Durante un rato, Amalfitano leyó y releyó los nombres, en horizontal y vertical, desde el centro hacia los lados, desde abajo hacia arriba, saltados y al azar, y luego se rió y pensó que todo aquello era un truismo, es decir una proposición demasiado evidente y por lo tanto inútil de ser formulada. Luego se tomó un vaso de agua de la llave, agua de las montañas de Sonora, y mientras esperaba que el agua bajara por su garganta dejó de temblar, un temblor imperceptible que sólo él era capaz de sentir, y se puso a pensar en los acuíferos de la Sierra Madre que corrían en medio de una noche interminable hacia la ciudad, y también pensó en los acuíferos que subían desde sus escondites más cercanos a Santa Teresa, y en el agua que teñía los dientes con una suave película ocre. Y cuando se hubo tomado el vaso de agua miró por la ventana y vio la sombra alargada, sombra de ataúd, que el libro colgante de Dieste proyectaba sobre el patio.

Pero la voz volvió y esta vez le dijo, le suplicó, que se comportara como un hombre y no como un maricón. ¿Maricón?, dijo Amalfitano. Sí, maricón, marica, puto, dijo la voz. Ho-mosexual, dijo la voz. Acto seguido le preguntó si por casualidad él era uno de ésos. ¿De cuáles?, dijo Amalfitano, aterrado. Un homose-xual, dijo la voz. Y antes de que Amalfitano respondiera se apresuró a aclarar que hablaba en sentido figurado, que nada tenía contra los maricones o putos, más bien al contrario, por algunos poetas que habían profesado esa inclinación erótica sentía una admiración sin límites, para no hablar de algunos pintores o de algunos funcionarios. ¿De algunos funcionarios?, dijo Amalfitano. Sí, sí, sí, dijo la voz, funcionarios muy jóvenes y que vivieron poco tiempo. Gente que maculó papeles oficiales con lágrimas inconscientes. Muertos por su propia mano. Luego la voz se quedó en silencio y Amalfitano se quedó sentado en su estudio. Mucho más tarde, un cuarto de hora tal vez o tal vez a la noche siguiente, la voz dijo: supongamos que soy tu abuelo, el padre de tu padre, y supongamos que como tal puedo hacerte una pregunta de carácter personal. Tú puedes responderme, si quieres, o no hacerlo, pero yo puedo hacerte la pregunta. ¿Mi abuelo?, dijo Amalfitano. Sí, tu abuelito, el nono, dijo la voz.

Y la pregunta es: ¿eres un puto, vas a salir huyendo de esta habitación, eres un ho-mo-se-xual, vas a ir a despertar a tu hija? No, dijo Amalfitano. Escucho. Di lo que tengas que decirme.

Y la voz dijo: ¿lo eres?, ¿lo eres?, y Amalfitano dijo no y además negó con la cabeza. No voy a salir corriendo. No será mi espalda ni la suela de mis zapatos lo último que de mí veas, si es que ves. Y la voz dijo: ver, ver, lo que se dice ver, pues francamente no. O no mucho. Ya bastante chamba tengo con mantenerme aquí. ¿Dónde?, dijo Amalfitano. En tu casa, supongo, dijo la voz. Ésta es mi casa, dijo Amalfitano. Sí, lo comprendo, dijo la voz, pero procuremos relajarnos. Estoy relajado, dijo Amalfitano, estoy en mi casa. Y pensó: ¿por qué me recomienda relajarme? Y la voz dijo: yo creo que hoy empieza una larga y espero que satisfactoria relación. Pero para eso es menester mantenerse en calma, sólo la calma es incapaz de traicionarnos. Y Amalfitano dijo: ¿todo lo demás nos traiciona? Y la voz: sí, en efecto, sí, es duro admitirlo, quiero decir es duro tener que admitirlo ante ti, pero ésa es la puritita verdad. ¿La ética nos traiciona?

¿El sentido del deber nos traiciona? ¿La honestidad nos traiciona? ¿La curiosidad nos traiciona? ¿El amor nos traiciona?

¿El valor nos traiciona? ¿El arte nos traiciona? Pues sí, dijo la voz, todo, todo nos traiciona, o te traiciona a ti, que es otra cosa pero que para el caso es lo mismo, menos la calma, sólo la calma no nos traiciona, lo que tampoco, permíteme que te lo reconozca, es ninguna garantía. No, dijo Amalfitano, el valor no nos traiciona jamás. Y el amor a los hijos tampoco. ¿Ah, no?, dijo la voz. No, dijo Amalfitano, sintiéndose de pronto en calma.

Y luego, en susurros, como todo lo que hasta entonces había dicho, preguntó si calma era, en este caso, antónimo de locura.

Y la voz le dijo: no, de ninguna manera, si lo que tienes es miedo a volverte loco, despreocúpate, no te estás volviendo loco, sólo estás manteniendo una plática informal. Así que no me estoy volviendo loco, dijo Amalfitano. No, en absoluto, dijo la voz. Así que tú eres mi abuelo, dijo Amalfitano. El tata, dijo la voz. Así que todo nos traiciona, incluida la curiosidad y la honestidad y lo que bien amamos. Sí, dijo la voz, pero consuélate, en el fondo es divertido.

No hay amistad, dijo la voz, no hay amor, no hay épica, no hay poesía lírica que no sea un gorgoteo o un gorjeo de egoístas, trino de tramposos, borbollón de traidores, burbujeo de arribistas, gorgorito de maricones. ¿Pero tú qué tienes, susurró Amalfitano, contra los homosexuales? Nada, dijo la voz. Hablo en sentido figurado, dijo la voz. ¿Estamos en Santa Teresa?, dijo la voz. ¿Es esta ciudad parte, y no poco destacable, del estado de Sonora? Sí, dijo Amalfitano. Pues ahí tienes, dijo la voz.

Una cosa es ser arribista, digo, por poner un ejemplo, dijo Amalfitano mesándose los cabellos como en cámara lenta, y otra muy distinta ser maricón. Hablo en sentido figurado, dijo la voz. Hablo para que tú me entiendas. Hablo como si yo estuviera, y tú estuvieras detrás de mí, en el taller de un pintor ho-mo-se-xual. Hablo desde un taller en donde el caos es sólo una máscara o una leve fetidez de anestesia. Hablo desde un taller con las luces apagadas en donde el nervio de la voluntad se desprende del resto del cuerpo como la lengua serpiente se desprende del cuerpo y repta, automutilada, por entre la basura.

Hablo desde las cosas sencillas de la vida. ¿Tú enseñas filosofía?, dijo la voz. ¿Tú enseñas a Wittgenstein?, dijo la voz. ¿Y te has preguntado si tu mano es una mano?, dijo la voz. Me lo he preguntado, dijo Amalfitano. Pero ahora tienes cosas más importantes que preguntarte, ¿me equivoco?, dijo la voz. No, dijo Amalfitano. Por ejemplo, ¿por qué no acercarte a un vivero y comprar semillas y plantas y puede que hasta un pequeño arbolito para plantar en medio de tu jardín trasero?, dijo la voz. Sí, dijo Amalfitano. He pensado en mi posible y factible jardín y en las plantas que necesito comprar y en las herramientas para llevarlo a cabo. Y también has pensado en tu hija, dijo la voz, y en los asesinatos que se cometen a diario en esta ciudad, y en las mariconas nubes de Baudelaire (perdón), pero no has pensado seriamente si tu mano realmente es una mano. No es cierto, dijo Amalfitano, lo he pensado, lo he pensado. Si lo hubieras pensado, dijo la voz, otro pájaro te cantaría. Y Amalfitano se quedó en silencio y sintió que el silencio era una suerte de eugenesia. Miró la hora en su reloj. Eran las cuatro de la mañana.

Oyó que alguien ponía en marcha el motor de un coche. El coche tardaba en arrancar. Se levantó y se asomó a la ventana.

Los coches estacionados enfrente de su casa estaban vacíos.

Miró hacia atrás y luego puso la mano en el pomo de la cerradura.

La voz dijo: cuidado, pero lo dijo como si se encontrara muy lejos, en el fondo de un barranco en donde asomaban trozos de piedras volcánicas, riolitas, andesitas, vetas de plata y vetas de oro, charcos petrificados cubiertos de minúsculos huevecillos, mientras en el cielo morado como la piel de una india muerta a palos sobrevolaban ratoneros de cola roja. Amalfitano salió al porche. A la izquierda, a unos diez metros de su casa, un coche negro encendió los faros y se puso en marcha. Al pasar delante del jardín el chofer se inclinó y contempló a Amalfitano sin detenerse. Era un tipo gordo y de pelo muy negro, vestido con un traje barato y sin corbata. Cuando desapareció, Amalfitano volvió a la casa. Mala pinta, dijo la voz, no bien franqueó la puerta de entrada. Y después: tienes que tener cuidado, camarada, me parece que aquí las cosas están al rojo vivo.