– Exacto, un francés que respondía al nombre de profesor Plateau.

El cual, descubierto el principio, se lanzó como un tiburón a experimentar con diferentes artefactos construidos por él mismo, con el objetivo de crear efectos de movimiento mediante la sucesión de imágenes fijas pasadas a gran velocidad. Entonces nació el zoótropo.

– ¿Sabe usted qué es? -dijo Óscar Amalfitano.

– Tuve uno de niño -dijo Charly Cruz-. Y también tuve un disco mágico.

– Un disco mágico -dijo Óscar Amalfitano-. Qué interesante.

¿Se acuerda de él? ¿Me lo podría describir?

– Se lo podría hacer ahora mismo -dijo Charly Cruz-, sólo necesito una cartulina, dos lápices de colores y un hilo, si no me acuerdo mal.

– Ah no, ah no, ah no, no es necesario -dijo Óscar Amalfitano -. Con una buena descripción me basta. En cierta forma todos tenemos millones de discos mágicos flotando o girando dentro del cerebro.

– ¿Ah, sí? -dijo Charly Cruz.

– Híjole -dijo Rosa Méndez.

– Bueno, pues era un borrachito riéndose. Eso era lo que estaba dibujado en una cara del disco. Y en la otra cara estaba dibujada una celda, es decir los barrotes de una celda. Cuando hacía girar el disco el borrachito que se reía estaba dentro de la prisión.

– Lo cual no es motivo de risa, ¿verdad? -dijo Óscar Amalfitano.

– No, no lo es -suspiró Charly Cruz.

– Sin embargo el borrachito (a propósito, ¿por qué lo llama borrachito y no borracho?) se reía, tal vez porque él no sabía que estaba en una prisión.

Durante unos segundos, recordaba Rosa, Charly Cruz había mirado a su padre con otra mirada, como si quisiera adivinar hacia dónde pretendía arrastrarlo. Charly Cruz, como ya se ha dicho, era un hombre tranquilo, y durante esos segundos su tranquilidad propiamente dicha, su disposición calma, no varió, pero sí que ocurrió algo en el interior de su cara, como si la lente a través de la cual observaba a su padre, recordaba Rosa, ya no le sirviera y procediera, calmadamente, a cambiarla, una operación que duraba menos de una fracción de segundo, pero durante la cual, necesariamente, su mirada quedaba desnuda o vacía, en cualquier caso desocupada, pues una lente se guardaba y otra se ponía y ambas operaciones no se podían hacer al mismo tiempo, y durante esa fracción de segundo, que Rosa recordaba como si la hubiera inventado ella, la cara de Charly Cruz estaba vacía o se vaciaba, a una velocidad, por otra parte, sorprendente, digamos a la velocidad de la luz, por poner un símil exagerado y sin embargo aproximativo, y el vaciado de la cara era integral, incluía el pelo y los dientes, aunque decir pelo y dientes delante de ese vaciado era como decir nada, y las facciones, las arrugas, las venillas capilares, los poros, todo se vaciaba, quedaba sin defensas, todo adquiría una proporción cuya única respuesta, recordaba Rosa, sólo podía ser, pero tampoco era, el vértigo y la náusea.

– El borrachito se ríe porque cree que está libre, pero en realidad está en una prisión -dijo Óscar Amalfitano-, ahí reside, digamos, la gracia, pero lo cierto es que la prisión está dibujada en la otra cara del disco, por lo que también podemos decir que el borrachito se ríe porque nosotros creemos que está en una prisión, sin apercibirnos de que la prisión está en una cara y el borrachito en la otra, y que la realidad es ésa, por más que hagamos girar el disco y nos parezca que el borrachito está encarcelado.

De hecho, podríamos incluso adivinar de qué se ríe el borrachito: se ríe de nuestra credulidad, es decir se ríe de nuestros ojos.

Poco después sucedió algo que a Rosa la afectó bastante.

Volvía de la universidad, dando un paseo, y de pronto oyó que la llamaban. Un muchacho de su misma edad, un compañero de clases, aparcó su coche en el bordillo de la acera y se ofreció a llevarla a casa. Sin subir al coche ella le dijo que prefería ir a tomar un refresco en una cafetería cercana que tenía aire acondicionado.

El muchacho se ofreció a acompañarla y Rosa aceptó.

Se subió al coche y le indicó qué calles seguir. La cafetería era nueva y espaciosa, con forma de L, de estilo norteamericano con hileras de mesas y grandes ventanales por donde entraba el sol. Durante un rato estuvieron hablando de cualquier cosa. Luego el muchacho dijo que tenía que marcharse y se levantó.

Se despidieron con un beso en la mejilla y Rosa le pidió a la mesera que le trajera una taza de café. Después abrió un libro sobre pintura mexicana en el siglo XX y se puso a leer el capítulo dedicado a Paalen. La cafetería, a esas horas, estaba semivacía.

Se oían voces provenientes de la cocina, una mujer que daba consejos a otra, los pasos de la mesera que de tanto en tanto se acercaba con la cafetera a ofrecer más café a los pocos clientes esparcidos por el amplio local. De pronto alguien a quien no había oído acercarse le dijo: eres una puta. La voz la sobresaltó y alzó la mirada pensando que se trataba de una broma de mal gusto o que la habían confundido con otra. Junto a ella estaba Chucho Flores. Desconcertada, sólo atinó a decirle que se sentara, pero Chucho Flores le dijo, casi sin mover los labios, que se levantara ella y lo siguiera. Le preguntó adónde pretendía ir. A casa, dijo Chucho Flores. Sudaba y tenía la cara congestionada. Rosa le dijo que no pensaba moverse de allí.

Chucho Flores le preguntó entonces quién era el muchacho al que había besado.

– Un compañero de la facultad -dijo Rosa, y notó que las manos de Chucho Flores temblaban.

– Eres una puta -volvió a repetir éste.

Y luego se puso a mascullar algo que Rosa al principio no entendió pero que luego comprendió que era la repetición de la misma frase: eres una puta, proferida una y otra vez, con los dientes apretados, como si pronunciarla le costara ímprobos esfuerzos.

– Vámonos -gritó Chucho Flores.

– No voy a ir contigo a ninguna parte -dijo Rosa, y miró alrededor por si alguien se había dado cuenta del espectáculo que estaban dando. Pero nadie los miraba y eso la tranquilizó.

– ¿Te has acostado con él? -dijo Chucho Flores.

Durante unos segundos Rosa no supo de qué le hablaba. El aire acondicionado le pareció demasiado frío, tuvo deseos de salir a la calle y dejar que el sol la tocara. Si hubiera llevado un jersey o un chaleco se lo hubiera puesto.

– Sólo me acuesto contigo -le dijo procurando calmarle.

– Mentira -gritó Chucho Flores.

La mesera se asomó por el otro extremo de la cafetería y se acercó a ellos, pero a mitad de camino se arrepintió y se metió tras la barra.

– No seas ridículo, por favor -le dijo, y posó la vista en el artículo sobre Paalen pero sólo vio hormigas negras y luego arañas negras sobre una superficie de sal. Las hormigas luchaban contra las arañas.

– Vamos a casa -oyó que decía Chucho Flores. Sintió frío.

Al levantar la mirada vio que estaba a punto de llorar.

– Eres mi único amor -dijo Chucho Flores-. Lo daría todo por ti. Moriría por ti.

Durante unos segundos no supo qué decirle. Tal vez, pensó, había llegado el momento de romper la relación.

– No soy nada sin ti -dijo Chucho Flores-. Eres todo lo que tengo. Todo lo que necesito. El sueño de mi vida eres tú. Si te perdiera me moriría.

La mesera los miraba desde la barra. A unas veinte mesas de distancia, un tipo tomaba café y leía el periódico. Llevaba una camisa de manga corta y corbata. El sol, en las ventanas, parecía vibrar.

– Siéntate, por favor -dijo Rosa.

Chucho Flores apartó la silla en la que se apoyaba y se sentó.

Acto seguido se cubrió la cara con las manos y Rosa pensó que se iba a poner a gritar otra vez o a llorar. Qué espectáculo, pensó.

– ¿Quieres tomar algo?

Chucho Flores movió la cabeza afirmativamente.

– Un café -susurró sin quitarse las manos de la cara.

Rosa miró a la mesera y levantó una mano para que se acercara.