También se podían deducir (y, con un poco más de esfuerzo, ver) otras cosas, pensó Amalfitano mientras se tomaba concienzudamente el pulso y observaba el libro de Dieste colgando en la noche del patio trasero. Se podía ver, por ejemplo, la fecha de edición del libro, 1978, es decir durante la dictadura militar, y deducir la atmósfera de triunfo, soledad y miedo en que se editó. Se podía ver, por ejemplo, a un señor de rasgos indios, medio loco pero discreto, tratando con los impresores de la prestigiosa Editorial Universitaria, sita en San Francisco, número 454, en Santiago, el precio que le va a costar la edición de su librito al Historiador de la Raza, al Presidente de la Confederación Indígena de Chile y Secretario de la Academia de la Lengua Araucana, un precio demasiado alto que el señor Kilapán intenta abaratar con más ilusión que efectividad aunque el encargado de los talleres sabe que no andan, precisamente, muy sobrados de trabajo y que bien podrían hacerle una rebajita al hombre en cuestión, máxime si el tipo les jura que tiene otros dos libros más ya totalmente terminados y corregidos (Leyendas araucanas y leyendas griegas y Origen del hombre americano y parentesco entre araucanos, arios, germanos primitivos y griegos) y que les jura y rejura que se los va a traer a ellos, porque, caballeros, un libro impreso por la Editorial Universitaria es un libro que a primera vista ya se distingue, y es esta última parrafada la que convence al impresor, al encargado, al tinterillo que se ocupa de estos menesteres y que le concede esa pequeña rebajita.

El verbo distinguir. La palabra distinguido. Ah, ah, ah, ah, resuella Amalfitano mientras se ahoga como si tuviera un repentino ataque de asma. Ah, Chile.

Aunque, por supuesto, cabía ver otras escenas o cabía ver ese cuadro desgraciado desde otras perspectivas. Y así como el libro empezaba con un recto a la mandíbula (el Yekmonchi llamado Chile, geográfica y políticamente era igual al Estado griego), el lector activo preconizado por Cortázar podía empezar la lectura con una patada en los testículos del autor y ver de inmediato en éste a un hombre de paja, un factótum al servicio de algún coronel de Inteligencia, o tal vez de algún general con ínfulas de intelectual, lo que tampoco, tratándose de Chile, era muy raro, más bien lo raro hubiera sido lo contrario, en Chile los militares se comportaban como escritores y los escritores, para no ser menos, se comportaban como militares, y los políticos (de todas las tendencias) se comportaban como escritores y como militares, y los diplomáticos se comportaban como querubines cretinos, y los médicos y abogados se comportaban como ladrones, y así hubiera podido seguir hasta la náusea, inasequible al desaliento. Pero si retomaba el hilo aparecía como posible que Kilapán tal vez no hubiera escrito ese libro. Y si Kilapán no escribió el libro, también era posible que Kilapán no existiera, es decir que no hubiera ningún Presidente de la Confederación Indígena de Chile, entre otras razones porque tal vez no existía esa Confederación Indígena, ni hubiera ningún Secretario de la Academia de la Lengua Araucana, entre otras razones porque tal vez nunca existió esa Academia de la Lengua Araucana. Todo falso. Todo inexistente. Kilapán, bajo este prisma, pensó Amalfitano moviendo la cabeza al compás (ligerísimo) con que se movía el libro de Dieste al otro lado de la ventana, bien podía ser un nom de plume de Pinochet, de los largos insomnios de Pinochet o de sus fructuosas madrugadas, cuando se levantaba a las seis de la mañana o a las cinco y media y tras ducharse y hacer un poco de ejercicio se encerraba en su biblioteca a repasar las injurias internacionales, a meditar en la mala fama de que gozaba Chile en el extranjero. Pero no había que hacerse demasiadas ilusiones. La prosa de Kilapán, sin duda, podía ser la de Pinochet. Pero también podía ser la de Aylwin o la de Lagos. La prosa de Kilapán podía ser la de Frei (lo que ya era mucho decir) o la de cualquier neofascista de la derecha. En la prosa de Lonko Kilapán no sólo cabían todos los estilos de Chile sino también todas las tendencias políticas, desde los conservadores hasta los comunistas, desde los nuevos liberales hasta los viejos sobrevivientes del MIR. Kilapán era el lujo del castellano hablado y escrito en Chile, en sus fraseos aparecía no sólo la nariz apergaminada del abate Molina, sino las carnicerías de Patricio Lynch, los interminables naufragios de la Esmeralda, el desierto de Atacama y las vacas pastando, las becas Guggenheim, los políticos socialistas alabando la política económica de la dictadura militar, las esquinas donde se vendían sopaipillas fritas, el mote con huesillos, el fantasma del muro de Berlín que ondeaba en las inmóviles banderas rojas, los maltratos familiares, las putas de buen corazón, las casas baratas, lo que en Chile llamaban resentimiento y que Amalfitano llamaba locura.

Pero lo que de verdad buscaba era un nombre. El nombre de la madre telépata de O’Higgins. Según Kilapán: Kinturay Treulen, hija de Killenkusi y de Waramanke Treulen. Según la historia oficial: doña Isabel Riquelme. Llegado a este punto Amalfitano decidió dejar de contemplar el libro de Dieste que se mecía (ligerísimo) en la oscuridad, y sentarse y pensar en el nombre de su propia madre: doña Eugenia Riquelme (en realidad doña Filia María Eugenia Riquelme Graña). Tuvo un breve sobresalto. Se le pusieron los pelos de punta por espacio de cinco segundos. Trató de reírse pero no pudo.

Yo a usted lo comprendo, le dijo Marco Antonio Guerra.

Digo, si no me equivoco, yo creo que lo comprendo. Usted es como yo y yo soy como usted. No estamos a gusto. Vivimos en un ambiente que nos asfixia. Hacemos como que no pasa nada, pero sí pasa. ¿Qué pasa? Nos asfixiamos, carajo. Usted se desfoga como puede. Yo doy o me dejo dar madrizas. Pero no madrizas cualquiera, putizas apocalípticas. Le voy a contar un secreto.

A veces salgo por la noche y voy a bares que usted ni se imagina. Allí me hago el joto. Pero no un joto cualquiera: uno fino, despreciativo, irónico, una margarita en el establo de los cerdos más cerdos de Sonora. Por supuesto, yo de joto no tengo ni un pelo, eso se lo puedo jurar sobre la tumba de mi madre muerta. Pero igual finjo que lo soy. Un puto joto presumido y con dinero que mira a todos por encima del hombro.

Y entonces sucede lo que tiene que suceder. Dos o tres zopilotes me invitan a salir afuera. Y comienza la madriza. Yo lo sé y no me importa. A veces son ellos los que salen malparados, sobre todo cuando voy con mi pistola. Otras veces soy yo. No me importa. Necesito estas pinches salidas. En ocasiones mis amigos, los pocos amigos que tengo, chavos de mi edad que ya son licenciados, me dicen que debo cuidarme, que soy una bomba de tiempo, que soy masoquista. Uno, al que quería mucho, me dijo que estas cosas sólo alguien como yo podía permitírselas, porque tengo a mi padre que siempre me saca de los líos en que me meto. Pura casualidad, no más. Yo nunca le he pedido nada a mi papá. La verdad es que no tengo amigos, prefiero no tenerlos. Al menos, prefiero no tener amigos mexicanos. Los mexicanos estamos podridos, ¿lo sabía? Todos. Aquí no se salva nadie. Desde el presidente de la república hasta el payaso del subcomandante Marcos. Si yo fuera el subcomandante Marcos, ¿sabe lo que haría? Lanzaría un ataque con todo mi ejército sobre una ciudad cualquiera de Chiapas, siempre y cuando tuviera una fuerte guarnición militar. Y allí inmolaría a mis pobres indios. Y luego probablemente me iría a vivir a Miami. ¿Qué clase de música le gusta?, preguntó Amalfitano. La música clásica, maestro, Vivaldi, Cimarrosa, Bach. ¿Y qué libros suele leer? Antes leía de todo, maestro, y en grandes cantidades, hoy sólo leo poesía. Sólo la poesía no está contaminada, sólo la poesía está fuera del negocio. No sé si me entiende, maestro. Sólo la poesía, y no toda, eso que quede claro, es alimento sano y no mierda.