Ya lo sé, dijo el enfermero, pero lo que interesa saber ahora es quién se responsabiliza de ella. ¿Cómo me voy a responsabilizar de esta mujer si ni siquiera sé cómo se llama?, dijo el afilador.

Pues alguien tiene que responsabilizarse, dijo el enfermero.

¿Es que te has vuelto sordo, buey?, dijo el afilador mientras sacaba de un cajón de su carrito un enorme cuchillo de trinchar.

Bueno, bueno, bueno, dijo el enfermero. Órale, métanmela dentro de la ambulancia, dijo el afilador. El otro enfermero, que se había agachado a examinar a la mujer caída espantando las moscas a manotazos, dijo que era inútil que se madrearan, que la mujer ya estaba muerta. Los ojos del afilador se achicaron hasta parecer dos rayas dibujadas con carbón. Pinche cabrón ojete, es por tu culpa, dijo, y se lanzó a perseguir al enfermero.

El otro enfermero quiso intervenir pero después de ver el cuchillo en manos del afilador decidió encerrarse dentro de la ambulancia, desde donde dio parte a la policía. Durante un rato el afilador estuvo persiguiendo al enfermero hasta que la rabia, la saña o el rencor amenguaron, o hasta que se cansó.

Y cuando esto ocurrió se detuvo, agarró su carrito y se alejó por la calle El Arroyo hasta que los curiosos que se habían congregado alrededor de la ambulancia lo perdieron de vista.

La mujer se llamaba Isabel Cansino, más conocida por Elizabeth, y se dedicaba a la prostitución. Los golpes recibidos le habían destrozado el bazo. La policía achacó el crimen a uno o varios clientes descontentos. Vivía en la colonia San Damián, bastante más al sur de donde fue encontrada, y no se le conocía un compañero fijo, aunque una vecina habló de un tal Iván que iba mucho por allí, y al que en diligencias posteriores no se pudo localizar. También se intentó dar con el paradero del afilador de cuchillos, llamado Nicanor, según testimonios de vecinos de las colonias Ciudad Nueva y Morelos, por donde solía pasar aproximadamente una vez a la semana o una vez cada quince días, pero los esfuerzos fueron en vano. O cambió de oficio o se desplazó del oeste de Santa Teresa a las zonas sur y este o emigró de ciudad. Lo cierto es que no se le volvió a ver.

Al mes siguiente, en mayo, se encontró a una mujer muerta en un basurero situado entre la colonia Las Flores y el parque industrial General Sepúlveda. En el polígono se levantaban los edificios de cuatro maquiladoras dedicadas al ensamblaje de piezas de electrodomésticos. Las torres de electricidad que servían a las maquiladoras eran nuevas y estaban pintadas de color plateado. Junto a éstas, entre unas lomas bajas, sobresalían los techos de las casuchas que se habían instalado allí poco antes de la llegada de las maquiladoras y que se extendían hasta atravesar la vía del tren, en los lindes de la colonia La Preciada. En la plaza había seis árboles, uno en cada extremo y dos en el centro, tan cubiertos de polvo que parecían amarillos. En una punta de la plaza estaba la parada de los autobuses que traían a los trabajadores desde distintos barrios en Santa Teresa. Luego había que caminar un buen rato por calles de tierra hasta los portones en donde los vigilantes comprobaban los pases de los trabajadores, tras lo cual uno podía acceder a su respectivo trabajo.

Sólo una de las maquiladoras tenía cantina para los trabajadores.

En las otras los obreros comían junto a sus máquinas o formando corrillos en cualquier rincón. Allí hablaban y se reían hasta que sonaba la sirena que marcaba el fin de la comida. La mayoría eran mujeres. En el basurero donde se encontró a la muerta no sólo se acumulaban los restos de los habitantes de las casuchas sino también los desperdicios de cada maquiladora.

El aviso sobre el hallazgo de la muerta lo dio el capataz de una de las plantas, la Multizone-West, que trabajaba asociada con una transnacional que fabricaba televisores. Los policías que vinieron a buscarla encontraron a tres ejecutivos de la maquiladora esperándolos junto al basurero. Dos eran mexicanos y el otro era norteamericano. Uno de los mexicanos dijo que preferían que recogieran el cadáver lo antes posible. El policía preguntó dónde estaba el cuerpo, mientras su compañero llamaba a la ambulancia. Los tres ejecutivos acompañaron al policía hacia el interior del basurero. Los cuatro se taparon la nariz, pero cuando el norteamericano se la destapó los mexicanos siguieron su ejemplo. La muerta era una mujer de piel oscura y pelo negro y lacio hasta más abajo de los hombros. Llevaba una sudadera negra y pantalones cortos. Los cuatro hombres se la quedaron mirando. El norteamericano se agachó y con un bolígrafo le apartó el pelo del cuello. Mejor que el gringo no la toque, dijo el policía. No la toco, dijo el norteamericano en español, sólo quiero verle el cuello. Los dos ejecutivos mexicanos se agacharon y observaron las marcas que la muerta tenía en el cuello. Luego se levantaron y miraron la hora. La ambulancia está tardando, dijo uno de ellos. Ya mero llega, dijo el policía.

Bueno, dijo uno de los ejecutivos, usted se encarga de todo, ¿verdad? El policía dijo sí, cómo no, y se guardó el par de billetes que le tendió el otro en el bolsillo de su pantalón reglamentario.

Esa noche la muerta la pasó en un nicho refrigerado del hospital de Santa Teresa y al día siguiente uno de los ayudantes del forense le realizó la autopsia. Había sido estrangulada. Había sido violada. Por ambos conductos, anotó el ayudante del forense. Y estaba embarazada de cinco meses.

La primera muerta de mayo no fue jamás identificada, por lo que se supuso que era una emigrante de algún estado del centro o del sur que paró en Santa Teresa antes de seguir viaje rumbo a los Estados Unidos. Nadie la acompañaba, nadie la echó en falta. Tenía, aproximadamente, treintaicinco años, y estaba embarazada. Tal vez se dirigía a los Estados Unidos a reunirse con su marido o su amante, el padre del hijo que esperaba, algún desgraciado que residía allí ilegalmente y que nunca supo, tal vez, que había preñado a aquella mujer ni que ésta, al enterarse, iba a salir en su búsqueda. Pero la primera muerta no fue la única muerta. Tres días después murió Guadalupe Rojas (a quien se identificó desde el primer momento), de veintiséis años, residente en la calle Jazmín, una de las paralelas de la avenida Carranza, en la colonia Carranza, y que trabajaba de obrera en la maquiladora File-Sis, instalada no hacía mucho en la carretera a Nogales, a unos diez kilómetros de Santa Teresa.

Guadalupe Rojas, por otra parte, no murió mientras se dirigía a su trabajo, algo que se hubiera podido entender, pues aquella zona era solitaria y peligrosa, apta para ser transitada en coche y no en autobús y luego a pie, al menos un kilómetro y medio desde la última parada del autobús, sino en las puertas de su casa en la calle Jazmín. La causa de la muerte fueron tres heridas de arma de fuego, dos de ellas de pronóstico mortal. El asesino resultó ser el novio, que intentó huir aquella misma noche y que fue atrapado junto a la vía del tren, no lejos de un local nocturno llamado Los Zancudos donde previamente se había emborrachado. El aviso a la policía lo dio el dueño del bar, un ex agente de la policía municipal. Al finalizar el interrogatorio quedó aclarado que el móvil del crimen fueron los celos, no se sabe si fundados o infundados, del agresor, que tras comparecer ante el juez y ante la conformidad de todas las partes fue enviado sin más dilación a la cárcel de Santa Teresa en espera de traslado o juicio. La última muerta de mayo fue encontrada en las faldas del cerro Estrella, que da nombre a la colonia que lo rodea de forma irregular, como si allí nada pudiera crecer o expandirse sin aristas. Sólo la cara este del cerro da a un paisaje más o menos no edificado. Allí la encontraron. Según el forense, había muerto acuchillada. Presentaba signos inequívocos de violación. Debía de tener unos veinticinco o veintiséis años. La piel era blanca y el pelo claro. Llevaba puestos unos bluejeans, una camisa azul y zapatillas deportivas marca Nike. No tenía ningún papel que sirviera para identificarla. Quien la mató se tomó luego la molestia de vestirla, pues ni el pantalón ni la camisa presentaban desgarraduras. No había indicios de violación anal. En el rostro sólo era apreciable un hematoma ligero en la parte superior de la mandíbula, cerca de la oreja derecha. En los días posteriores al hallazgo tanto el Heraldo del Norte como La Tribuna de Santa Teresa y La Voz de Sonora, los tres periódicos de la ciudad, publicaron fotos de la desconocida del cerro Estrella, pero nadie acudió a identificarla. Al cuarto día de su muerte el jefe de la policía de Santa Teresa, Pedro Negrete, se desplazó personalmente al cerro Estrella, sin que ningún policía lo acompañara, ni siquiera Epifanio Galindo, y recorrió el lugar en donde encontraron a la muerta. Después dejó la falda y empezó a subir hasta lo más alto del cerro. Entre las piedras volcánicas había bolsas de mercado llenas de basura. Recordó que su hijo, que estudiaba en Phoenix, una vez le había contado que las bolsas de plástico tardaban cientos, tal vez miles de años en consumirse. Estas de aquí no, pensó al ver el grado de descomposición a lo que todo estaba abocado. En lo alto unos niños salieron corriendo y se perdieron cerro abajo, rumbo a la colonia Estrella. Empezaba a oscurecer. Por el lado oeste vio los techos de cartón o de zinc de algunas casas. Las calles que caracoleaban en medio de un trazado anárquico. Por el este vio la carretera que llevaba a la sierra y el desierto, las luces de los camiones, las primeras estrellas, estrellas de verdad, que venían con la noche desde el otro lado de las montañas. Por el norte no vio nada, sólo una gran planicie monótona, como si la vida se acabara más allá de Santa Teresa, pese a sus deseos y convicciones.