– Qué raro -dijo Rosa.

La voz de Rosa lo despertó.

– Escucha -le dijo.

Fate abrió los ojos, pero no oyó nada. Guadalupe Roncal se había levantado y ahora estaba junto a ellos, los ojos muy abiertos, como si sus peores pesadillas se hubieran materializado.

Fate se acercó a la puerta y la abrió. Tenía una pierna acalambrada y todavía no conseguía despertarse del todo. Vio un pasillo y al final del pasillo una escalera de cemento sin revocar, como si los albañiles la hubieran dejado a medias. El pasillo estaba débilmente iluminado.

– No vayas -oyó que le decía Rosa.

– Larguémonos de esta trampa -sugirió Guadalupe Roncal.

Un funcionario de prisiones apareció por el fondo del pasillo y se dirigió a ellos. Fate mostró su credencial de periodista.

El funcionario asintió con la cabeza, sin mirar la credencial, y le sonrió a Guadalupe Roncal, que permanecía asomada a la puerta. Después el funcionario cerró la puerta y dijo algo sobre una tormenta. Rosa se lo tradujo al oído. Una tormenta de arena o una tormenta de lluvia o una tormenta de electricidad.

Nubes altas que bajaban de la sierra y que no descargarían sobre Santa Teresa pero que contribuían a ennegrecer el panorama.

Una mañana de perros. Los reclusos siempre se ponen nerviosos, dijo el funcionario. Era un tipo joven, con un bigotito ralo, tal vez un poco gordo para su edad, y que se notaba que no le gustaba su trabajo. Ahora traen al asesino.

Hay que hacer caso a las mujeres. Lo mejor es no desoír los temores de las mujeres. Algo así, recordó Fate, decía su madre o la difunta señorita Holly, la vecina de su madre, cuando ambas eran jóvenes y él era un niño. Por un instante imaginó una balanza, semejante a la balanza que tiene en sus manos la justicia ciega, sólo que en lugar de dos platillos esta balanza tenía dos botellas o algo que parecía dos botellas. La, llamémosla así, botella de la izquierda era transparente y estaba llena de arena del desierto. Tenía varios agujeros por donde se escapaba la arena.

La botella de la derecha estaba llena de ácido. Ésta no tenía ningún agujero, pero el ácido se estaba comiendo la botella desde dentro. Durante el camino hacia Tucson Fate fue incapaz de reconocer nada de lo que había visto unos días atrás, cuando recorrió el mismo camino en sentido contrario. Lo que antes era mi derecha ahora es mi izquierda y ya no consigo tener ni un solo punto de referencia. Todo borrado. Cerca del mediodía se detuvieron en una cafetería a un lado de la carretera. Un grupo de mexicanos con pinta de braceros desocupados los observaron desde la barra. Tomaban agua mineral y refrescos de la zona cuyos nombres y botellas a Fate le parecieron rarísimos.

Empresas nuevas que no tardarían en desaparecer. La comida era mala. Rosa tenía sueño y cuando volvieron al coche se quedó dormida. Fate recordó las palabras de Guadalupe Roncal.

Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo. ¿Lo dijo Guadalupe Roncal o lo dijo Rosa? Por momentos, la carretera era similar a un río. Lo dijo el presunto asesino, pensó Fate. El jodido gigante albino que apareció junto con la nube negra.

Cuando Fate oyó los pasos que se aproximaban pensó que eran los pasos de un gigante. Algo parecido debió de pensar Guadalupe Roncal, que hizo el gesto de desmayarse, aunque en lugar de hacerlo se agarró de la mano y después de la solapa del funcionario de prisiones. Éste, en lugar de apartarse, le pasó un brazo por encima del hombro. Fate sintió el cuerpo de Rosa a su lado. Oyó voces. Como si los presos jalearan a alguien. Oyó risas y llamadas al orden y luego pasaron las nubes negras que venían del este por encima del penal y el aire pareció oscurecerse.

Los pasos se reanudaron. Oyó risas y peticiones. De pronto una voz se puso a entonar una canción. El efecto era similar al de un leñador talando árboles. La voz no cantaba en inglés. Al principio Fate no pudo determinar en qué idioma lo hacía, hasta que Rosa, a su lado, dijo que era alemán. El tono de la voz subió. A Fate se le ocurrió que tal vez estaba soñando. Los árboles caían uno detrás de otro. Soy un gigante perdido en medio de un bosque quemado. Pero alguien vendrá a rescatarme. Rosa le tradujo los improperios del sospechoso principal. Un leñador políglota, pensó Fate, que tan pronto habla en inglés como en español y que canta en alemán. Soy un gigante perdido en medio de un bosque calcinado. Mi destino, sin embargo, sólo lo conozco yo.

Y entonces volvieron a oírse los pasos y las risas y los jaleos y palabras de aliento de los presos y de los carceleros que escoltaban al gigante. Y luego vieron a un tipo enorme y muy rubio que entraba en la sala de visitas inclinando la cabeza, como si temiera darse un topetazo con el techo, y que sonreía como si acabara de hacer una travesura, cantar en alemán la canción del leñador perdido, y que los miró a todos con una mirada inteligente y burlona. Después el carcelero que lo acompañaba le preguntó a Guadalupe Roncal si prefería que lo esposara a la silla o no y Guadalupe Roncal movió la cabeza negativamente y el carcelero le dio una palmadita en el hombro al tipo alto y se marchó y el funcionario que estaba junto a Fate y las mujeres también se marchó no sin antes decirle algo al oído a Guadalupe Roncal y ellos se quedaron solos.

– Buenos días -les dijo el gigante en español. Se sentó y estiró las piernas por debajo de la mesa hasta que aparecieron sus pies por el otro lado.

Llevaba unos zapatos deportivos, de color negro, y calcetines blancos. Guadalupe Roncal retrocedió un paso.

– Pregunten lo que quieran -dijo el gigante.

Guadalupe Roncal se llevó una mano a la boca, como si estuviera inhalando un gas tóxico, y no supo qué preguntar.

La parte de los crímenes

La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior. Unos niños que jugaban en el descampado la encontraron y dieron aviso a sus padres. La madre de uno de ellos telefoneó a la policía, que se presentó al cabo de media hora. El descampado daba a la calle Peláez y a la calle Hermanos Chacón y luego se perdía en una acequia tras la cual se levantaban los muros de una lechería abandonada y ya en ruinas. No había nadie en la calle por lo que los policías pensaron en un primer momento que se trataba de una broma. Pese a todo, detuvieron el coche patrulla en la calle Peláez y uno de ellos se internó en el descampado. Al poco rato descubrió a dos mujeres con la cabeza cubierta, arrodilladas entre la maleza, rezando. Las mujeres, vistas de lejos, parecían viejas, pero no lo eran. Delante de ellas yacía el cadáver.

Sin interrumpirlas, el policía volvió tras sus pasos y con gestos llamó a su compañero que lo esperaba fumando en el interior del coche. Luego ambos regresaron (uno de ellos, el que no había bajado, con la pistola desenfundada) hacia donde estaban las mujeres y se quedaron de pie junto a éstas observando el cadáver. El que tenía la pistola desenfundada les preguntó si la conocían. No, señor, dijo una de las mujeres. Nunca la habíamos visto. Esta criatura no es de aquí.

Esto ocurrió en 1993. En enero de 1993. A partir de esta muerta comenzaron a contarse los asesinatos de mujeres. Pero es probable que antes hubiera otras. La primera muerta se llamaba Esperanza Gómez Saldaña y tenía trece años. Pero es probable que no fuera la primera muerta. Tal vez por comodidad, por ser la primera asesinada en el año 1993, ella encabeza la lista. Aunque seguramente en 1992 murieron otras. Otras que quedaron fuera de la lista o que jamás nadie las encontró, enterradas en fosas comunes en el desierto o esparcidas sus cenizas en medio de la noche, cuando ni el que siembra sabe en dónde, en qué lugar se encuentra.