Ahora sabemos que detrás de una sonrisa puede ocultarse tu peor enemigo. O, dicho de otro modo, ya no confiamos en nadie, empezando por los que sonríen, pues sabemos que éstos intentan conseguir algo de ti. Sin embargo la televisión americana está llena de sonrisas y de dentaduras cada vez más perfectas.

¿Quieren que depositemos nuestra confianza en ellos? No.

¿Quieren hacernos creer que son buenas personas, incapaces de hacer daño a nadie? Tampoco. En realidad no quieren nada de nosotros. Sólo quieren enseñarnos sus dentaduras, sus sonrisas, sin pedirnos nada a cambio salvo nuestra admiración. Admiración.

Quieren que los miremos, eso es todo. Sus dentaduras perfectas, sus cuerpos perfectos, sus modales perfectos, como si ellos se estuvieran permanentemente desgajando del sol y fueran trozos de fuego, pedazos de infierno ardiente, cuya presencia en este planeta únicamente obedece a la necesidad de pleitesía.

Cuando yo era pequeño, dijo Seaman, no recuerdo que los niños llevaran alambres en la boca. Hoy casi no conozco pequeños que no los luzcan. Lo inútil se impone no como calidad de vida sino como moda o distintivo de clase, y tanto la moda como los distintivos de clase necesitan admiración, pleitesía.

Por supuesto, las modas tienen una esperanza de vida corta, un año, cuatro a lo sumo, y después pasan por todas las etapas de la degradación. El distintivo de clase, por el contrario, sólo se pudre cuando se pudre el cadáver que lo llevaba encima. Luego se puso a hablar de las cosas útiles que necesitaba el cuerpo. En primer lugar, una comida equilibrada. Veo muchos gordos en esta iglesia, dijo. Sospecho que pocos de vosotros coméis ensalada.

Tal vez sea el momento adecuado de daros una receta.

Esta receta se llama: Coles de Bruselas al limón. Anoten, por favor. Ingredientes para cuatro personas: 800 gramos de coles de Bruselas, el zumo y la ralladura de un limón, una cebolla, una rama de perejil, 40 gramos de mantequilla, pimienta negra y sal. Se prepara de la siguiente manera. Uno: Limpiar bien las coles y retirar las hojas exteriores. Picar finamente la cebolla y el perejil. Dos: En una olla con agua hirviendo y sal cocer las coles durante veinte minutos o hasta que estén tiernas. Después escurrir bien y guardar. Tres: En una sartén untada con mantequilla sofreír ligeramente la cebolla, añadir la ralladura y el zumo de limón y salpimentar al gusto. Cuatro: Incorporar las coles, mezclar con la salsa, rehogar unos minutos, espolvorear con el perejil y servir adornadas con rodajitas de limón. Para chuparse los dedos, dijo Seaman. Sin colesterol, buena para el hígado, buena para la circulación sanguínea, sanísima. Después dio la receta de la Ensalada de endibias y gambas y de la Ensalada de brécol y después dijo que no sólo de comida sana vivía el hombre. Hay que leer libros, dijo. No ver tanta televisión.

Los expertos dicen que la tele no es mala para los ojos. Yo me permito dudarlo. La tele no es buena para la vista y los teléfonos móviles aún son un misterio. Tal vez, como dicen algunos científicos, produzcan cáncer. Ni lo niego ni lo afirmo, pero ahí está. Yo lo que digo es que hay que leer libros. El pastor sabe que lo que digo es la verdad. Lean libros de autores negros.

Y de autoras negras. Pero no se queden ahí. Ésa es mi verdadera aportación de esta noche. Cuando uno lee jamás pierde el tiempo. Yo en la cárcel leía. Allí me puse a leer. Mucho. Devoraba los libros como si fueran costillitas de cerdo picantes. En las cárceles la luz se apaga muy pronto. Uno se mete en su cama y escucha ruidos. Pasos. Gritos. Como si la cárcel en lugar de estar en California estuviera en el interior del planeta Mercurio, que es el planeta más cercano al sol. Sientes frío y calor al mismo tiempo y ésa es la señal más clara de que te sientes solo o de que estás enfermo. Uno intenta, por descontado, pensar en otras cosas, en cosas bonitas, pero no siempre puede.

A veces, algún vigilante instalado en la garita interior enciende una lámpara y un rayo de luz de esa lámpara roza los barrotes de tu celda. A mí me ocurrió infinidad de veces. La luz de una lámpara mal colocada o los fluorescentes de la galería superior o de la galería vecina. Entonces cogía mi libro y lo aproximaba a la luz y me ponía a leer. Con dificultad, pues las letras y los párrafos parecían enloquecidos o atemorizados por esa atmósfera mercurial y subterránea. Pero igual leía y leía, a veces con una rapidez desconcertante hasta para mí mismo y a veces con gran lentitud, como si cada frase o palabra fuera un manjar para todo mi cuerpo, no solamente para mi cerebro.

Y así me podía estar horas, sin importarme el sueño o el hecho incontestable de que estaba preso por haberme preocupado por mis hermanos, a la mayoría de los cuales les importaba un pimiento el que yo me pudriera o no. Yo sabía que estaba haciendo algo útil. Eso era lo importante. Hacía algo útil mientras los carceleros caminaban o se saludaban entre ellos durante el cambio de turno con palabras amables que a mí me sonaban a insultos y que, bien mirado (se me acaba de ocurrir), tal vez fueran insultos. Yo hacía algo útil. Algo útil se lo mire como se lo mire. Leer es como pensar, como rezar, como hablar con un amigo, como exponer tus ideas, como escuchar las ideas de los otros, como escuchar música (sí, sí), como contemplar un paisaje, como salir a dar un paseo por la playa. Y vosotros, que sois tan amables, ahora os estaréis preguntando: ¿qué era lo que leías, Barry? Lo leía todo. Pero sobre todo recuerdo un libro que leí en uno de los momentos más desesperados de mi vida y que me devolvió la serenidad. ¿Qué libro es ése? ¿Qué libro es ése? Pues ése es un libro que se llama Compendio abreviado de la obra de Voltaire y les aseguro que es muy útil o al menos para mí fue de gran utilidad.

Aquella noche, después de dejar a Seaman en su casa, Fate durmió en el hotel que la revista le había reservado desde Nueva York. El recepcionista le dijo que lo esperaban el día anterior y le entregó un recado de su jefe de sección preguntando qué tal había ido todo. Desde su habitación lo llamó por teléfono a la revista, a sabiendas de que a esa hora allí no habría nadie, y le dejó un mensaje en el contestador explicándole vagamente su encuentro con el viejo.

Se duchó y se metió en la cama. Buscó un programa pornográfico en la tele. Halló una película en la que una alemana hacía el amor con un par de negros. La alemana hablaba en alemán y los negros también hablaban en alemán. Se preguntó si en Alemania también había negros. Luego se aburrió y cambió a una cadena gratuita. Vio un trozo de un programa basura en el que una mujer obesa de unos cuarenta años tenía que soportar los insultos de su marido, un obeso de unos treintaicinco, y de su nueva novia, una semiobesa de unos treinta años. El tipo, pensó, era claramente un marica. El programa se emitía desde Florida. Todos iban con manga corta, salvo el presentador, que llevaba una americana blanca, unos pantalones de color caqui, camisa gris verde y una corbata de color marfil. Por momentos, el presentador daba la impresión de sentirse incómodo. El obeso gesticulaba y se movía como un rapero, jaleado por su novia semiobesa. La esposa del obeso, por el contrario, permaneció en silencio mirando al público hasta que se puso a llorar sin hacer ningún comentario.

Esto tiene que acabarse aquí, pensó Fate. Pero el programa o aquel segmento del programa no acabó allí. Al ver las lágrimas de su esposa el obeso redobló su ataque verbal. Entre las cosas que le dijo Fate creyó distinguir la palabra gorda. También le dijo que ya no iba a permitir que le siguiera arruinando la vida. No te pertenezco, dijo. Su novia semiobesa dijo: no te pertenece, es hora de que te saques la venda de los ojos. Al cabo de un rato la mujer sentada reaccionó. Se levantó y dijo que ya no podía escuchar más. No se lo dijo a su marido ni a la novia de su marido sino directamente al presentador. Éste le dijo que asumiera la situación y que dijera a su vez lo que ella creyera conveniente. He venido a este programa engañada, dijo la mujer mientras seguía llorando. Nadie viene aquí mediante engaños, dijo el presentador del programa. No seas cobarde y escucha lo que él tiene que decirte, dijo la novia del obeso.