Luego, fingía un orgasmo y se ponía a gritar. Entonces los tipos, que hasta ese momento la estaban poseyendo alternativamente, se acoplaban a la vez, el primero la penetraba por la vagina, el segundo por el ano y el tercero metía su verga en la boca de la mujer. El cuadro que formaban era el de una máquina de movimiento continuo. El espectador adivinaba que la máquina iba a estallar en algún momento, pero la forma del estallido, y cuándo ocurriría, era imprevisible. Y entonces la mujer se corría de verdad. Un orgasmo que no estaba previsto y que ella era la que menos esperaba. Los movimientos de la mujer, constreñidos por el peso de los tres tipos, se aceleraron. Sus ojos, fijos en la cámara, que a su vez se acercó a su rostro, decían algo aunque en un lenguaje inidentificable. Por un instante toda ella pareció brillar, refulgieron sus sienes, el mentón semioculto por el hombro de uno de los tipos, los dientes adquirieron una blancura sobrenatural. Luego la carne pareció desprenderse de sus huesos y caer al suelo de aquel burdel anónimo o desvanecerse en el aire, dejando un esqueleto mondo y lirondo, sin ojos, sin labios, una calavera que de improviso empezó a reírse de todo. Después se vio una calle de una gran ciudad mexicana, el DF con toda seguridad, al atardecer, barrida por la lluvia, los coches estacionados en las aceras, las tiendas con las cortinas metálicas bajadas, personas que caminaban aprisa para no empaparse. Un charco de lluvia. El agua que limpia la carrocería de un coche cubierto por una gruesa capa de polvo. Ventanas iluminadas de edificios públicos. Una parada de autobuses junto a un pequeño parque. Las ramas de un árbol enfermo que vanamente intentan tenderse hacia la nada.

El rostro de la puta vieja que ahora sonríe a la cámara, como diciendo ¿lo hice bien?, ¿he estado bien?, ¿no hay quejas? Una escalera de ladrillos rojos a la vista. Un suelo de linóleo. La misma lluvia pero filmada desde el interior de una habitación. Una mesa de plástico con los rebordes llenos de muescas. Vasos y un frasco de Nescafé. Una sartén con restos de huevos revueltos.

Un pasillo. El cuerpo de una mujer semivestida, tirado en el suelo. Una puerta. Una habitación en completo desorden. Dos tipos durmiendo en la misma cama. Un espejo. La cámara se acerca al espejo. Se corta la cinta.

– ¿Dónde está Rosa? -preguntó Fate cuando acabó la película.

– Hay una segunda cinta -dijo Charly Cruz.

– ¿Dónde está Rosa?

– En alguno de los cuartos -dijo Charly Cruz-, mamándole la verga a Chucho.

Luego se levantó, salió de la habitación y cuando volvió traía en una mano la cinta que faltaba. Mientras rebobinaba el vídeo Fate dijo que tenía que ir al baño.

– Al fondo, la cuarta puerta -dijo Charly Cruz-. Pero tú no quieres ir al baño, tú quieres buscar a tu Rosa, gringo mentiroso.

Fate se rió.

– Bueno, tal vez Chucho necesite una ayuda -dijo como si estuviera dormido y borracho al mismo tiempo.

Al levantarse el tipo del bigote dio un respingo. Charly Cruz le dijo algo en español y el tipo del bigote volvió a extenderse muellemente sobre el sillón. Fate caminó por el pasillo contando las puertas. Al llegar a la tercera oyó un ruido que provenía del piso superior. Se detuvo. El ruido cesó. El baño era grande y parecía surgido de una revista de arquitectura. Las paredes y el suelo eran de mármol blanco. En la bañera, circular, podían caber por lo menos cuatro personas. Junto a la bañera había una gran caja de madera de roble con forma de ataúd. Un ataúd en donde la cabeza quedaba afuera y que Fate hubiera dicho que se trataba de una sauna, a no ser por la estrechez de la caja. La taza del wáter era de mármol negro. Junto a ésta había un bidet y junto al bidet una protuberancia de mármol de medio metro de alzada cuya utilidad Fate fue incapaz de discernir. Semejaba, si uno forzaba la imaginación, una silla o un sillín. Pero no pudo imaginar a nadie sentado allí, no en una posición normal. Tal vez servía para poner las toallas del bidet. Durante un rato, mientras orinaba, estuvo mirando la caja de madera y la escultura de mármol. Por un instante pensó que ambos objetos estaban vivos. A su espalda había un espejo que cubría toda la pared y que hacía que el baño pareciera más grande de lo que en realidad era. Fate miraba hacia la izquierda y veía el ataúd de madera y luego torcía el cuello hacia la derecha y veía el protuberante artefacto de mármol, y en una ocasión miró hacia atrás y vio su propia espalda, de pie ante el inodoro, flanqueado por el ataúd y por el sillín de apariencia inútil. La sensación de irrealidad que le perseguía aquella noche se acentuó.

Subió las escaleras procurando no hacer ruido. En la sala Charly Cruz y el tipo del bigote hablaban en español. La voz de Charly Cruz era apaciguadora. La voz del tipo del bigote era aguda, como si tuviera atrofiadas las cuerdas vocales. El ruido que había oído en el pasillo volvió a repetirse. La escalera terminaba en una sala con un gran ventanal cubierto por una cortina veneciana con listones de plástico marrón oscuro. Fate se internó por otro pasillo. Abrió una puerta. Rosa Méndez estaba tirada bocabajo sobre una cama de aspecto militar. Estaba vestida y llevaba puestos los zapatos de tacón, pero parecía dormida o demasiado borracha. En la habitación no había más que la cama y una silla. El suelo, al contrario que en el primer piso, estaba enmoquetado, por lo que sus pasos apenas hacían ruido.

Se acercó a la chica y le volteó la cabeza. Rosa Méndez, sin abrir los ojos, le sonrió. A mitad de camino el pasillo se bifurcaba.

Fate distinguió una luz que salía por el quicio de una de las puertas. Oyó a Chucho Flores y a Corona que discutían, pero no supo el motivo. Pensó que ambos se querían follar a Rosa Amalfitano. Después pensó que tal vez discutían acerca de él. Corona parecía enfadado de verdad. Abrió la puerta sin golpear y los dos hombres se volvieron al mismo tiempo con una mezcla de sorpresa y sueño grabada en sus rostros. Ahora debo procurar ser lo que soy, pensó Fate, un negro de Harlem, un negro jodidamente peligroso. Casi de inmediato se dio cuenta de que ninguno de los mexicanos estaba impresionado.

– ¿Dónde está Rosa? -dijo.

Chucho Flores alcanzó a indicar con un gesto un rincón de la habitación que Fate no había visto. Esta escena, pensó Fate, yo ya la he vivido. Rosa estaba sentada en un sillón, con las piernas cruzadas, esnifando cocaína.

– Vámonos -le dijo.

No se lo ordenó ni se lo suplicó. Sólo le dijo que se fuera con él, pero puso toda el alma en sus palabras. Rosa le sonrió con simpatía, no daba la impresión de entender nada. Oyó que Chucho Flores decía en inglés: largo de aquí, amigo, espéranos abajo. Fate le extendió la mano a la muchacha. Rosa se levantó y cogió su mano. La mano de la muchacha le pareció tibia, una temperatura que evocaba otros escenarios pero que también evocaba o comprendía aquella sordidez. Al estrecharla tuvo conciencia de la frialdad de su propia mano. He estado agonizando todo este tiempo, pensó. Estoy frío como el hielo. Si ella no me hubiera dado la mano me habría muerto aquí mismo y hubieran tenido que repatriar mi cadáver a Nueva York.

Cuando salían de la habitación sintió cómo Corona lo agarraba de un brazo y levantaba la mano libre, que empuñaba, le pareció, un objeto contundente. Se revolvió y golpeó, al estilo Count Pickett, la mandíbula del mexicano de abajo hacia arriba.

Como antes Merolino Fernández, Corona cayó al suelo sin exhalar ni un solo gemido. Sólo entonces se dio cuenta de que empuñaba una pistola. Se la quitó y le preguntó a Chucho Flores qué pensaba hacer.

– Yo no soy celoso, amigo -dijo Chucho Flores con las manos levantadas a la altura del pecho para que Fate viera que no llevaba ningún arma.

Rosa Amalfitano miró la pistola de Corona como si fuera un artilugio de sex-shop.

– Vámonos -oyó que le decía.