– Dos cafés -dijo.

– Sí, señorita -dijo la mesera.

– El tipo con el que me viste sólo es un amigo. Ni siquiera un amigo: un compañero de la universidad. El beso que me dio fue en la mejilla. Es normal -dijo Rosa-. Es lo acostumbrado.

Chucho Flores se rió y movió la cabeza de un lado a otro sin quitarse las manos de la cara.

– Claro, claro -dijo-. Es normal, ya lo sé. Perdóname.

La mesera volvió con la cafetera y una taza para Chucho Flores. Primero llenó la taza de Rosa y luego la del hombre. Al marcharse miró a Rosa a los ojos y le hizo una señal, o eso fue lo que pensó Rosa más tarde. Una señal con las cejas. Las arqueó.

O tal vez movió los labios. Una palabra articulada en silencio.

No lo recordaba. Pero algo quiso decirle.

– Tómate tu café -dijo Rosa.

– Ahorita -dijo Chucho Flores, pero siguió quieto con las manos cubriéndose el rostro.

Cerca de la puerta se había sentado otro hombre. La mesera estaba junto a él y hablaban. El tipo iba vestido con una chaqueta de mezclilla bastante ancha y una sudadera negra.

Era flaco y no parecía tener más de veinticinco años. Rosa lo miró y el tipo se dio cuenta en el acto de que lo miraban, pero se tomó su refresco sin darle importancia y sin devolverle la mirada.

– Tres días después nos conocimos -dijo Rosa.

– ¿Por qué fuiste a la pelea? -dijo Fate-. ¿Te gusta el box?

– No, ya te dije que era la primera vez que iba a un espectáculo de ese tipo, pero fue Rosa la que me convenció.

– La otra Rosa -dijo Fate.

– Sí, Rosita Méndez -dijo Rosa.

– Pero después de la pelea ibas a hacer el amor con ese tipo -dijo Fate.

– No -dijo Rosa-. Acepté su cocaína, pero no tenía intención de irme a la cama con él. No soporto a los hombres celosos, pero podía seguir siendo su amiga. Lo habíamos hablado por teléfono y él pareció entenderlo. De todas maneras, lo noté raro. Mientras íbamos en el coche, buscando un restaurante, quiso que se la chupara. Me dijo: chúpamela por última vez.

O tal vez no me lo dijo así, con esas palabras, pero más o menos eso pretendía decir. Le pregunté si se había vuelto loco y él se rió. Yo también me reí. Todo parecía una broma. Los dos días anteriores había estado llamándome por teléfono y cuando no era él me llamaba Rosita Méndez y me daba recados de él.

Me aconsejaba que no lo dejara. Me decía que era un buen partido.

Pero yo le dije que consideraba roto nuestro noviazgo o lo que fuera.

– Él ya daba por terminada la relación -dijo Fate.

– Habíamos hablado por teléfono, le había explicado que no me gustan los hombres celosos, yo no lo soy -dijo Rosa-, no aguanto los celos.

– Él ya te consideraba perdida -dijo Fate.

– Es probable -dijo Rosa-, de lo contrario no me hubiera pedido que se la chupara. Nunca lo había hecho, menos en las calles del centro, aunque fuera de noche.

– Pero tampoco parecía triste -dijo Fate-, al menos a mí no me dio esa impresión.

– No, parecía alegre -dijo Rosa-. Él siempre fue un hombre alegre.

– Sí, eso pensé yo -dijo Fate-, un tipo alegre que quiere pasar una noche de juerga con su chica y sus amigos.

– Estaba drogado -dijo Rosa-, no paraba de tomar pastillas.

– No me dio la impresión de que estuviera drogado -dijo Fate-, lo noté un poco raro, como si tuviera algo demasiado grande en la cabeza. Y como si no supiera qué hacer con lo que tenía en la cabeza, aunque ésta al final le reventara.

– ¿Y por eso te quedaste? -dijo Rosa.

– Es posible -dijo Fate-, en realidad no lo sé, yo tendría que estar ahora en los Estados Unidos o escribiendo mi artículo y sin embargo estoy aquí, en un motel, hablando contigo. No lo entiendo.

– ¿Querías irte a la cama con mi amiga Rosita? -dijo Rosa.

– No -dijo Fate-. De ninguna manera.

– ¿Te quedaste por mí? -dijo Rosa.

– No lo sé -dijo Fate.

Ambos bostezaron.

– ¿Te has enamorado de mí? -dijo Rosa con una naturalidad desarmante.

– Puede ser -dijo Fate.

Cuando Rosa se durmió le quitó los zapatos de tacón y la tapó con una manta. Apagó las luces y durante un rato estuvo contemplando por los visillos de la ventana el aparcamiento y los faros que iluminaban la carretera. Después se puso la chaqueta y salió sin hacer ruido. En la recepción el recepcionista estaba viendo la tele y le sonrió al verlo llegar. Hablaron durante un rato de los programas de televisión mexicanos y norteamericanos.

El recepcionista dijo que los programas norteamericanos estaban mejor hechos pero que los mexicanos eran más divertidos. Fate le preguntó si tenía cable. El recepcionista le dijo que el cable sólo era para ricos o maricones. Que la vida real aparecía y había que buscarla en los canales gratuitos. Fate le preguntó si no creía que, a fin de cuentas, nada era gratis, y el recepcionista se puso a reír y le dijo que ya sabía adónde quería llegar, pero que por ahí no lo iba a convencer. Fate le dijo que no pretendía convencerlo de nada, y luego le preguntó si tenía un ordenador desde donde pudiera enviar un mensaje. El recepcionista negó con la cabeza y se puso a rebuscar en un fajo de papeles amontonados sobre el escritorio, hasta dar con una tarjeta de un cibercafé de Santa Teresa.

– Está abierto toda la noche -le informó, lo que sorprendió a Fate, pues aunque él era neoyorquino jamás en su vida había oído hablar de cibercafés que no cerraran por las noches.

La tarjeta del cibercafé de Santa Teresa era de un rojo intenso, tanto que incluso costaba leer las letras impresas. En el dorso, de un rojo más suave, estaba dibujado un mapa que señalaba la ubicación exacta del local. Le pidió al recepcionista que le tradujera el nombre del establecimiento. El recepcionista se rió y le dijo que se llamaba Fuego, camina conmigo.

– Parece el título de una película de David Lynch -dijo Fate.

El recepcionista se encogió de hombros y dijo que todo México era un collage de homenajes diversos y variadísimos.

– Cada cosa de este país es un homenaje a todas las cosas del mundo, incluso a las que aún no han sucedido -dijo.

Después de que le explicara cómo llegar al cibercafé se pusieron a hablar un rato de las películas de Lynch. El recepcionista las había visto todas. Fate sólo había visto tres o cuatro.

Para el recepcionista lo mejor de Lynch era la serie de televisión «Twin Peaks». A Fate la que más le había gustado era El hombre elefante, tal vez porque a menudo él se había sentido así, con ganas de ser como los demás pero al mismo tiempo sintiéndose diferente. Cuando el recepcionista le preguntó si sabía que Michael Jackson había comprado o intentado comprar el esqueleto del hombre elefante, Fate se encogió de hombros y dijo que Michael Jackson estaba enfermo. No lo creo, dijo el recepcionista mirando algo presumiblemente importante que sucedía en ese momento en la tele.

– Soy de la opinión -dijo con la mirada clavada en la tele que Fate no podía ver- que Michael sabe cosas que nosotros no sabemos.

– Todos sabemos cosas que creemos que los demás no saben -dijo Fate.

Luego le dio las buenas noches, se metió la tarjeta del cibercafé en un bolsillo y volvió a su habitación.

Durante mucho rato Fate estuvo con las luces apagadas, mirando por los visillos de la ventana el patio de gravilla y las luces incesantes de los camiones que pasaban por la carretera.

Pensó en Chucho Flores y Charly Cruz. Volvió a ver la sombra de la casa de Charly Cruz proyectada sobre el terreno yermo.

Escuchó la risa de Chucho Flores y vio a Rosa Méndez tendida en la cama de una habitación desnuda y estrecha como la celda de un monje. Pensó en Corona, en la mirada de Corona, en la forma en que lo miró Corona. Pensó en el tipo bigotudo que se había sumado en el último momento y que no hablaba, y luego recordó su voz, cuando ellos huían, aguda como la de un pájaro.

Cuando se cansó de estar de pie acercó una silla a la ventana y siguió mirando. A veces pensaba en la casa de su madre y recordaba patios de cemento en donde los niños gritaban y jugaban.