A partir de entonces su relación con Chucho Flores había sido cada vez más extraña. Había días en que él parecía incapaz de vivir sin ella, y otros días en que la trataba como si fuera su esclava. Algunas noches dormían en el departamento de él y por las mañanas, al despertar, Rosa no lo encontraba, pues Chucho Flores, en ocasiones, se levantaba muy temprano para trabajar en un programa radiofónico en directo que se llamaba «Buenos días, Sonora», o «Buenos días, amigos», no lo sabía con exactitud pues nunca lo escuchó desde el principio, un programa que escuchaban los camioneros que cruzaban la frontera en una u otra dirección y los ruteros que llevaban a los trabajadores a las fábricas y toda la gente que en Santa Teresa tenía que madrugar. Cuando Rosa se despertaba se hacía el desayuno, generalmente un vaso de naranjada y una tostada o una galleta, y luego lavaba el plato, el vaso, el exprimidor de naranjas, y se iba. Otras veces se quedaba un rato más, mirando por las ventanas el paisaje urbano de la ciudad bajo un cielo azul cobalto y luego hacía la cama y daba vueltas por la casa, sin nada que hacer salvo pensar en su vida y en la relación que mantenía con ese mexicano tan extraño. Pensaba si él la quería, si lo que él sentía por ella era amor, si ella, a su vez, sentía amor por él, o atracción física, o algo, cualquier cosa, si eso era todo lo que ella tenía que esperar de una relación de pareja.

Algunas tardes se subían al coche de él y salían a toda velocidad hacia el este, hasta un mirador en una montaña desde la que se veía Santa Teresa a lo lejos, las primeras luces de la ciudad, el enorme paracaídas negro que caía parsimoniosamente sobre el desierto. Siempre que estaban allí, después de contemplar en silencio el cambio del día a la noche, Chucho Flores se desabrochaba la bragueta y la cogía de la nuca hasta pegar su rostro en su entrepierna. Rosa entonces se ponía el pene entre los labios, chupándolo apenas, hasta que éste se endurecía y entonces comenzaba a acariciarlo con la lengua. Cuando Chucho Flores se iba a correr, lo notaba por la presión de su mano que le impedía despegar la cabeza. Rosa dejaba de mover la lengua y se quedaba quieta, como si el tener todo el pene dentro la hubiera ahogado, hasta que sentía la descarga de semen en su garganta, y ni aun así se movía, aunque escuchaba los gemidos y las exclamaciones a menudo inverosímiles que pronunciaba su amante, a quien gustaba decir palabras soeces y proferir insultos durante el orgasmo, pero no contra ella sino contra personas indeterminadas, fantasmas que aparecían sólo en ese momento y que no tardaban en perderse en la noche. Después, aún con un regusto salado y amargo en la boca, encendía un cigarrillo mientras Chucho Flores sacaba de su cigarrera de plata un papelillo doblado que contenía cocaína, que escanciaba sobre la tapa de plata de la cigarrera, labrada con motivos rancheros más bien bucólicos, y que, tras preparar sin apuro tres rayas ayudándose de una de sus tarjetas de crédito, esnifaba con una de sus tarjetas de presentación, una que decía Chucho Flores, periodista y locutor, y luego la dirección de la emisora.

Uno de esos atardeceres, sin que mediara invitación alguna (pues Chucho nunca la había invitado, en ninguna ocasión, a compartir la coca con él), mientras se limpiaba con la palma de la mano unas gotas de semen de los labios, Rosa le pidió que la última raya se la dejara a ella. Chucho Flores le preguntó si estaba segura y luego, con un gesto de indiferencia pero también de acatamiento, le alcanzó la cigarrera y una tarjeta de presentación nueva. Rosa esnifó todo lo que quedaba de cocaína y luego se echó para atrás en el asiento y se puso a mirar las nubes negras que en nada se diferenciaban del cielo negro.

Esa noche, al volver a casa, salió al patio y vio a su padre hablando con el libro que desde hacía tiempo colgaba del cordel de la ropa en el patio trasero. Luego, sin que su padre percibiera su presencia, se encerró en su habitación y se puso a leer una novela y a pensar en su relación con el mexicano.

Por supuesto, el mexicano y su padre se habían conocido.

La opinión que sacó Chucho Flores de este encuentro fue positiva, aunque Rosa creía que mentía, que era antinatural que le cayera bien alguien que lo había mirado como lo había mirado su padre. Esa noche Amalfitano le hizo tres preguntas a Chucho Flores. La primera era qué pensaba acerca de los hexágonos.

La segunda era si sabía construir un hexágono. La tercera era qué opinión tenía sobre los asesinatos de mujeres que se estaban cometiendo en Santa Teresa. A la primera pregunta la respuesta de Chucho Flores fue que no pensaba nada. A la segunda contestó con un sincero no. A la tercera dijo que era, ciertamente, un hecho lamentable, pero que la policía periódicamente iba atrapando a los asesinos. El padre de Rosa no hizo ninguna pregunta más y se quedó inmóvil sentado en un sillón mientras su hija salía a despedir a Chucho Flores a la calle.

Cuando Rosa volvió a entrar y aún se oía el ruido del motor del coche de su novio, Óscar Amalfitano le dijo a su hija que tuviera cuidado con ese hombre, que le daba mala espina, sin aducir ningún argumento que respaldara sus palabras.

– Si no he entendido mal -se rió Rosa desde la cocina-, lo mejor es que lo deje.

– Déjalo -dijo Óscar Amalfitano.

– Ay, papá, tú cada día estás más loco -dijo Rosa.

– Eso es verdad -dijo Óscar Amalfitano.

– ¿Y qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer?

– Tú, dejar a ese pedazo de mierda ignorante y mentiroso.

Yo, no sé, tal vez cuando volvamos a Europa me interne en el Clínico para que me den unos electroshocks.

La segunda vez que Chucho Flores y Óscar Amalfitano se vieron cara a cara a Rosa la habían ido a dejar a casa, además de su novio, Charly Cruz y Rosa Méndez. En realidad, Óscar Amalfitano no hubiera debido estar allí sino en la universidad, dando clases, pero aquella tarde adujo una enfermedad y regresó a su casa mucho más pronto de lo que solía hacerlo. El encuentro fue breve, aunque su padre, al final, estaba inusualmente sociable, ya que Rosa se las arregló para que sus amigos se marcharan a la primera ocasión, pero antes dio lugar a una conversación entre su padre y Charly Cruz que si bien no fue amena, tampoco resultó aburrida, al contrario, con el paso de los días la conversación entre su padre y Charly fue adquiriendo, en la memoria de Rosa, contornos más nítidos, como si el tiempo, caracterizado bajo la forma clásica de un viejo, soplara incesantemente sobre una piedra plana y gris, con vetas negras, cubierta de polvo, hasta que las letras talladas sobre la piedra se hacían perfectamente legibles.

Todo comenzó, suponía Rosa, pues ella en aquel momento no estaba en la sala sino en la cocina llenando cuatro vasos con jugo de mango, con una de las preguntas malintencionadas que su padre solía espetar a sus invitados, los de ella, ciertamente no los de él, o tal vez todo empezó con alguna declaración de principios de la inocente Rosa Méndez, pues su voz, en los primeros instantes, era la que parecía imponerse en la sala. Tal vez Rosa Méndez habló de su pasión por el cine y en ese momento Óscar Amalfitano le preguntó si sabía qué era el movimiento aparente. Pero la respuesta, como no podía ser de otra manera, no la dio su amiga, sino Charly Cruz. El cual dijo que el movimiento aparente es la ilusión de movimiento provocada por la persistencia de las imágenes en la retina.

– Exactamente -dijo Óscar Amalfitano-, las imágenes permanecen durante una fracción de segundo en la retina.

Y entonces su padre, dejando de lado a Rosa Méndez, que tal vez dijo híjole, porque su ignorancia era grande pero también era grande su capacidad de asombro y su deseo de aprender, le preguntó directamente a Charly Cruz si sabía quién había descubierto eso, lo de la persistencia de la imagen, y Charly Cruz dijo que no recordaba su nombre, pero que estaba seguro de que había sido un francés. A lo que su padre dijo: