Se duchó y no se afeitó. Escuchó los mensajes en el contestador.

Dejó sobre la mesa el dossier de Barry Seaman que había traído de su oficina. Se puso ropa limpia y salió. Como aún tenía tiempo, primero fue a casa de su madre. Notó que algo allí olía a rancio. Fue a la cocina y al no encontrar nada podrido cerró la bolsa de basura y abrió la ventana. Después se sentó en el sofá y encendió la tele. Sobre un estante junto al televisor vio algunos videos. Durante unos segundos pensó en examinarlos, pero casi al instante desistió. Seguramente eran cintas donde su madre grababa programas que luego veía por la noche. Trató de pensar en algo agradable. Trató de organizar mentalmente su agenda.

No pudo. Al cabo de un rato de inmovilidad absoluta, apagó el televisor, cogió las llaves y la bolsa de basura y abandonó la casa.

Antes de bajar llamó a la puerta de la vecina. Nadie contestó. En la calle arrojó la bolsa de basura a un contenedor repleto.

La ceremonia fue sencilla y extremadamente práctica. Firmó un par de papeles. Extendió otro cheque. Recibió las condolencias del señor Tremayne, primero, y del señor Lawrence, que apareció al final, cuando ya se iba con el jarrón donde estaban las cenizas de su madre. ¿El oficio ha sido satisfactorio?, dijo el señor Lawrence. Durante la ceremonia, sentada en un extremo de la sala, volvió a ver a la adolescente alta. Iba vestida igual que antes, con bluejeans y el vestido negro con flores amarillas. La miró y trató de hacerle un gesto amistoso, pero ella no lo miraba a él. El resto de los asistentes eran desconocidos, aunque predominaban las mujeres, por lo que supuso que debían de ser amigas de su madre. Al final, dos de éstas se le acercaron y le dijeron palabras que no entendió y que podían ser de ánimo o de reconvención. Volvió caminando a casa de su madre. Dejó el jarrón junto a los vídeos y volvió a encender la tele. Ya no olía a rancio. Todo el edificio estaba en silencio, como si no hubiera nadie o todos hubieran salido a hacer algo urgente. Desde la ventana vio a unos adolescentes que jugaban y hablaban (o conspiraban), pero cada cosa a su tiempo, es decir, jugaban durante un minuto, se detenían, se juntaban todos, hablaban durante un minuto y volvían a jugar, tras lo cual paraban y se repetía lo mismo una y otra vez.

Se preguntó qué clase de juego era ése y si las interrupciones para hablar eran parte del juego o un palmario desconocimiento de sus reglas. Decidió salir a caminar. Al cabo de un rato sintió hambre y entró en un pequeño local árabe (egipcio o jordano, no lo sabía) en donde le sirvieron un bocadillo de carne de cordero picada. Al salir se sintió mal. En un callejón en penumbra se puso a vomitar el cordero y en la boca le quedó un gusto a bilis y a especias. Vio a un tipo que arrastraba un carrito de hot-dogs. Le dio alcance y le pidió una cerveza. El tipo lo miró como si Fate estuviera drogado y le dijo que a él no le permitían vender bebidas alcohólicas.

– Dame lo que tengas -dijo.

El tipo le tendió una botella de Coca-Cola. Pagó y se bebió toda la Coca-Cola mientras el tipo del carrito se alejaba por la avenida mal iluminada. Al cabo de un rato vio la marquesina de un cine. Recordó que en su adolescencia solía pasar muchas tardes allí. Decidió entrar aunque la película, tal como le anunció la taquillera, ya hacía rato que había empezado.

Permaneció sentado en la butaca durante una sola escena.

Un tipo blanco era detenido por tres policías negros. Los policías no lo llevan a una comisaría sino a un aeródromo. Allí el tipo detenido ve al jefe de los policías, que también es negro. El tipo es bastante listo y no tarda en comprender que son agentes de la DEA. Con sobrentendidos y silencios elocuentes, llegan a una especie de trato. Mientras hablan, el tipo se asoma a una ventana. Ve la pista de aterrizaje y una avioneta Cesna que carretea hacia un lado de la pista. De la avioneta sacan un cargamento de cocaína. El que abre las cajas y extrae los ladrillos es negro. Junto a él hay otro negro que va tirando la droga en el interior de un barril con fuego, como los que usan los sin casa para calentarse durante las noches de invierno. Pero estos policías negros no son mendigos sino agentes de la DEA, bien vestidos, funcionarios del gobierno. El tipo deja de mirar por la ventana y le hace notar al jefe que todos sus hombres son negros.

Están más motivados, dice el jefe. Y después dice: ahora puedes largarte. Cuando el tipo se va el jefe sonríe pero la sonrisa no tarda en convertirse en una mueca. En ese momento Fate se levantó y se dirigió a los lavabos, en donde vomitó lo que quedaba de cordero en su estómago. Después salió a la calle y volvió a casa de su madre.

Antes de abrir la puerta, llamó con los nudillos en la puerta de la vecina. Le abrió una mujer más o menos de su misma edad, con gafas y el pelo envuelto en un turbante africano de color verde. Se identificó y preguntó por la vecina. La mujer lo miró a los ojos y lo hizo pasar. La sala era parecida a la de su madre, incluso los muebles eran similares. En el interior vio a seis mujeres y tres hombres. Algunos estaban de pie o apoyados en el quicio de la cocina, pero la mayoría permanecían sentados.

– Soy Rosalind -dijo la mujer del turbante-, su madre y mi madre eran muy amigas.

Fate asintió con la cabeza. Del fondo de la casa llegaron unos sollozos. Una de las mujeres se levantó y entró en la habitación.

Al abrir la puerta los sollozos crecieron en intensidad, pero cuando la puerta se cerró dejaron de oírse.

– Es mi hermana -dijo Rosalind con un gesto de hastío-.

¿Quiere un café?

Fate dijo que sí. Al marcharse la mujer a la cocina uno de los hombres que estaba de pie se le acercó y le preguntó si quería ver a la señora Holly. Dijo que sí con la cabeza. El hombre lo guió hasta el dormitorio, pero se quedó detrás de él, al otro lado de la puerta. En la cama yacía el cadáver de la vecina y junto a ella vio a una mujer, de rodillas, rezando. Sentada en una mecedora, junto a la ventana, vio a la adolescente de los bluejeans y el vestido negro con flores amarillas. Tenía los ojos rojos y lo miró como si nunca lo hubiera visto antes.

Al salir se sentó en la punta de un sofá ocupado por mujeres que hablaban con monosílabos. Cuando Rosalind le puso la taza de café en las manos le preguntó cuándo había muerto su madre. Esta tarde, dijo Rosalind con voz serena. ¿De qué murió?

Cosas de la edad, dijo Rosalind con una sonrisa. Al volver a casa Fate se dio cuenta de que aún llevaba la taza de café en la mano. Por un instante pensó en volver a casa de la vecina y devolvérsela, pero luego pensó que era mejor dejarlo para el día siguiente. Fue incapaz de beberse el café. Lo dejó junto a los vídeos y el jarrón que contenía las cenizas de su madre, después encendió el televisor y apagó las luces de la casa y se tendió en el sofá. Quitó el sonido.

A la mañana siguiente, cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue una serie de dibujos animados. Un montón de ratas corriendo por la ciudad y dando gritos mudos. Cogió el mando con una mano y cambió de canal. Cuando encontró uno de noticias puso el sonido, aunque no muy fuerte, y se levantó. Se lavó la cara y el cuello y cuando se secó se dio cuenta de que aquella toalla que colgaba del toallero había sido con casi toda probabilidad la última toalla que su madre utilizara. La olió pero no descubrió ningún olor familiar. En el estante del baño había varias cajas de medicinas y algunos potes con cremas hidratantes o antiinflamatorias. Llamó por teléfono al trabajo y preguntó por su jefe de sección. Sólo estaba su vecina de mesa y con ella habló. Le dijo que no iría a la revista pues pensaba salir dentro de unas horas para Detroit. Ella dijo que ya lo sabía y le deseó buena suerte.

– Volveré dentro de tres días, tal vez cuatro -dijo.

Luego colgó, se alisó la camisa, se puso la chaqueta, se miró en el espejo que había junto a la entrada y trató vanamente de animarse. Es hora de volver al trabajo. Con la mano en el pomo de la puerta, se quedó quieto y pensó si no sería conveniente llevarse a su casa el jarrón con las cenizas. Lo haré cuando vuelva, pensó, y abrió la puerta.