Fate pensó que le iba a regalar el Manifiesto, de Marx, tal vez debido a que en la sala, apilados en los rincones y bajo las sillas, había visto varios ejemplares editados por el propio Antonio Jones, vaya uno a saber con qué dinero o haciendo qué clase de trampas a los impresores, pero cuando el viejo le puso el libro entre las manos vio con sorpresa que no se trataba del Manifiesto sino de un grueso volumen titulado La trata de esclavos, escrito por un tal Hugh Thomas, cuyo nombre no le sonaba de nada. Al principio rehusó aceptarlo.
– Es un libro caro y seguramente usted sólo tiene este ejemplar -dijo.
La respuesta de Jones fue que no se preocupara, que no le había costado dinero sino astucia, por lo que dedujo que había robado el libro, algo que también le pareció inverosímil, pues el viejo no estaba para esos trotes, aunque cabía dentro de lo posible que en la librería donde cometía sus hurtos tuviera un cómplice, un joven negro que hiciera la vista gorda cuando Jones se metía un libro en el interior de la chaqueta.
Sólo al hojear el libro, horas después, en su apartamento, se dio cuenta de que el autor era blanco. Un blanco inglés y que además había sido profesor de la Real Academia Militar de Sandhurst, lo que para Fate equivalía casi a un instructor, un jodido sargento británico de pantalones cortos, por lo que dejó el libro de lado y no lo leyó. La entrevista con Antonio Ulises Jones, por lo demás, fue bien recibida. Fate notó que para la mayoría de sus colegas la crónica difícilmente excedía los límites del pintoresquismo afroamericano. Un predicador chiflado, un ex músico de jazz chiflado, el único miembro del Partido Comunista de Brooklyn (Cuarta Internacional) chiflado. Pintoresquismo sociológico. Pero la crónica gustó y él se convirtió, al poco tiempo, en redactor de plantilla. Nunca más volvió a ver a Antonio Jones, de la misma manera que era muy posible que nunca más volviera a ver a Barry Seaman.
Cuando se despertó aún no había amanecido.
Antes de abandonar Detroit fue a la única librería decente de la ciudad y compró La trata de esclavos, de Hugh Thomas, el ex profesor de la Real Academia Militar de Sandhurst. Después tomó por Woodward Avenue y dio una vuelta por el centro de la ciudad. Desayunó una taza de café y tostadas en una cafetería de Greektown. Cuando rechazó una comida más fuerte, la camarera, una rubia de unos cuarenta años, le preguntó si estaba enfermo. Dijo que no estaba muy bien del estómago. Entonces la camarera cogió la taza de café que ya le había servido y dijo que tenía algo más adecuado para él. Al poco rato apareció con una infusión de anís y boldo que Fate jamás había probado y que en los primeros instantes se mostró renuente a probar.
– Esto es lo que te conviene, no un café -dijo la camarera.
Era una mujer alta y delgada, con pechos muy grandes y bonitas caderas. Llevaba una falda negra y una blusa blanca y zapatos sin tacón. Durante un rato ambos permanecieron sin decirse nada, en un silencio expectante, hasta que Fate se encogió de hombros y empezó a beber sorbo tras sorbo su infusión.
Entonces la camarera sonrió y se marchó a atender a otros clientes.
En el hotel, mientras se disponía a cancelar su cuenta, encontró un mensaje de Nueva York. Una voz que no distinguió le pedía que se pusiera en contacto con su jefe de sección o bien con el jefe de sección de deportes lo antes posible. Desde el lobby hizo la llamada. Habló con su vecina de mesa y ésta le dijo que esperara, mientras intentaba localizar al jefe de sección.
Al cabo de un rato una voz que no conocía y que se identificó como Jeff Roberts, jefe de la sección de deportes, se puso a hablarle de un combate de boxeo. Pelea Count Pickett, dijo, y no tenemos a nadie para cubrir el evento. El tipo lo llamaba Oscar como si se conocieran desde hacía años y no paraba de hablar de Count Pickett, una promesa de Harlem en los semipesados.
– ¿Y qué tengo yo que ver con eso? -dijo Fate.
– Bueno, Oscar -dijo el jefe de deportes-, ya sabes que murió Jimmy Lowell y no tenemos todavía a nadie que lo sustituya.
Fate pensó que la pelea probablemente era en Detroit o en Chicago y no le pareció mala idea estar unos días lejos de Nueva York.
– ¿Quieres que yo haga la crónica de la pelea?
– Así es, muchacho -dijo Roberts-, unas cinco páginas, un perfil sucinto de Pickett, el combate y algo de color local.
– ¿Dónde es el combate?
– En México, muchacho -dijo el jefe de deportes-, y ten en cuenta que nosotros damos más dietas que en tu sección.
Con la maleta hecha, Fate se dirigió por última vez a la casa de Seaman. Encontró al viejo leyendo y tomando apuntes.
De la cocina llegaba un olor a especias y a sofrito de verduras.
– Me voy -dijo-, sólo venía a despedirme.
Seaman le preguntó si aún tenía tiempo para comer algo.
– No, no tengo tiempo -dijo Fate.
Se abrazaron y Fate bajó las escaleras de tres en tres, como si tuviera prisa por alcanzar la calle o como un niño que se dispone a pasar una tarde libre con los amigos. Mientras conducía hacia el aeropuerto de Detroit Wayne County se puso a pensar en los extraños libros de Seaman, La enciclopedia francesa abreviada y aquel que no había visto pero que Seaman aseguraba haber leído en la cárcel, Compendio abreviado de la obra de Voltaire, que lo hicieron lanzar una carcajada.
En el aeropuerto compró un billete a Tucson. Mientras esperaba, acodado en la barra de una cafetería, recordó el sueño que había tenido aquella noche con Antonio Jones, que llevaba varios años muerto. Se preguntó, como entonces, de qué habría muerto, y la única respuesta que se le ocurrió fue que de viejo.
Un día Antonio Jones, mientras caminaba por una calle de Brooklyn, se había sentido cansado, se había sentado en la acera y un segundo después había dejado de existir. Tal vez a mi madre le ocurrió algo parecido, pensó Fate, pero en el fondo sabía que no era cierto. Cuando el avión despegó de Detroit había empezado a descargarse una tormenta sobre la ciudad.
Fate abrió el libro de aquel blanco que había sido profesor en Sandhurst y empezó a leerlo por la página 361. Decía: Más allá del delta del Níger, la costa de África vuelve a dirigirse, por fin, hacia el sur y allí, en los Camerunes, los mercaderes de Liverpool iniciaron una nueva rama de la trata. Mucho más al sur, el río Gabón, al norte del cabo López, entró también en actividad hacia 1780, como región de esclavos. Al reverendo John Newton le pareció que esta zona poseía «la gente más humana y más moral que he encontrado en África», tal vez «porque era la que menos relación tenía con los europeos, en aquel tiempo». Pero frente a su costa, los holandeses hacía mucho tiempo que empleaban la isla de Corisco (que en portugués significa «relámpago») como centro de comercio, aunque no concretamente de esclavos. Después vio una ilustración, en el libro había bastantes, que mostraba un fuerte portugués en la Costa de Oro, llamado Elmina, capturado por los daneses en 1637. Durante trescientos cincuenta años Elmina fue un centro de exportación de esclavos. Sobre el fuerte, y sobre un fortín de apoyo situado en lo alto de un cerro, ondeaba una bandera que Fate no pudo identificar. ¿A qué reino pertenecía esa bandera?, se preguntó antes de que se le cerraran los ojos y se quedara dormido con el libro sobre las piernas.
En el aeropuerto de Tucson alquiló un coche, compró un mapa de carreteras y salió de la ciudad rumbo al sur. El aire seco del desierto probablemente le despertó el apetito y decidió parar en el primer restaurante de carretera. Dos Camaro del mismo año y del mismo color lo adelantaron tocando el claxon.
Pensó que estaban haciendo una carrera. Los coches probablemente tenían el motor trucado y las carrocerías relucían bajo el sol de Arizona. Pasó delante de un ranchito que vendía naranjas, pero no se detuvo. El ranchito estaba a unos cien metros de la carretera y el puesto de las naranjas, una vieja carretela con toldo, de grandes ruedas de madera, estaba junto al arcén, atendido por dos niños mexicanos. Un par de kilómetros más adelante vio un lugar llamado El Rincón de Cochise y aparcó en una amplia explanada, junto a una bomba de gasolina.