– ¿Quién es el tipo de abajo? -dijo Fate.
– Charly, Charly Cruz, tu amigo -dijo Chucho Flores sonriendo.
– No, hijo de puta, el otro, el del bigote.
– Un amigo de Charly -dijo Chucho Flores.
– ¿Esta puta casa tiene otra salida?
Chucho Flores se encogió de hombros.
– ¿Oye, hombre, no estás llevando las cosas demasiado lejos?
– dijo.
– Sí, hay una salida por la parte de atrás -dijo Rosa Amalfitano.
Fate miró el cuerpo caído de Corona y pareció meditar durante unos segundos.
– El coche está en el garaje -dijo-, no nos podemos ir sin él.
– Entonces hay que salir por la parte de delante -dijo Chucho Flores.
– ¿Y éste? -dijo Rosa Amalfitano indicando a Corona-, ¿está muerto?
Fate volvió a mirar el cuerpo desmadejado que yacía en el suelo. Hubiera podido estar mirándolo durante horas.
– Vámonos -dijo con voz resuelta.
Bajaron las escaleras, pasaron por una enorme cocina que olía a abandono, como si hiciera mucho tiempo allí ya nadie guisara, atravesaron un corredor desde donde se veía un patio en donde había una camioneta ranchera tapada con una lona negra y luego anduvieron completamente a oscuras hasta llegar a la puerta que descendía hacia el garaje. Al encender la luz, dos grandes tubos fluorescentes colgados del techo, Fate volvió a observar el mural de la Virgen de Guadalupe. Al moverse para abrir la puerta metálica se dio cuenta de que el único ojo abierto de la Virgen parecía seguirlo estuviera donde estuviera.
Metió a Chucho Flores en el asiento del copiloto y Rosa se sentó detrás. Al salir del garaje alcanzó a ver al tipo del bigote que aparecía en lo alto de la escalera y los buscaba con una mirada de adolescente azorado.
Dejaron atrás la casa de Charly Cruz y se metieron por calles sin pavimentar. Atravesaron, sin que lo advirtieran, un descampado que despedía un fuerte olor a maleza y a comida en descomposición. Fate detuvo el coche, limpió la pistola con un pañuelo y la arrojó al descampado.
– Qué noche más bonita -murmuró Chucho Flores.
Ni Rosa ni Fate dijeron nada.
Dejaron a Chucho Flores junto a una parada de autobuses en una avenida desierta y profusamente iluminada. Rosa se sentó en el asiento de delante y al despedirse le dio una bofetada.
Después se internaron por un laberinto de calles que ni Rosa ni Fate conocían, hasta salir a otra avenida que llevaba directamente al centro de la ciudad.
– Creo que me he comportado como un idiota -dijo Fate.
– Yo me he comportado como una idiota -dijo Rosa.
– No, yo -dijo Fate.
Se pusieron a reír y tras dar un par de vueltas por el centro se dejaron llevar por el flujo de coches con matrículas mexicanas y norteamericanas que salían de la ciudad.
– ¿Adónde vamos? -dijo Fate-. ¿Dónde vives?
Ella le dijo que no quería volver a su casa todavía. Pasaron por delante del motel de Fate y durante unos segundos éste no supo si seguir hacia el paso fronterizo o quedarse allí. Cien metros más adelante dio la vuelta y enfiló una vez más en dirección sur, hacia el motel. El recepcionista lo reconoció. Le preguntó cómo había ido la pelea.
– Perdió Merolino -dijo Fate.
– Era lógico -dijo el recepcionista.
Fate le preguntó si aún estaba libre su habitación. El recepcionista le dijo que sí. Fate metió una mano en el bolsillo y sacó la llave de la habitación, que aún conservaba.
– Es cierto -dijo.
Le pagó un día más y luego se marchó. Rosa lo esperaba en el coche.
– Puedes quedarte aquí un rato -dijo Fate-, cuando me lo digas te llevaré a tu casa.
Rosa asintió con la cabeza y entraron. La cama estaba hecha y las sábanas eran limpias. Las dos ventanas estaban entornadas, tal vez porque la persona que había hecho la limpieza, pensó Fate, encontró un rastro de olor a vómito. Pero la habitación olía bien. Rosa encendió la televisión y se sentó en una silla.
– Te he estado observando -dijo.
– Me halaga -dijo Fate.
– ¿Por qué limpiaste la pistola antes de deshacerte de ella?
– dijo Rosa.
– Uno nunca sabe -dijo Fate-, pero prefiero no andar dejando mis huellas dactilares en armas de fuego.
Después Rosa se concentró en el programa de la tele, un talk-show mexicano en el que, básicamente, sólo hablaba una mujer ya anciana. Tenía el pelo largo y completamente blanco.
A veces sonreía y uno podía darse cuenta de que se trataba de una viejita de buen corazón, incapaz de hacerle daño a nadie, pero la mayor parte del tiempo su expresión era de alerta, como si estuviera tratando un tema de mucha gravedad. Por supuesto, no entendió nada de lo que decían. Después Rosa se levantó de la silla, apagó la tele y le preguntó si se podía dar una ducha. Fate asintió en silencio. Cuando Rosa se encerró en el baño se puso a pensar en todo lo que había sucedido aquella noche y le dolió el estómago. Sintió una oleada de calor que le subía a la cara. Se sentó en la cama, se cubrió la cara con las manos y pensó que se había comportado como un estúpido.
Cuando salió del baño Rosa le contó que había sido novia o algo parecido de Chucho Flores. Se sentía sola en Santa Teresa y un día, mientras estaba en el videoclub de Charly Cruz adonde iba a alquilar películas, conoció a Rosa Méndez. Ignoraba el motivo, pero Rosa Méndez le cayó simpática desde el primer momento. Durante el día, según le dijo, trabajaba en un supermercado y por las tardes trabajaba de camarera en un restaurante. Le gustaba el cine y adoraba las películas de suspense.
Tal vez lo que le gustó de Rosa Méndez fue su alegría inagotable y también su pelo teñido de rubio, que contrastaba fuertemente con su piel morena.
Un día Rosa Méndez le presentó a Charly Cruz, el dueño del videoclub, a quien sólo había visto un par de veces, y Charly Cruz le pareció un tipo tranquilo, que todo se lo tomaba bien y con calma, y que en ocasiones le prestaba películas o no le cobraba los vídeos que ella alquilaba. A menudo pasaba tardes enteras en el videoclub, hablando con ellos o ayudando a Charly Cruz a desempaquetar nuevos pedidos de películas.
Una noche, cuando el videoclub estaba a punto de cerrar, conoció a Chucho Flores. Esa misma noche Chucho Flores los invitó a todos a cenar y más tarde la fue a dejar en coche hasta su casa, aunque cuando ella lo invitó a pasar él prefirió no hacerlo, para no molestar a su papá. Pero ella le dio su número de teléfono y Chucho Flores llamó al día siguiente y la invitó al cine. Cuando Rosa llegó al cine encontró a Chucho Flores y a Rosa Méndez acompañada de un tipo mayor, de unos cincuenta años, que dijo dedicarse a la compra y venta de bienes inmuebles y que trataba a Chucho como a un sobrino. Después de la película fueron a cenar a un restaurante de lujo y más tarde Chucho Flores la fue a dejar a su casa, aduciendo que al día siguiente tenía que levantarse muy temprano porque se iba a Hermosillo a hacer una entrevista para la radio.
Por aquellos días Rosa Amalfitano solía ver a Rosa Méndez no sólo en el videoclub de Charly Cruz sino también en la casa que ésta tenía en la colonia Madero, un departamento en el cuarto piso de un viejo edificio de cinco pisos, sin ascensor, por el cual Rosa Méndez pagaba mucho dinero. Al principio, Rosa Méndez compartía la casa con dos amigas, lo que hacía que el alquiler no resultara tan oneroso. Pero una de las amigas se marchó a probar suerte al DF y con la otra se enfadó, y a partir de ese momento empezó a vivir sola. A Rosa Méndez le gustaba vivir sola, aunque para sufragar los gastos tuvo que buscar un segundo empleo. A veces Rosa Amalfitano se pasaba horas en el departamento de Rosa Méndez, sin hablar, tirada en el sofá, bebiendo agua fresca y escuchando las historias que su amiga solía contar. A veces hablaban de hombres. En esto, como en otras cosas, la experiencia de Rosa Méndez era más rica y variada que la de Rosa Amalfitano. Tenía veinticuatro años y había tenido, según sus propias palabras, cuatro amantes que la habían marcado. El primero a los quince años, un tipo que trabajaba en una maquiladora y que la dejó para irse a los Estados Unidos. A ése lo recordaba con cariño, pero de todos sus amantes era el que menos huella había dejado en su vida.