Los dos Camaro estaban estacionados junto a una bandera con la franja superior de color rojo y la inferior negra. En el centro había un círculo blanco en donde se podía leer Club de Automóvil Chiricahua. Por un instante pensó que los conductores de los Camaro eran dos indios, pero luego esa idea le pareció absurda. Se sentó en un rincón del restaurante, junto a una ventana desde la que podía ver su coche. En la mesa de al lado había dos hombres. Uno era joven y alto, con pinta de profesor de informática. Tenía la sonrisa fácil y a veces se llevaba las manos a la cara en un gesto que lo mismo podía expresar asombro que horror o cualquier otra cosa. Al otro no podía verle la cara, pero evidentemente era bastante mayor que su compañero. El cuello era grueso, tenía el pelo totalmente blanco, usaba gafas. Cuando hablaba o cuando escuchaba permanecía impávido, sin gesticular ni moverse.
La camarera que se acercó a atenderlo era mexicana. Pidió un café y durante unos minutos estuvo repasando la lista de comidas.
Preguntó si tenían Club sándwich. La camarera negó con la cabeza. Un bistec, dijo Fate. ¿Un bistec con salsa?, preguntó la camarera. ¿De qué es la salsa?, dijo Fate. De chile, tomate, cebolla y cilantro. Además le ponemos algunas especias.
De acuerdo, dijo, probemos suerte. Cuando la camarera se alejó contempló el restaurante. En una mesa vio a dos indios, uno adulto y el otro un adolescente, tal vez padre e hijo. En otra vio a dos tipos blancos acompañados por una mexicana. Los tipos eran exactamente iguales, gemelos monocigóticos de unos cincuenta años, y la mexicana debía de andar por los cuarentaicinco y se notaba que los gemelos estaban locos por ella.
Éstos son los propietarios de los Camaro, pensó Fate. También se dio cuenta de que nadie, en todo el restaurante, era negro, excepto él.
El tipo joven de la mesa vecina dijo algo sobre la inspiración.
Fate sólo entendió: usted ha sido una inspiración para nosotros. El tipo canoso dijo que aquello no tenía importancia.
El tipo joven se llevó las manos a la cara y dijo algo sobre la voluntad, la voluntad de sostener una mirada. Luego se quitó las manos de la cara y con los ojos brillantes dijo: no me refiero a una mirada natural, proveniente del reino natural, sino a una mirada abstracta. El tipo canoso dijo: claro. Cuando usted atrapó a Jurevich, dijo el tipo joven, y entonces su voz quedó anulada por el ruido atronador de un motor diésel. Un camión de transporte de gran tonelaje aparcó en la explanada. La camarera le puso sobre la mesa un café y el bistec con salsa. El tipo joven seguía hablando de ese tal Jurevich al que el tipo canoso había atrapado.
– No fue difícil -dijo el tipo canoso.
– Un asesino desorganizado -dijo el tipo joven, y se llevó la mano a la boca como si fuera a estornudar.
– No -dijo el tipo canoso-, un asesino organizado.
– Ah, yo pensaba que era desorganizado -dijo el tipo joven.
– No, no, no, un asesino organizado -dijo el tipo canoso.
– ¿Cuáles son los peores? -dijo el tipo joven.
Fate cortó un trozo de carne. Era gruesa y blanda y sabía bien. La salsa era gustosa, sobre todo después de que uno se acostumbraba al picante.
– Los desorganizados -dijo el tipo canoso-. Cuesta más establecer su patrón de conducta.
– ¿Pero se consigue establecer? -dijo el tipo joven.
– Con medios y tiempo, todo se consigue -dijo el tipo canoso.
Fate levantó una mano y llamó a la camarera. La mexicana recostó su cabeza sobre el hombro de uno de los gemelos y el otro sonrió como si esa situación fuera la habitual. Fate pensó que ella estaba casada con el gemelo que la abrazaba, pero que el matrimonio no había hecho desaparecer el amor ni las esperanzas del otro hermano. El padre indio pidió la cuenta mientras el joven indio había sacado de alguna parte un cómic y lo leía. Por la explanada vio caminar al camionero que acababa de aparcar su camión. Venía de los lavabos de la gasolinera y se peinaba con un peine diminuto el pelo rubio. La camarera le preguntó qué quería. Otro café y un vaso grande de agua.
– Nos hemos acostumbrado a la muerte -oyó que decía el tipo joven.
– Siempre -dijo el tipo canoso-, siempre ha sido así.
En el siglo XIX, a mediados o a finales del siglo XIX, dijo el tipo canoso, la sociedad acostumbraba a colar la muerte por el filtro de las palabras. Si uno lee las crónicas de esa época se diría que casi no había hechos delictivos o que un asesinato era capaz de conmocionar a todo un país. No queríamos tener a la muerte en casa, en nuestros sueños y fantasías, sin embargo es un hecho que se cometían crímenes terribles, descuartizamientos, violaciones de todo tipo, e incluso asesinatos en serie. Por supuesto, la mayoría de los asesinos en serie no eran capturados jamás, fíjese si no en el caso más famoso de la época. Nadie supo quién era Jack el Destripador. Todo pasaba por el filtro de las palabras, convenientemente adecuado a nuestro miedo.
¿Qué hace un niño cuando tiene miedo? Cierra los ojos. ¿Qué hace un niño al que van a violar y luego a matar? Cierra los ojos. Y también grita, pero primero cierra los ojos. Las palabras servían para ese fin. Y es curioso, pues todos los arquetipos de la locura y la crueldad humana no han sido inventados por los hombres de esta época sino por nuestros antepasados. Los griegos inventaron, por decirlo de alguna manera, el mal, vieron el mal que todos llevamos dentro, pero los testimonios o las pruebas de ese mal ya no nos conmueven, nos parecen fútiles, ininteligibles.
Lo mismo puede decirse de la locura. Fueron los griegos los que abrieron ese abanico y sin embargo ahora ese abanico ya no nos dice nada. Usted dirá: todo cambia. Por supuesto, todo cambia, pero los arquetipos del crimen no cambian, de la misma manera que nuestra naturaleza tampoco cambia. Una explicación plausible es que la sociedad, en aquella época, era pequeña. Estoy hablando del siglo XIX, del siglo XVIII, del XVII. Claro, era pequeña. La mayoría de los seres humanos estaban en los extramuros de la sociedad. En el siglo XVII, por ejemplo, en cada viaje de un barco negrero moría por lo menos un veinte por ciento de la mercadería, es decir, de la gente de color que era transportada para ser vendida, digamos, en Virginia. Y eso ni conmovía a nadie ni salía en grandes titulares en el periódico de Virginia ni nadie pedía que colgaran al capitán del barco que los había transportado. Si, por el contrario, un hacendado sufría una crisis de locura y mataba a su vecino y luego volvía galopando hacia su casa en donde nada más descabalgar mataba a su mujer, en total dos muertes, la sociedad virginiana vivía atemorizada al menos durante seis meses, y la leyenda del asesino a caballo podía perdurar durante generaciones enteras. Los franceses, por ejemplo. Durante la Comuna de 1871 murieron asesinadas miles de personas y nadie derramó una lágrima por ellas. Por esa misma fecha un afilador de cuchillos mató a una mujer y a su anciana madre (no la madre de la mujer, sino su propia madre, querido amigo) y luego fue abatido por la policía. La noticia no sólo recorrió los periódicos de Francia sino que también fue reseñada en otros periódicos de Europa e incluso apareció una nota en el Examiner de Nueva York. Respuesta: los muertos de la Comuna no pertenecían a la sociedad, la gente de color muerta en el barco no pertenecía a la sociedad, mientras que la mujer muerta en una capital de provincia francesa y el asesino a caballo de Virginia sí pertenecían, es decir, lo que a ellos les sucediera era escribible, era legible.
Aun así, las palabras solían ejercitarse más en el arte de esconder que en el arte de develar. O tal vez develaban algo.
¿Qué?, le confieso que yo lo ignoro.
El joven se tapó la cara con las manos.
– Éste no ha sido su primer viaje a México -dijo destapándose la cara y con una sonrisa que tenía algo de gatuna.