Decía algo sobre el influjo de la luna. Después a la mujer le crecían piernas de madera y brazos de alambre y una lengua hecha de hierbas y plantas trenzadas. Totalmente despistado, preguntó por su coche y el viejo le contestó que estaba al otro lado del parque Rebeca Holmes. Cruzaron la calle hablando de deportes.

Anduvieron cien metros y entraron en una iglesia.

Allí, desde el púlpito, Seaman habló de su vida. Lo presentó el reverendo Ronald K. Foster, aunque por la manera de hacerlo se notaba que Seaman ya había estado allí antes. Voy a tratar cinco temas, dijo Seaman, ni uno más ni uno menos. El primer tema es PELIGRO. El segundo, DINERO. El tercero, COMIDA. El cuarto, ESTRELLAS. El quinto y último, UTILIDAD.

La gente sonrió y algunos movieron la cabeza en señal de aprobación, como si le dijeran al conferenciante que estaban de acuerdo, que no tenían nada mejor que hacer que escucharlo.

En una esquina vio a cinco chicos, ninguno mayor de veinte años, vestidos con chaquetas negras y boinas negras y lentes negros que miraban a Seaman con expresión estólida y que lo mismo estaban allí para aplaudirle que para insultarle. En el escenario el viejo se movía con la espalda encorvada de un lado a otro, como si de pronto hubiera olvidado su discurso. De improviso, a una orden del pastor, el coro cantó un gospel. La letra de la canción hablaba de Moisés y del cautiverio del pueblo de Israel en Egipto. El mismo pastor los acompañaba al piano.

Entonces Seaman volvió al centro y levantó una mano (tenía los ojos cerrados) y a los pocos segundos cesaron las notas del coro y la iglesia quedó en silencio.

PELIGRO. Contra lo que todos (o buena parte de los feligreses) esperaban, Seaman empezó hablando de su infancia en California. Dijo que para los que no conocen California, ésta a lo que más se parecía era a una isla encantada. Tal cual. Es igual que en las películas, pero mejor. La gente vive en casas de una sola planta y no en edificios, dijo, y acto seguido se extendió en una comparación entre casas de una sola planta o a lo sumo de dos y edificios de cuatro o cinco plantas en donde el ascensor un día está estropeado y otro día fuera de servicio. En lo único en que los edificios no salían desfavorablemente parados era en las distancias. Un barrio de edificios acorta las distancias, dijo.

Todo queda más cerca. Puedes ir caminando a comprar la comida o puedes caminar hasta el bar más próximo (aquí le guiñó un ojo al reverendo Foster), o hasta la iglesia de tu congregación más próxima, o hasta un museo. Es decir, no tienes necesidad de coger un coche. Ni siquiera tienes necesidad de tener un coche. Y aquí se extendió con una serie de estadísticas sobre accidentes automovilísticos mortales en un condado de Detroit y en un condado de Los Ángeles. Y eso que es en Detroit donde se fabrican, dijo, y no en Los Ángeles. Levantó un dedo, se buscó algo en el bolsillo de la chaqueta y sacó un inhalador para enfermos broncopulmonares. Todo el mundo esperó en silencio. Los dos chisguetazos del inhalador se oyeron hasta en el último rincón de la iglesia. Perdón, dijo Seaman. Después contó que él a los trece años había aprendido a conducir. Ya no lo hago, dijo, pero a los trece aprendí y no es algo que me llene de orgullo. En ese momento miró a la sala, a un sitio impreciso en el centro de la nave, y dijo que él había sido uno de los fundadores del partido Panteras Negras. Concretamente, dijo, Marius Newell y yo. A partir de ese instante la conferencia dio un ligerísimo giro. Fue como si las puertas de la iglesia se hubieran abierto, escribió Fate en su cuaderno de notas, y hubiera entrado el fantasma de Newell. Pero acto seguido, como si quisiera salir del atolladero, Seaman se puso a hablar no de Newell sino de la madre de Newell, Anne Jordan Newell, y evocó su porte, agraciado, su trabajo, obrera en una fábrica de aspersores, su religiosidad, acudía cada domingo a la iglesia, su laboriosidad, tenía la casa limpia como una patena, su simpatía, siempre tuvo una sonrisa para los demás, su responsabilidad, daba, sin imponerlos, buenos y sabios consejos. No hay nada superior a una madre, concluyó Seaman. Yo fundé, junto a Marius, los Panteras Negras. Trabajábamos en lo que fuera y comprábamos escopetas y pistolas para la autodefensa del pueblo. Pero una madre vale más que la revolución negra. Os lo puedo asegurar. En mi larga y azarosa vida he visto muchas cosas. Estuve en Argelia y estuve en China y en varias cárceles de los Estados Unidos. No hay nada que valga tanto como una madre. Esto lo digo aquí y lo digo en cualquier otro lugar y a cualquier hora, dijo con voz bronca. Después pidió perdón otra vez y se dio la vuelta, hacia el altar, y luego volvió a ponerse de cara al público. Como ustedes saben, dijo, a Marius Newell lo mataron. Lo mató un negro como ustedes o como yo, una noche, en Santa Cruz, California.

Yo se lo dije. Marius, no vuelvas a California, mira que allí hay mucho policía que nos tiene tomada la medida. Pero él no me hizo caso. Le gustaba California. Le gustaba ir a los roqueríos los domingos y respirar el olor del océano Pacífico.

Cuando ambos estábamos en la cárcel, a veces, recibía postales de él en las que me decía que había soñado que respiraba ese aire. Y eso es raro, a pocos negros he conocido que les gustara tanto el mar. Más bien a ninguno, sobre todo en California.

Pero yo sé lo que Marius quería decir, sé lo que esto significa.

Bueno, sinceramente, yo tengo una teoría acerca de esto, acerca de por qué a los negros no nos gusta el mar. Sí nos gusta. Pero no nos gusta tanto como a otra gente. Pero mi teoría no viene a cuento ahora. Marius me dijo que las cosas habían cambiado en California. Hay ahora muchos más policías negros, por ejemplo. Es verdad. En eso ha cambiado. Pero hay otras cosas en que todo sigue igual. Aunque hay cosas que no y eso hay que reconocerlo. Y Marius lo reconocía y sabía que parte del mérito era nuestro. Los Panteras Negras habíamos contribuido al cambio. Con nuestro grano de arena o con nuestro camión volquete. Habíamos contribuido. También había contribuido la madre de Marius y todas las demás madres negras que por las noches, en vez de dormir, lloraron e imaginaron las puertas del infierno. Así que decidió volver a California y vivir allí lo que le quedaba de vida, tranquilo, sin hacer daño a nadie, y tal vez fundar una familia y tener hijos. Siempre dijo que a su primer hijo lo iba a llamar Frank, en memoria de un compañero que murió en la prisión de Soledad. En realidad, hubiera tenido que tener por lo menos treinta hijos para recordar a los amigos muertos. O diez y a cada uno ponerle tres nombres. O cinco y a cada uno ponerle seis nombres. Pero la verdad es que no tuvo ninguno porque una noche, mientras estaba caminando por una calle de Santa Cruz, lo mató un negro. Dicen que por dinero. Dicen que Marius le debía dinero y que por eso lo mataron, pero a mí me cuesta creerlo. Yo creo que alguien pagó para que lo mataran. Marius en aquella época estaba luchando contra el tráfico de drogas en los barrios y a alguien eso no le gustó. Puede ser. Yo aún estaba en la cárcel y no sé muy bien qué fue lo que pasó. Tengo mis versiones, demasiadas versiones.

Sólo sé que Marius murió en Santa Cruz, en donde no vivía, adonde había ido a pasar unos días, y resulta difícil pensar que el asesino viviera allí. Es decir: el asesino siguió a Marius. Y el único motivo que se me ocurre pensar que justificara la presencia de Marius en Santa Cruz es el mar. Marius fue a ver y a oler el océano Pacífico. Y el asesino se desplazó a Santa Cruz siguiendo el olor de Marius. Y pasó lo que todos saben. A veces me imagino a Marius. Más frecuentemente de lo que en el fondo desearía. Y lo veo en una playa de California. En alguna de Big Sur, por ejemplo, o en la playa de Monterrey, al norte de Fisherman’s Wharf, subiendo por la Highway 1. Él está acodado en un mirador, de espaldas a nosotros. Es invierno y hay pocos turistas. Los Panteras Negras somos jóvenes, ninguno mayor de veinticinco años. Todos vamos armados, aunque hemos dejado las armas en el coche, y nuestros rostros expresan un profundo desagrado. El mar ruge. Entonces yo me acerco a Marius y le digo vámonos de aquí ahora mismo. Y en ese momento Marius se da la vuelta y me mira. Está sonriendo. Está más allá. Y me indica el mar con una mano, porque es incapaz de expresar con palabras lo que siente. Y entonces yo me asusto, aunque es mi hermano a quien tengo a mi lado, y pienso: el mar es el peligro.