– No lo sé -dijo Rosa-, yo no soy mexicana, soy española.

Fate pensó en España. Iba a preguntarle de qué parte de España era cuando vio que en una esquina de la sala un hombre abofeteaba a una mujer. La primera bofetada hizo que la cabeza de la mujer girara violentamente y la segunda bofetada la lanzó al suelo. Fate, sin pensar en nada, intentó moverse en esa dirección, pero alguien lo sujetó de un brazo. Cuando se volvió para ver quién lo retenía no había nadie. En la otra esquina de la discoteca el hombre que había abofeteado a la mujer se acercó al bulto caído y le pateó el estómago. A pocos metros de él vio a Rosa Méndez que sonreía feliz. Junto a ella estaba Corona, que miraba hacia otra parte, con el semblante serio de siempre. El brazo de Corona rodeaba los hombros de la mujer. De vez en cuando Rosa Méndez se llevaba la mano de Corona a la boca y le mordisqueaba un dedo. En ocasiones los dientes de Rosa Ménez mordían demasiado fuerte y entonces Corona arrugaba ligeramente el ceño.

En el último sitio donde estuvieron Fate vio a Omar Abdul y al otro sparring. Bebían solos en un rincón de la barra y se acercó a saludarlos. El sparring que se llamaba García apenas hizo un gesto de reconocimiento. Omar Abdul, por el contrario, le obsequió con una amplia sonrisa. Fate les preguntó cómo estaba Merolino Fernández.

– Bien, muy bien -dijo Omar Abdul-. En el rancho.

Antes de que Fate se despidiera de ellos Omar Abdul le preguntó cómo era que no se había largado todavía.

– Me gusta esta ciudad -dijo Fate por decir algo.

– Esta ciudad es una mierda, hermano -dijo Omar Abdul.

– Bueno, hay mujeres muy guapas -dijo Fate.

– Las mujeres de aquí no valen un pedazo de mierda -dijo Omar Abdul.

– Entonces deberías volver a California -dijo Fate.

Omar Abdul lo miró a los ojos y asintió varias veces.

– Me gustaría ser un jodido periodista -dijo-, a vosotros no se os escapa nada, ¿verdad?

Fate sacó un billete y llamó al barman. Lo que quieran tomar estos amigos lo pago yo, dijo. El barman cogió el billete y se quedó mirando a los sparrings.

– Otros dos mezcales -dijo Omar Abdul.

Cuando volvió a su mesa Chucho Flores le preguntó si era amigo de los boxeadores.

– No son boxeadores -dijo Fate-, son sparrings.

– García fue un boxeador bastante conocido en Sonora -dijo Chucho Flores-. No era muy bueno, pero aguantaba como nadie.

Fate miró hacia el fondo de la barra. Omar Abdul y García seguían allí, silenciosos, mirando las hileras de botellas.

– Una noche se volvió loco y mató a su hermana -dijo Chucho Flores-. Su abogado consiguió que lo declararan con enajenación mental transitoria y sólo pasó en la cárcel de Hermosillo ocho años. Cuando salió ya no quiso boxear. Durante un tiempo estuvo con los pentecostalistas de Arizona. Pero Dios no le dio el don de la palabra y un día dejó de predicar el verbo divino y se puso a trabajar de matón de discoteca. Hasta que llegó López, el preparador de Merolino, y lo contrató como sparring.

– Un par de mierdas -dijo Corona.

– Sí -dijo Fate-, a juzgar por la pelea, un par de mierdas.

Después, y esto sí que lo recordaba con claridad, acabaron en casa de Charly Cruz. Lo recordaba por los vídeos. Concretamente, por el supuesto vídeo de Robert Rodríguez. La casa de Charly Cruz era grande, sólida como un búnker de dos pisos, eso también lo recordaba con claridad, y su sombra se proyectaba sobre un descampado. No había jardín, pero tenía un párking en donde cabían cuatro, tal vez cinco coches. En algún momento de la noche, aunque esto ya no era nada claro, un cuarto hombre se había unido a la comitiva. El cuarto hombre no hablaba mucho pero sonreía sin que viniera a cuento y parecía simpático.

Era moreno y llevaba bigote. Y viajó con él, en su coche, a su lado, sonriendo a cada palabra que Fate decía. De vez en cuando el tipo del bigote miraba hacia atrás y de vez en cuando consultaba su reloj. Pero no decía ni una sola palabra.

– ¿Eres mudo? -le dijo Fate en inglés después de varios intentos de entablar con él una conversación-. ¿No tienes lengua?

¿Por qué miras tanto el reloj, cabrón? -E invariablemente el tipo sonreía y asentía.

El coche de Charly Cruz iba delante, seguido por el de Chucho Flores. A veces Fate podía ver las siluetas de Chucho y de Rosa Amalfitano. Generalmente cuando se detenían frente a un semáforo. En ocasiones ambas siluetas estaban muy juntas, como si se besaran. Otras veces sólo veía la silueta del conductor.

En una ocasión intentó ponerse a un lado del coche de Chucho Flores, pero no lo consiguió.

– ¿Qué hora es? -le preguntó al tipo del bigote y éste se encogió de hombros.

En el párking de Charly Cruz había un mural pintado sobre una de las paredes de cemento. El mural era de un par de metros de largo y tal vez tres metros de ancho y representaba a la Virgen de Guadalupe en medio de un paisaje riquísimo en donde había ríos y bosques y minas de oro y plata y torres petrolíferas y enormes sembrados de maíz y de trigo y amplísimas praderas donde pastaban las reses. La Virgen tenía los brazos abiertos, como en el acto de ofrecer toda esa riqueza a cambio de nada. Pero en su rostro, Fate pese a estar borracho lo advirtió de inmediato, había algo que discordaba. Uno de los ojos de la Virgen estaba abierto y el otro estaba cerrado.

La casa tenía muchas habitaciones. Algunas sólo servían como almacén en donde se amontonaban pilas de vídeos y dvd de los videoclubs de Charly Cruz o de su colección particular.

La sala estaba en el primer piso. Dos sillones y dos sofás de cuero y una mesa de madera y un aparato de televisión. Los sillones eran de buena calidad, pero viejos. El suelo era de baldosas amarillas con estrías negras y estaba sucio. Ni siquiera un par de alfombras indias multicolores podían disimularlo. Un espejo de cuerpo entero colgaba de una pared. En la otra había un cartel de una película mexicana de los años cincuenta, enmarcado y protegido con un cristal. Charly Cruz le dijo que era el póster auténtico de una película muy rara, de la que se habían perdido casi todas las copias. En un aparador de cristal se guardaban las botellas de licor. Junto a la sala había una habitación aparentemente sin uso en donde estaba el aparato de música, de última generación, y en una caja de cartón los compact discs. Rosa Méndez se agachó junto a la caja y se puso a hurgar en su interior.

– A las mujeres las vuelve loca la música -le dijo Charly Cruz al oído-, a mí me vuelve loco el cine.

La proximidad de Charly Cruz lo sobresaltó. Sólo en ese momento se dio cuenta de que la habitación no tenía ventanas y le pareció extraño que alguien la hubiera elegido para ubicar la sala, sobre todo teniendo en cuenta que la casa era grande y que seguramente no faltarían habitaciones con más luz. Cuando la música empezó a sonar Corona y Chucho Flores tomaron a las muchachas de los brazos y salieron de la sala. El tipo del bigote se sentó en un sillón y miró la hora. Charly Cruz le preguntó si le interesaba ver la película de Robert Rodríguez. Fate asintió. Al tipo del bigote, por la disposición del sillón, le era imposible ver la película sin torcer exageradamente el cuello, pero en realidad no mostró la más mínima curiosidad. Se quedó sentado, mirándolos a ellos y de tanto en tanto mirando el techo.

La película no duraba, según Charly Cruz, más de media hora. Se veía el rostro de una vieja, muy pintarrajeado, que miraba a la cámara y que, al cabo de un rato, se ponía a murmurar palabras incomprensibles y a llorar. Parecía una puta retirada y en ocasiones, pensó Fate, una puta agonizante. Después aparecía una mujer joven, muy morena, delgada y con grandes pechos, que se desnudaba sentada en una cama. De la oscuridad surgían tres tipos que primero le hablaban al oído y luego la follaban. Al principio la mujer oponía resistencia. Miraba directamente a la cámara y decía algo en español que Fate no entendía.