Pichiñual, Cacique de Puerto Saavedra.

Curioso, pensó Amalfitano, con el libro entre las manos.

Curioso, curiosísimo. Por ejemplo, el único asterisco. Litrang:

pizarra de piedra laja en que los araucanos grababan su escritura.

¿Pero por qué poner un asterisco junto a la palabra litrang y no hacerlo junto a las palabras admapu o epeutufe? ¿El cacique de Puerto Saavedra daba por sentado que éstas eran de sobra conocidas? Y luego la frase sobre la bastardía o no de O’Higgins:

no es el hijo ilegítimo que describen con lástima algunos historiadores, mientras otros no logran disimular su complacencia.

Ahí está la historia cotidiana de Chile, la historia particular, la historia puertas adentro. Describir con lástima al padre de la patria por su bastardía. O escribir sobre este punto sin lograr disimular cierta complacencia. Qué frases más significativas, pensó Amalfitano, y recordó la primera vez que leyó el libro de Kilapán, muriéndose de la risa, y la manera en que lo leía ahora, con algo parecido a la risa pero también con algo parecido a la pena. Ambrosio O’Higgins como irlandés sin duda era un buen chiste. Ambrosio O’Higgins casándose con una araucana, pero bajo la legislación del admapu y encima rematándolo con el tradicional gapitun o ceremonia del rapto, le parecía una broma macabra que sólo remitía a un abuso, a una violación, a una burla extra usada por el gordezuelo Ambrosio para cogerse tranquilo a la india. No puedo pensar en nada sin que la palabra violación asome sus ojitos de mamífero indefenso, pensó Amalfitano. Después se quedó dormido en el sillón, con el libro entre las manos. Tal vez soñó algo. Algo breve. Tal vez soñó con su infancia. Tal vez no.

Después se despertó y cocinó algo para su hija y para él, se encerró en su estudio y se sintió terriblemente cansado, incapaz de preparar una clase o de leer algo serio, así que volvió con resignación al libro de Kilapán. 17 pruebas. La prueba número 1 se titulaba Nació en el estado araucano. Allí se podía leer lo siguiente:

«El Yekmonchi1 llamado Chile,2 geográfica y políticamente era igual al Estado griego, y como él, formando un delta, entre los paralelos 35 al 42, latitud respectiva.» Sin parar mientes en la construcción de la frase (donde decía formando debía decir formaba, sobraban por lo menos dos comas), lo más interesante del primer párrafo era su, digamos, disposición militar. Ya de entrada un recto al mentón o una descarga de toda la artillería sobre el centro de la línea enemiga. La nota 1 aclaraba que Yekmonchi significaba Estado. La nota 2 afirmaba que Chile era una palabra griega cuya traducción era «tribu lejana». Después venían las precisiones geográficas sobre el Yekmonchi de Chile: «Se extendía desde el río Maullis hasta Chiligüe, más el occidente argentino. La Ciudad Madre rectora, o sea, el Chile, propiamente tal, se encontraba entre los ríos Butaleufu y el Toltén; como el estado griego estaba rodeado de pueblos aliados y consanguíneos, los que obedecían a los Küga Chiliches (es decir a la tribu -Küga- chilena -Chiliches: gente de Chile. Che: gente-, como minuciosamente se encargaba de recordar Kilapán), que les enseñaban las ciencias, las artes, los deportes y sobre todo la ciencia de la guerra.» Más adelante Kilapán confesaba: «El año 1947 (aunque Amalfitano sospechó que en esa fecha podía haber una errata y no tratarse del año 1947 sino del año 1974) abrí la tumba de Kurillanka, que estaba bajo el Kuralwe principal, cubierto por una piedra lisa. Sólo quedaban una katankura, un metawe, pato, una joya de obsidiana, como punta de flecha para el pago del “peaje” que el alma de Kurillanka debía pagar a Zenpilkawe, el Caronte griego, para que lo llevara a través del mar a su lugar de origen:

una isla lejana en el mar. Estas piezas fueron repartidas entre los museos araucanos de Temuco, el futuro Museo Abate Molina, de Villa Alegre y el Museo Araucano de Santiago, que pronto se abrirá al público.» La mención de Villa Alegre daba pie para que Kilapán agregara una nota de lo más curiosa. Decía:

«En Villa Alegre, antes llamada Warakulen, reposan los restos del abate Juan Ignacio Molina, traídos desde Italia a su pueblo natal. Fue profesor de la Universidad de Bolonia, donde su estatua preside la entrada al panteón de los Hijos Ilustres de Italia, entre las estatuas de Copérnico y Galileo. Según Molina existe un parentesco indudable entre griegos y araucanos.» Este Molina había sido jesuita y naturalista, y su vida había discurrido entre los años 1740 y 1829.

Poco después del episodio del restaurante Los Zancudos, Amalfitano volvió a ver al hijo del decano Guerra. Esta vez el joven vestía como vaquero, aunque se había afeitado y olía a colonia Calvin Klein. Aun así, sólo le faltaba el sombrero para parecer un vaquero de verdad. La manera de abordarlo fue brusca y no desprovista de cierto misterio. Amalfitano iba caminando por un pasillo de la facultad excesivamente largo, desierto a esa hora y algo oscuro, cuando de pronto Marco Antonio Guerra emergió de un rincón como si le hubiera preparado una broma de pésimo gusto o pretendiera asaltarlo. Amalfitano dio un respingo, al que siguió un manotazo del todo automático.

Soy yo, Marco Antonio, dijo el hijo del decano, al recibir una segunda bofetada. Después ambos se reconocieron y serenaron y reemprendieron juntos el camino hacia el recuadro de luz que emergía del fondo del pasillo, que le evocó a Marco Antonio los testimonios de aquellos que han estado en coma o en situación de muerte clínica y que dicen haber visto un túnel oscuro y en el final del túnel un resplandor blanco o diamantino, y en ocasiones incluso atestiguan la presencia de seres difuntos y queridos que les dan la mano o los tranquilizan o les ruegan que mejor no sigan avanzando pues la hora o la microfracción de segundo en el que se opera el cambio aún no ha llegado. ¿Usted qué cree, maestro? ¿La gente que está a punto de morir se inventa esas tonterías o es real? ¿Es sólo un sueño de los que están agonizando o entra dentro de lo posible que estas cosas sucedan? No lo sé, dijo Amalfitano con sequedad, pues aún no se le había pasado el susto ni tampoco tenía ganas de repetir el encuentro de la vez pasada. Bueno, dijo el joven Guerra, pues si quiere saber lo que yo pienso, no creo que sea verdad.

La gente ve lo que quiere ver y nunca lo que quiere ver la gente se corresponde con la realidad. La gente es cobarde hasta el último aliento. Se lo digo confidencialmente: el ser humano, hablando grosso modo, es lo más semejante que hay a una rata.

Contra lo que esperaba (deshacerse del joven Guerra nada más salir del pasillo evocador de la vida de ultratumba), Amalfitano tuvo que seguirlo sin rechistar pues el hijo del decano era portador de una invitación para cenar esa misma noche en casa del rector de la Universidad de Santa Teresa, el ilustre doctor Pablo Negrete. Así que se subió al coche de Marco Antonio, quien lo llevó hasta su casa y que prefirió, en un rasgo de timidez que a Amalfitano le resultó inesperado, esperarlo afuera, vigilando el coche, como si en esa colonia hubiera ladrones, mientras Amalfitano se refrescaba y cambiaba de ropa, y su hija, que por supuesto también estaba invitada, hacía lo mismo o no, en fin, que su hija podía acudir a la cena vestida como quisiera pero que él, Amalfitano, era mejor que se presentara en el hogar del doctor Negrete al menos con chaqueta y corbata.

La cena, por lo demás, no fue nada del otro mundo. El doctor Negrete simplemente quería conocerlo y supuso, o le hicieron notar, que un primer encuentro en las oficinas del edificio de la rectoría resultaba mucho más frío que un primer encuentro en el acogedor ambiente de su propia casa, en realidad un noble caserón de dos pisos rodeado de un jardín exuberante donde crecían plantas de todo México y en donde no faltaban los rincones frescos y apartados para sostener reuniones en petit comité. El doctor Negrete era un tipo silencioso, ensimismado, al que le gustaba más oír lo que hablaban los otros que llevar él la batuta de la conversación. Se interesó por Barcelona, recordó que en su juventud había estado en un congreso en Praga, aludió a un ex profesor de la Universidad de Santa Teresa, un argentino, que ahora daba clases en una Universidad de California y el resto del tiempo permaneció callado. Su mujer, en cuyos rasgos se intuía si no una pasada belleza sí un porte y una distinción de la que carecía el rector, se mostró mucho más amable con Amalfitano y, sobre todo, con Rosa, quien le recordaba a su hija menor, de nombre Clara, como ella, y que desde hacía años vivía en Phoenix. En algún momento de la cena Amalfitano creyó notar un cruce de miradas más bien turbio entre el rector y su mujer. En los ojos de ella percibió algo que podría asemejarse al odio. La cara del rector, por el contrario, manifestó un miedo súbito que duró lo que dura el aleteo de una mariposa. Pero Amalfitano lo notó y por un instante (el segundo aleteo) el miedo del rector estuvo a punto de rozarle también a él la piel. Cuando se recuperó y miró a los demás comensales se dio cuenta de que nadie había percibido esa mínima sombra como un hoyo cavado aprisa y de donde se desprendía una fetidez alarmante.