Otras ofertaban habitaciones por día. Algunas habían sido divididas sin mucha maña en dos o tres casas independientes, que se dedicaban a la venta de periódicos y revistas, frutas y verduras, o prometían al transeúnte dentaduras postizas a buen precio.
Cuando Amalfitano iba a seguir su camino volvieron a llamarlo.
Entonces lo vio. La voz salía del interior de un coche estacionado junto a la acera. Al principio no reconoció al joven que lo llamaba. Pensó que era un alumno suyo. Llevaba gafas negras y camisa negra con los botones desabrochados hasta el pecho. Tenía la piel muy bronceada, como si fuera un cantante melódico o un playboy puertorriqueño. Súbase, maestro, le doy un aventón hasta su casa. Amalfitano estaba a punto de decirle que prefería caminar cuando el muchacho se identificó.
Soy el hijo del maestro Guerra, dijo mientras se bajaba del coche por la parte por donde pasaba el tránsito que a esa hora atronaba la avenida, sin mirar a ningún lado, con un desprecio por el peligro que a Amalfitano le pareció de una temeridad extrema.
Después de dar la vuelta, el joven se le acercó y le tendió la mano. Soy Marco Antonio Guerra, dijo, y le recordó la ocasión en que habían brindado con champán en la oficina de su padre por su incorporación a la facultad. De mí no tiene nada que temer, maestro, dijo, y a Amalfitano no dejó de sorprenderle esta declaración. El joven Guerra se detuvo frente a él.
Sonreía igual que entonces. Una sonrisa burlona y confiada, como la sonrisa de un francotirador acaso demasiado seguro de sí mismo. Vestía bluejeans y botas tejanas. En el interior del coche, en el asiento posterior, había una chaqueta de marca de color gris perla y una carpeta con documentos. Pasaba por aquí, dijo Marco Antonio Guerra. El coche enfiló hacia la colonia Lindavista pero antes de llegar el hijo del decano sugirió ir a beber algo. Amalfitano rechazó educadamente la invitación.
Pues entonces invíteme a beber algo en su casa, dijo Marco Antonio Guerra. No tengo nada que ofrecerle, se disculpó Amalfitano.
No se hable más, dijo Marco Antonio Guerra, y cogió el primer desvío. Pronto el paisaje urbano experimentó un cambio.
Hacia el oeste de la colonia Lindavista las casas eran nuevas, rodeadas en algunos sitios por grandes descampados, y algunas calles ni siquiera estaban asfaltadas. Dicen que estas colonias son el futuro de la ciudad, dijo Marco Antonio Guerra, pero yo creo más bien que esta pinche ciudad no tiene futuro.
El coche entró directamente en un campo de fútbol, al otro lado del cual se veía un par de enormes galpones o almacenes rodeados por una alambrada. Detrás de estas instalaciones corría un canal o riachuelo que arrastraba la basura de las colonias que estaban al norte. Cerca de otro descampado vieron la vieja vía del ferrocarril que antiguamente conectaba Santa Teresa con Ures y Hermosillo. Unos cuantos perros se acercaron tímidamente.
Marco Antonio bajó la ventanilla y dejó que le olfatearan y lamieran una mano. A la izquierda estaba la carretera a Ures. El coche empezó a salir de Santa Teresa. Amalfitano preguntó hacia dónde iban. El hijo de Guerra contestó que hacia uno de los pocos lugares de la zona en donde aún se podía beber auténtico mezcal mexicano.
El lugar se llamaba Los Zancudos y era un rectángulo de treinta metros de largo por unos diez de ancho, con una pequeña tarima en el fondo en donde los viernes y sábados actuaban grupos que tocaban corridos o canciones rancheras. La barra no medía menos de quince metros. Los lavabos estaban afuera, y uno podía entrar en ellos directamente por el patio o a través de un estrecho pasillo de láminas de zinc que los conectaba con el local. No había mucha gente. Los camareros, a quienes Marco Antonio Guerra conocía por su nombre, los saludaron pero ninguno se acercó a atenderlos. Sólo unas pocas luces estaban encendidas. Le recomiendo que pida mezcal Los Suicidas, dijo Marco Antonio. Amalfitano sonrió amablemente y dijo que sí, pero sólo una copita. Marco Antonio levantó una mano y chasqueó los dedos. Estos cabrones deben de estar sordos, dijo. Se levantó y se acercó a la barra. Al cabo de un rato regresó con dos vasos y una botella de mezcal llena hasta la mitad. Pruébelo, dijo. Amalfitano dio un sorbo y le pareció bueno. En el fondo de la botella tendría que haber un gusano, dijo, pero estos muertos de hambre seguro que se lo comieron. Parecía un chiste y Amalfitano se rió. Pero le certifico que es mezcal Los Suicidas auténtico, puede bebérselo con confianza, dijo Marco Antonio.
Al segundo trago Amalfitano pensó que, en efecto, se trataba de una bebida extraordinaria. Ya no se fabrica, dijo Marco Antonio, como tantas cosas en este pinche país. Y al cabo de un rato, mirando fijamente a Amalfitano, dijo: nos vamos al carajo, supongo que usted se ha dado cuenta, ¿no, maestro?
Amalfitano respondió que la situación no era como para echar las campanas al vuelo, sin especificar a qué se refería ni entrar en detalles. Esto se deshace entre las manos, dijo Marco Antonio Guerra. Los políticos no saben gobernar. La clase media sólo piensa en irse a los Estados Unidos. Y cada vez llega más gente a trabajar en las maquiladoras. ¿Sabe lo que yo haría?
No, dijo Amalfitano. Pues quemar unas cuantas. ¿Unas cuantas qué?, dijo Amalfitano. Unas cuantas maquiladoras. Ah, vaya, dijo Amalfitano. También sacaría el ejército a la calle, bueno, a la calle no, a las carreteras, para impedir que siguieran llegando más muertos de hambre. ¿Controles en las carreteras?, dijo Amalfitano. Pues sí, es la única solución que veo. Probablemente hay otras, dijo Amalfitano. La gente ha perdido todo el respeto, dijo Marco Antonio Guerra. El respeto por los demás y el respeto por ellos mismos. Amalfitano miró hacia la barra.
Tres camareros cuchicheaban mirando de reojo hacia su mesa.
Creo que lo mejor es que nos marchemos, dijo Amalfitano.
Marco Antonio Guerra se fijó en los camareros y les hizo un gesto obsceno con la mano y después se rió. Amalfitano lo cogió por un brazo y lo arrastró hasta el aparcamiento. Ya era de noche y un enorme letrero luminoso con un zancudo de patas largas brillaba sobre una armazón de hierro. Me parece que esta gente tiene algo contra usted, dijo Amalfitano. No se preocupe, maestro, dijo Marco Antonio Guerra, voy armado.
Cuando llegó a su casa Amalfitano olvidó de inmediato al joven Guerra y pensó que tal vez no estaba tan loco como creía ni tampoco la voz era un alma en pena. Pensó en la telepatía.
Pensó en los mapuches o araucanos telépatas. Recordó un libro muy delgado, que no llegaba a las cien páginas, de un tal Lonko Kilapán, publicado en Santiago de Chile en el año de 1978, que un viejo amigo, humorista de ley, le había enviado cuando él vivía en Europa. El tal Kilapán se presentaba a sí mismo con las siguientes credenciales: Historiador de la Raza, Presidente de la Confederación Indígena de Chile y Secretario de la Academia de la Lengua Araucana. El libro se llamaba O’Higgins es araucano, y se subtitulaba 17 pruebas, tomadas de la Historia Secreta de la Araucanía. Entre el título y el subtítulo estaba la siguiente frase:
Texto aprobado por el Consejo Araucano de la Historia.
Después venía el prólogo, que decía así: «Prólogo. Si quisiéramos encontrar en los héroes de la Independencia de Chile pruebas de parentesco con los araucanos, sería difícil encontrarlas y más difícil probarlas. Porque en los hermanos Carrera, Mackenna, Freire, Manuel Rodríguez y otros, sólo aflora la ascendencia ibérica.
Mas donde el parentesco araucano surge espontáneo y brilla, con luz meridiana, es en Bernardo O’Higgins y para probarlo existen 17 pruebas. Bernardo no es el hijo ilegítimo que describen con lástima algunos historiadores, mientras otros no logran disimular su complacencia. Es el gallardo hijo legítimo del Gobernador de Chile y Virrey del Perú, Ambrosio O’Higgins, irlandés, y de una mujer araucana, perteneciente a una de las principales tribus de la Araucanía. El matrimonio fue consagrado por la ley del Admapu, con el tradicional Gapitun (ceremonia del rapto). La biografía del Libertador rasga el milenario secreto araucano, justo en el Bicentenario de su Natalicio; salta del Litrang* al papel, con la fidelidad con que sólo un epeutufe sabe hacerlo.» Y ahí se acababa el prólogo, firmado por José R.