– ¿Cómo vamos a salir? -quiso saber Fate.
– Por la puerta -dijo Amalfitano.
Luego Fate vio, como si fuera una película que no entendía del todo pero que lo remitía, curiosamente, a la muerte de su madre, cómo Amalfitano besaba y abrazaba a su hija, y luego lo vio salir y encaminarse con decisión a la calle. Primero lo vio caminar por el patio delantero, luego lo vio abrir la puerta de madera necesitada de una mano de pintura, luego lo vio cruzar la calle, descalzo, sin peinar, hasta el Peregrino negro. Cuando llegó hasta allí el tipo bajó la ventanilla y hablaron durante un rato, Amalfitano en la calle y el joven en el interior de su coche.
Se conocen, pensó Fate, no es la primera vez que hablan.
– Ya es la hora, vámonos -dijo Rosa.
Fate la siguió. Atravesaron el jardín y la calle y sus cuerpos proyectaron una sombra extremadamente delgada que cada cinco segundos era sacudida por un temblor, como si el sol estuviera girando al revés. Al entrar en el coche Fate creyó oír una risa a sus espaldas y se volvió, pero sólo vio que Amalfitano y el tipo joven seguían hablando en la misma posición que antes.
Guadalupe Roncal y Rosa Amalfitano no tardaron ni medio minuto en hacerse cargo de sus respectivas penas. La periodista se ofreció para acompañarlos hasta Tucson. Rosa dijo que no era necesario exagerar. Deliberaron durante un rato. Mientras hablaban en español Fate miró por la ventana, pero todo era normal en los alrededores del Sonora Resort. Ya no había periodistas, nadie hablaba de peleas de boxeo, los camareros parecían haber despertado de un largo letargo y eran menos amables, como si el despertar no hubiera sido de su agrado.
Desde el hotel, Rosa llamó a su padre. Fate la vio alejarse en dirección a la recepción, acompañada por Guadalupe Roncal, y mientras esperaba a que volvieran se fumó un cigarrillo y tomó algunas notas para la crónica que aún no había enviado. Con la luz diurna los sucesos de la noche anterior parecían irreales, revestidos de una gravedad infantil. En la deriva de sus pensamientos Fate vio al sparring Omar Abdul y al sparring García.
Los imaginó viajando en autobús hasta la costa. Los vio bajar del autobús, los vio dar unos cuantos pasos por entre unos matorrales en la arena. El viento onírico arrastraba granos de arena que se pegaban en la cara. Un baño de oro. Qué paz, pensó Fate. Qué simple es todo. Luego vio el autobús y lo imaginó de color negro, como un enorme coche fúnebre. Vio la sonrisa arrogante de Abdul, el rostro impertérrito de García, sus tatuajes tan extraños, y oyó el repentino ruido de platos rotos, no muchos, o un retumbar de cajas que caían al suelo, y sólo entonces Fate se dio cuenta de que estaba durmiéndose y buscó con la vista a un camarero para pedirle otro café, pero no vio a nadie. Guadalupe Roncal y Rosa Amalfitano seguían hablando por teléfono.
– La gente es buena, es simpática, hospitalaria, los mexicanos son un pueblo trabajador, tienen una curiosidad enorme por todo, se preocupan por la gente, son valientes y generosos, su tristeza no mata sino que da vida -dijo Rosa Amalfitano cuando cruzaron la frontera con los Estados Unidos.
– ¿Los vas a extrañar? -dijo Fate.
– Extrañaré a mi padre y extrañaré a la gente -dijo Rosa.
Cuando iban en el coche rumbo al presidio de Santa Teresa, Rosa le dijo que en casa de su padre nadie contestaba al teléfono.
Después de llamar varias veces a Amalfitano, Rosa llamó a casa de Rosa Méndez y tampoco allí había nadie. Creo que Rosa está muerta, dijo. Fate movió la cabeza como si le costara creerlo.
– Aún estamos vivos -dijo.
– Estamos vivos porque no hemos visto ni sabemos nada -dijo Rosa.
El coche de la periodista iba delante. Era un Little Nemo de color amarillo. Guadalupe Roncal conducía con cuidado, aunque de tanto en tanto se detenía, como si no recordara con exactitud el camino. Fate pensó que tal vez lo mejor era dejar de seguirlo y dirigirse de inmediato hacia la frontera. Cuando lo sugirió Rosa se opuso de forma tajante. Le preguntó si tenía amigos en la ciudad. Rosa dijo que no, que en realidad no tenía ningún amigo. Chucho Flores y Rosa Méndez y Charly Cruz, pero a ésos él no los consideraba amigos, ¿verdad?
– No, ésos no son amigos -dijo Fate.
Vieron una bandera mexicana ondeando en el desierto, del otro lado de la reja. Uno de los policías de aduana del lado norteamericano miró a Fate y a Rosa con detenimiento. Se preguntó qué hacía una joven blanca, y además tan guapa, en compañía de un negro. Fate le sostuvo la mirada. ¿Periodista?, preguntó el policía. Fate asintió con la cabeza. Un pez gordo, pensó el policía. Cada noche debe de darle una tunda. ¿Española?
Rosa le sonrió al policía. Una sombra de frustración cruzó la cara del policía. Cuando pusieron el coche en marcha la bandera desapareció y sólo se vio la reja y unos muros alrededor de unos galpones de mercancías.
– El problema es la mala suerte -dijo Rosa.
Fate no la oyó.
Mientras esperaban en una sala sin ventanas, Fate sintió cómo el pene se le iba poniendo cada vez más duro. Por un momento pensó que no había tenido una erección desde la muerte de su madre, pero luego desechó la idea, era imposible que durante tanto tiempo, pensó, pero sí que era posible, lo irremediable era posible, lo que no tiene vuelta de hoja era posible, ¿por qué, entonces, no iba a ser posible que la sangre no irrigara su verga durante un periodo de tiempo por otra parte más bien corto? Rosa Amalfitano lo miró. Guadalupe Roncal estaba ocupada con sus notas y con su grabadora, sentada en una silla atornillada al suelo. De vez en cuando llegaban sonidos cotidianos de la cárcel. Nombres pronunciados a gritos, música en sordina, pasos que se alejaban. Fate se sentó en una banca de madera y bostezó. Creyó que se dormiría. Imaginó las piernas de Rosa sobre sus hombros. Vio otra vez su cuarto en el motel Las Brisas y se preguntó si habían hecho el amor o no.
Claro que no, se dijo. Luego oyó unos gritos, como si en una de las salas de la cárcel estuvieran celebrando una despedida de soltero. Pensó en los asesinatos. Oyó risas lejanas. Mugidos.
Oyó que Guadalupe Roncal le decía algo a Rosa y que ésta le contestaba. El sueño lo alcanzó y se vio a sí mismo durmiendo plácidamente en el sofá de la casa de su madre, en Harlem, con la tele encendida. Dormiré media hora, se dijo, y luego volveré al trabajo. Tengo que escribir la crónica del combate de boxeo.
Tengo que conducir toda la noche. Cuando amanezca todo habrá concluido.
Al dejar atrás la frontera los pocos turistas que vieron por las calles de El Adobe parecían dormidos. Una mujer de unos setenta años, con un vestido floreado y zapatillas Nike, estaba arrodillada examinando unas alfombras indias. Tenía pinta de atleta en activo allá por los años cuarenta. Tres niños tomados de la mano contemplaban unos objetos que se exhibían en una vitrina. Los objetos se movían imperceptiblemente, pero Fate no pudo saber si eran animales o ingenios mecánicos. Junto a un bar unos tipos con pinta de chicanos y sombreros vaqueros gesticulaban e indicaban direcciones contrapuestas. Al final de la calle había unos galpones de madera y contenedores de metal en la acera y más allá estaba el desierto. Todo esto es como el sueño de otro, pensó Fate. A su lado, la cabeza de Rosa reposaba delicadamente sobre el asiento y sus grandes ojos permanecían fijos en algún punto del horizonte. Fate observó sus rodillas, que le parecieron perfectas, y luego sus caderas y luego sus hombros y sus omóplatos, que parecían tener vida propia, una vida oscura, suspendida, que asomaba sólo de tanto en tanto.
Después se concentró en conducir. La carretera que salía de El Adobe se internaba en una especie de remolino de colores ocres.
– ¿Qué le habrá pasado a Guadalupe Roncal? -dijo Rosa con voz de sonámbula.
– A esta hora debe estar volando rumbo a su casa -dijo Fate.