La voz del joven Guerra surgió, fragmentada en esquirlas planas, inofensivas, desde una enredadera, y dijo: Georg Trakl es uno de mis favoritos.

La mención de Trakl hizo pensar a Amalfitano, mientras dictaba una clase de forma totalmente automática, en una farmacia que quedaba cerca de su casa en Barcelona y a la que solía ir cuando necesitaba una medicina para Rosa. Uno de los empleados era un farmacéutico casi adolescente, extremadamente delgado y de grandes gafas, que por las noches, cuando la farmacia estaba de turno, siempre leía un libro. Una noche Amalfitano le preguntó, por decir algo mientras el joven buscaba en las estanterías, qué libros le gustaban y qué libro era aquel que en ese momento estaba leyendo. El farmacéutico le contestó, sin volverse, que le gustaban los libros del tipo de La metamorfosis, Bartleby, Un corazón simple, Un cuento de Navidad.

Y luego le dijo que estaba leyendo Desayuno en Tiffanys, de Capote. Dejando de lado que Un corazón simple y Un cuento de Navidad eran, como el nombre de este último indicaba, cuentos y no libros, resultaba revelador el gusto de este joven farmacéutico ilustrado, que tal vez en otra vida fue Trakl o que tal vez en ésta aún le estaba deparado escribir poemas tan desesperados como su lejano colega austriaco, que prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.

Esa noche, mientras las palabras altisonantes del joven Guerra aún resonaban en el fondo de su cerebro, Amalfitano soñó que veía aparecer en un patio de mármol rosa al último filósofo comunista del siglo XX. Hablaba en ruso. O mejor dicho:

cantaba una canción en ruso mientras su corpachón se desplazaba, haciendo eses, hacia un conjunto de mayólicas veteadas de un rojo intenso que sobresalía en el plano regular del patio como una especie de cráter o de letrina. El último filósofo comunista iba vestido con traje oscuro y corbata celeste y tenía el pelo encanecido. Aunque daba la impresión de que se iba a derrumbar en cualquier momento, milagrosamente se mantenía erguido. La canción no siempre era la misma, pues a veces intercalaba palabras en inglés o francés que pertenecían a otras canciones, baladas de música pop o tangos, melodías que celebraban la embriaguez o el amor. Sin embargo estas interrupciones eran breves y esporádicas y no tardaba demasiado en retomar el hilo de la canción original, en ruso, cuyas palabras Amalfitano no entendía (aunque en los sueños, como en los Evangelios, uno suele tener el don de lenguas), pero que intuía tristísimas, el relato o las quejas de un boyero del Volga que navega durante toda la noche y se conduele con la luna del triste destino de los hombres, que tienen que nacer y morir. Cuando el último filósofo del comunismo por fin llegaba al cráter o a la letrina, Amalfitano descubría con estupor que se trataba ni más ni menos que de Borís Yeltsin. ¿Éste es el último filósofo del comunismo? ¿En qué clase de loco me estoy convirtiendo si soy capaz de soñar estos despropósitos? El sueño, sin embargo, estaba en paz con el espíritu de Amalfitano. No era una pesadilla.

Y le proporcionaba, además, una suerte de bienestar ligero como una pluma. Entonces Borís Yeltsin miraba a Amalfitano con curiosidad, como si fuera Amalfitano el que hubiera irrumpido en su sueño y no él en el sueño de Amalfitano. Y le decía:

escucha mis palabras con atención, camarada. Te voy a explicar cuál es la tercera pata de la mesa humana. Yo te lo voy a explicar.

Y luego déjame en paz. La vida es demanda y oferta, u oferta y demanda, todo se limita a eso, pero así no se puede vivir.

Es necesaria una tercera pata para que la mesa no se desplome en los basurales de la historia, que a su vez se está desplomando permanentemente en los basurales del vacío. Así que toma nota. Ésta es la ecuación: oferta + demanda + magia. ¿Y qué es magia? Magia es épica y también es sexo y bruma dionisiaca y juego. Y después Yeltsin se sentaba en el cráter o la letrina y le mostraba a Amalfitano los dedos que le faltaban y hablaba de su infancia y de los Urales y de Siberia y de un tigre blanco que erraba por los infinitos espacios nevados. Y luego sacaba una petaca de vodka del bolsillo del traje y decía:

– Creo que es hora de tomar una copita.

Y, después de beber y tras mirar al pobre profesor chileno con una mirada maliciosa de cazador, retomaba, con más ímpetu si cabe, su canto. Y después desaparecía tragado por el cráter veteado de rojo o por la letrina veteada de rojo y Amalfitano se quedaba solo y no se atrevía a mirar por el agujero, por lo que no le quedaba más remedio que despertar.

La parte de Fate

¿Cuándo empezó todo?, pensó. ¿En qué momento me sumergí?

Un oscuro lago azteca vagamente familiar. La pesadilla.

¿Cómo salir de aquí? ¿Cómo controlar la situación? Y luego otras preguntas: ¿realmente quería salir? ¿Realmente quería dejarlo todo atrás? Y también pensó: el dolor ya no importa. Y también:

tal vez todo empezó con la muerte de mi madre. Y también: el dolor no importa, a menos que aumente y se haga insoportable.

Y también: joder, duele, joder, duele. No importa, no importa.

Rodeado de fantasmas.

Quincy Williams tenía treinta años cuando murió su madre.

Una vecina lo llamó al teléfono de su trabajo.

– Querido -le dijo-, Edna ha muerto.

Preguntó cuándo. Oyó los sollozos de la mujer al otro lado del teléfono y otras voces, probablemente también mujeres.

Preguntó cómo. Nadie le contestó y colgó el teléfono. Marcó el número de casa de su madre.

– ¿Quién habla? -oyó que decía una mujer con voz colérica.

Pensó: mi madre está en el infierno. Volvió a colgar. Llamó otra vez. Una mujer joven le contestó.

– Soy Quincy, el hijo de Edna Miller -dijo.

La mujer exclamó algo que no entendió y al poco rato otra mujer cogió el aparato. Pidió hablar con la vecina. Está en la cama, le contestaron, le acaba de dar un ataque al corazón, Quincy, estamos esperando que llegue una ambulancia para llevarla al hospital. No se atrevió a preguntar por su madre. Oyó una voz de hombre que profería un insulto. El tipo debía de estar en el pasillo y la puerta de casa de su madre abierta. Se llevó una mano a la frente y esperó, sin colgar, a que alguien le explicara algo. Dos voces de mujer reprendieron al que había blasfemado.

Dijeron un nombre de hombre pero él no pudo oírlo con nitidez.

La mujer que escribía en la mesa vecina le preguntó si le pasaba algo. Levantó la mano como si estuviera escuchando algo importante y negó con la cabeza. La mujer siguió escribiendo.

Al cabo de un rato Quincy colgó, se puso la chaqueta que colgaba en el respaldo de la silla y dijo que tenía que marcharse.

Cuando llegó a casa de su madre sólo encontró a una adolescente de unos quince años, que veía la televisión sentada en el sofá. La adolescente se levantó al verlo entrar. Debía de medir un metro ochentaicinco y era muy delgada. Llevaba bluejeans y encima un vestido negro con flores amarillas, muy amplio, como si fuera un blusón.