mono marrón oscuro que bebía su vaso de vino acodado en la barra.

– ¿Te parecen normales los bombarderos en picado, Robert? ¡Los Stukas! -anunció Raoul, que entendía de asuntos militares-. ¡Monomotor biplaza, armado con tres ametralladoras y capaz de transportar más de mil kilos de bombas!

– Se diría que te mueres de admiración.

– ¡Por supuesto que no! ¡Jamás…! Sin embargo, reconozcamos que…

– No he querido decir eso, Raoul, pero tampoco es necesario verlos como la séptima maravilla. Lo que cuenta es el hombre, el valor de las masas.

– Una guerra es una guerra -sentenció el chico ciego, sentado junto a la pared, el bastón blanco entre las rodillas-. Si no, pregúntenle a monsieur Pain.

– Así es -dije sin quitar la vista del periódico, la sección de anuncios, los deportes, las páginas culturales y de espectáculos, los escándalos…

– A Dios gracias, yo no he visto ninguna.

Algunos se rieron.

– Tú eres un payaso, Jean-Luc, eso es lo que eres -dijo Raoul.

– Lo he dicho en serio -protestó, medio en broma, el ciego.

– Es verdad -dije-, en ese aspecto se puede usted considerar afortunado, Jean-Luc. Los paisajes que nos proporciona la guerra son… dantescos. No: miserables… Indignos… El problema es que si se encontrara usted envuelto en una guerra, su ceguera sólo le evitaría ser enviado al frente, pero no lo sustraería de los desastres sin cuento que toda guerra trae consigo. La verdad es que ningún desgraciado, y no lo digo por usted sino por todos, se salva.

– ¿Ves, Jean-Luc?

– Ya es bastante -dijo el ciego-. Me doy por satisfecho.

– Cada día están mejor armados -refunfuñó Raoul mientras dejaba el café con leche sobre mi mesa- y a nosotros nos basta con declaraciones. Necesitamos hechos; hechos y una postura firme, viril…

– ¿Pero qué pretende usted? -preguntó un hombrecillo barbado y de pelambrera erizada que hasta entonces permanecía oculto en el otro extremo de la barra-. ¿Que nuestros ineptos gobernantes encima de todo nos metan en una carrera armamentista? ¿Vaciar las arcas del Estado? ¡Por el amor de Dios, estimado amigo, ya hay suficientes nazis en Europa!

– Yo de nazis no sé nada. Lo único que digo es que los alemanes son un peligro para Francia y que los franceses debemos dejar de soñar y hacerles frente.

– También la burguesía francesa es un peligro -terció el mecánico-, un peligro para nosotros, los trabajadores franceses.

– Monsieur Pain no trabaja -dijo el ciego-. Ni yo. No podemos.

– ¿Quieres hacer el favor de callarte, Jean-Luc? -rogó con paciencia Raoul-. Aquí, los señores, intentan discutir con fundamentos el destino de la patria.

– Ah, la patria, dulce, dulce… -dijo Jean-Luc.

– En cualquier caso los que luchan en el frente son los pobres, y los que padecen en la retaguardia, también. ¿No es así, monsieur Pain?

– También mueren algunos oficiales, Robert.

En verdad no recordaba haber visto muchos oficiales muertos. Las bombas, los gases, las enfermedades nos reventaban a nosotros, una tropa atemorizada y embrutecida compuesta de campesinos, obreros, pequeñoburgueses ilusos. No, no me gustaban las guerras. A los veintiún años me quemaron los dos pulmones en Verdún. Los médicos que me recogieron no supieron nunca cómo logré mantenerme con vida. Gracias a la voluntad, fue mi respuesta. Como si la voluntad tuviera algo que ver con la vida y sobre todo con la muerte. Ahora sé que fue gracias a la casualidad. Y saberlo no es ningún consuelo. A veces recuerdo las caras de los médicos, pálidas, coloreadas de un verde monstruoso (de un verde natural)en donde se sostenían débiles sonrisas dispuestas a aceptar cualquier explicación. Es mi vida, les dije. Detrás de sus rostros recuerdo jirones de un hospital de campaña y más atrás aún los pliegues de un cielo gris, el presagio de la tormenta.

A partir de entonces, con una modesta pensión como inválido, y tal vez para expresar mi rechazo a la sociedad que tan tranquila me puso en el trance de morir, abandoné todo aquello que pudiérase considerar útil para la carrera de un joven y me dediqué a las ciencias ocultas, es decir, me dediqué a empobrecerme sistemáticamente, de manera rigurosa, en ocasiones acaso con elegancia. Es posible que fuera por entonces cuando leí la Histoire abrégée du magnetisme animal, de Franz Mesmer, y de allí a convertirme en mesmerista practicante sólo fue cosa de semanas.