DINERO. En pocas palabras, para Seaman el dinero era necesario, pero no tan necesario como la gente decía. Se puso a hablar de lo que llamó «relativismo económico». En la cárcel de Folsom, dijo, un cigarrillo equivalía a una vigésima parte de una lata pequeña de mermelada de fresa. En la cárcel de Soledad, por el contrario, un cigarrillo equivalía a una trigésima parte de esa misma lata de mermelada de fresa. En Walla-Walla, sin embargo, un cigarrillo estaba a la par de la lata de mermelada, entre otras razones porque los reclusos de Walla-Walla, vaya uno a saber por qué motivos, tal vez debido a una intoxicación alimentaria, tal vez a una adicción cada vez mayor a la nicotina, despreciaban profundamente las cosas dulces y procuraban pasarse todo el día inhalando humo en sus pulmones. El dinero, dijo Seaman, en el fondo era un misterio y él no era, por sus nulos estudios, la persona más adecuada para hablar de ese tema. No obstante tenía dos cosas que decir. La primera era que no estaba de acuerdo en la forma en que gastaban su dinero los pobres, sobre todo los pobres afroamericanos. Me hierve la sangre, dijo, cuando veo a un chulo de putas paseándose por el barrio a bordo de una limousine o de un Lincoln Continental.
No lo puedo soportar. Cuando los pobres ganan dinero deberían comportarse con mayor dignidad, dijo. Cuando los pobres ganan dinero, deberían ayudar a sus vecinos. Cuando los pobres ganan mucho dinero, deberían mandar a sus hijos a la universidad y adoptar a uno o más huérfanos. Cuando los pobres ganan dinero, deberían admitir públicamente que han ganado sólo la mitad. Ni a sus hijos deberían contarle lo que en realidad tienen, porque los hijos luego quieren la totalidad de la herencia y no están dispuestos a compartirla con sus hermanos adoptivos. Cuando los pobres ganan dinero deberían guardar fondos secretos para ayudar no sólo a los negros que están pudriéndose en las cárceles de los Estados Unidos, sino para fundar empresas humildes como lavanderías, bares, videoclubs, que generen ganancias que luego se reviertan íntegramente en sus comunidades. Becas de estudio. Aunque los becarios acaben mal. Aunque los becarios acaben suicidándose de tanto escuchar rap o en un arrebato de ira asesinen a su profesor blanco y a cinco compañeros de clase. El camino del dinero está sembrado de tentativas y fracasos que no deben desanimar a los pobres enriquecidos o a los nuevos ricos de nuestra comunidad. Hay que aplicarse en ese punto. Hay que sacar agua no sólo de las rocas sino también del desierto. Aunque sin olvidar que el dinero siempre será un problema pendiente, dijo Seaman.
COMIDA. Como ustedes saben, dijo Seaman, yo resucité gracias a las chuletas de cerdo. Primero fui un Pantera Negra y me enfrenté a la policía de California y luego viajé por todo el mundo y luego viví varios años con los gastos pagados por el gobierno de los Estados Unidos de América. Cuando me soltaron yo no era nadie. Los Panteras Negras ya no existían.
Algunos nos consideraban un antiguo grupo terrorista. Otros, un recuerdo vago del pintoresquismo negro de los años sesenta.
Marius Newell había muerto en Santa Cruz. Otros compañeros habían muerto en las cárceles y otros habían pedido disculpas públicas y cambiado de vida. Ahora había negros no sólo en la policía. Había negros ocupando cargos públicos, alcaldes negros, empresarios negros, abogados de renombre negros, estrellas de la tele y del cine, y los Panteras Negras eran un estorbo.
Así que cuando yo salí a la calle ya no quedaba nada o quedaba muy poco, los restos humeantes de una pesadilla en la que habíamos entrado siendo adolescentes y de la que ahora salíamos siendo adultos, casi viejos, yo diría, sin futuro posible, porque lo que sabíamos hacer lo habíamos olvidado durante los largos años de cárcel y dentro de la cárcel nada habíamos aprendido, a no ser la crueldad de los carceleros y el sadismo de algunos reclusos. Ésa era mi situación. Así que mis primeros meses con la condicional fueron tristes y grises. A veces me quedaba durante horas viendo parpadear las luces de una calle cualquiera, asomado a la ventana y fumando sin parar. No voy a negar que en más de una ocasión por mi cabeza cruzaron pensamientos funestos. Sólo una persona me ayudó desinteresadamente, mi hermana mayor, que en gloria esté. Ella me ofreció su casa en Detroit, que era bastante pequeña, pero que para mí fue como si una princesa europea me ofreciera su castillo para pasar una temporada de reposo. Mis días eran monótonos pero tenían algo de lo que hoy, con la experiencia acumulada, no dudaría en llamar felicidad. Por aquel entonces sólo veía regularmente a dos personas: mi hermana, que era el ser humano más bondadoso del mundo, y mi agente de libertad vigilada, un tipo gordo que a veces me invitaba a beber un whisky en su oficina y solía decirme: ¿cómo es que fuiste un tipo tan malo, Barry? Alguna vez pensé que lo decía para provocarme.
Alguna vez pensé: este tipo está a sueldo de los policías de California y quiere provocarme y luego meterme un balazo en la barriga. Háblame de tus h…, Barry, decía, refiriéndose a mis atributos viriles, o: háblame de los tipos que te cargaste. Habla, Barry. Habla. Y abría el cajón de su escritorio, donde yo sabía que tenía su arma, y esperaba. Y yo no tenía más remedio que hablar. Le decía: bueno, Lou, yo no conocí al presidente Mao, pero sí que conocí a Lin Piao, nos fue a recibir al aeropuerto, Lin Piao, que luego quiso cargarse al presidente Mao y que murió en un accidente de avión mientras huía hacia Rusia. Un tipo pequeño y más hábil que una serpiente. ¿Tú recuerdas a Lin Piao? Y Lou decía que no había oído hablar de Lin Piao en su vida. Bueno, Lou, decía yo, era algo así como un ministro chino o como el secretario de Estado de la China. Y en esa época no había muchos norteamericanos allí, te lo puedo asegurar.
Se podría decir que fuimos nosotros los que les allanamos el camino a Kissinger y Nixon. Y así podía estar con Lou durante tres horas, él pidiéndome que le hablara de los tipos a los que yo había matado por la espalda, y yo hablándole de los políticos y de los países que había conocido. Hasta que por fin me lo pude sacar de encima, a base de paciencia cristiana, y desde entonces no lo he vuelto a ver más. Probablemente Lou murió de cirrosis. Y mi vida siguió hacia adelante, con los mismos sobresaltos y la misma sensación de provisionalidad. Entonces, un día cualquiera, recordé que había algo que no había olvidado.
No me había olvidado de cocinar. No me había olvidado de mis chuletas de cerdo. Con la ayuda de mi hermana, que era una santa y a la que le encantaba hablar de estas cosas, fui anotando todas las recetas que recordaba, las de mi madre, las que había hecho en la cárcel, las que los sábados hacía en casa, en la azotea de casa, para mi hermana, aunque ella, he de decirlo, no era muy aficionada a la carne. Y cuando tuve el libro completo fui a Nueva York a ver a algunos editores y uno de ellos se interesó y el resto vosotros ya lo conocéis. El libro me puso en circulación otra vez. Aprendí a combinar la gastronomía con la memoria. Aprendí a combinar la gastronomía con la historia.
Aprendí a combinar la gastronomía con mi agradecimiento y mi perplejidad por la bondad de tanta gente, empezando por mi difunta hermana y siguiendo por tantas personas. Y aquí permítanme que haga una precisión. Cuando digo perplejidad, quiero decir, también, maravilla. Es decir, una cosa extraordinaria que causa admiración. Como la flor de la maravilla, o como las azaleas, o como las siemprevivas. Pero también me di cuenta de que esto no bastaba. No podía vivir siempre con mis famosas y riquísimas recetas de costillas. No dan para tanto las costillas. Hay que cambiar. Hay que revolverse y cambiar. Hay que saber buscar aunque uno no sepa qué es lo que busca. Así que ya pueden ir sacando, los que estén interesados, lápiz y papel, pues les voy a dictar otra receta. Es la del pato a la naranja.