La identificación de Esperanza Gómez Saldaña fue relativamente fácil. El cuerpo primero fue trasladado a una de las tres comisarías de Santa Teresa, en donde la vio un juez y la examinaron otros policías y le tomaron fotos. Al cabo de un rato, mientras fuera de la comisaría esperaba una ambulancia, llegó Pedro Negrete, el jefe de policía, seguido de un par de ayudantes, y procedió otra vez a examinarla. Cuando hubo terminado se reunió con el juez y con otros tres policías que lo esperaban en una oficina y les preguntó a qué conclusión habían llegado.
La estrangularon, dijo el juez, está más claro que el agua. Los policías se limitaron a asentir. ¿Se sabe quién es?, preguntó el jefe de policía. Todos dijeron que no. Bueno, ya lo averiguaremos, dijo Pedro Negrete, y se marchó con el juez. Su ayudante se quedó en la comisaría y pidió que le trajeran a los policías que habían encontrado a la muerta. Han vuelto a patrullar, le dijeron. Pues me los traen de vuelta, pendejos, dijo. Luego el cuerpo fue llevado a la morgue del hospital de la ciudad, en donde el médico forense le realizó la autopsia. Según ésta Esperanza Gómez Saldaña había muerto estrangulada. Presentaba hematomas en el mentón y en el ojo izquierdo. Fuertes hematomas en las piernas y en las costillas. Había sido violada vaginal y analmente, probablemente más de una vez, pues ambos conductos presentaban desgarros y escoriaciones por los que había sangrado profusamente. A las dos de la mañana el forense dio por terminada la autopsia y se marchó. Un enfermero negro, que hacía años había emigrado al norte desde Veracruz, cogió el cadáver y lo metió en un congelador.
Cinco días después, antes de que acabara el mes de enero, fue estrangulada Luisa Celina Vázquez. Tenía dieciséis años, de complexión robusta, piel blanca, y estaba embarazada de cinco meses. El hombre con el que vivía y el amigo de éste se dedicaban a pequeños hurtos en tiendas y almacenes de electrodomésticos.
La policía acudió alertada por un aviso de los vecinos del edificio, sito en la avenida Rubén Darío, en la colonia Mancera. Tras forzar la puerta encontraron a Luisa Celina estrangulada con un cable de televisión. Esa noche se procedió al arresto de su amante, Marcos Sepúlveda, y de su socio, Ezequiel Romero. Ambos fueron encerrados en las dependencias de la comisaría n.o 2 y sometidos a un interrogatorio que duró toda la noche, conducido por el ayudante del jefe de policía de Santa Teresa, el agente Epifanio Galindo, con resultados óptimos pues antes de que amaneciera el detenido Romero confesó haber mantenido, a espaldas de su amigo y socio, relaciones íntimas con la muerta. Al enterarse de que estaba embarazada, Luisa Celina decidió romper estas relaciones, lo que Romero no aceptó, pues pensaba que el padre de la criatura que estaba por nacer era él y no su socio. Al cabo de unos meses, cuando la decisión de Luisa Celina era irreversible, decidió, en un arranque de locura, matarla, lo que finalmente hizo aprovechando una ausencia de Sepúlveda. Dos días después éste fue puesto en libertad y Romero, en lugar de ingresar en la prisión, siguió en los calabozos de la comisaría n.o 2, pero esta vez los interrogatorios no estaban dirigidos a aclarar los detalles que faltaban del asesinato de Luisa Celina sino a intentar incriminar a Romero en el asesinato de Esperanza Gómez Saldaña, cuyo cadáver ya había sido identificado. Contra lo que pensaba la policía, llevada a error por la rapidez con la que habían conseguido la primera confesión, Romero era mucho más duro de lo que aparentaba y no se autoimplicó en el primer crimen.
A mediados de febrero, en un callejón del centro de Santa Teresa, unos basureros encontraron a otra mujer muerta. Tenía alrededor de treinta años y vestía una falda negra y una blusa blanca, escotada. Había sido asesinada a cuchilladas, aunque en el rostro y el abdomen se apreciaron las contusiones de numerosos golpes. En el bolso se halló un billete de autobús para Tucson, que salía esa mañana a las nueve y que la mujer ya no iba a tomar. También se encontró un pintalabios, polvos, rímel, unos pañuelos de papel, una cajetilla de cigarrillos a medias y un paquete de condones. No tenía pasaporte ni agenda ni nada que pudiera identificarla. Tampoco llevaba fuego.
En marzo, la locutora de la radio El Heraldo del Norte, empresa hermana del periódico El Heraldo del Norte, salió a las diez de la noche de los estudios de la emisora en compañía de otro locutor y del técnico de sonido. Se dirigieron al restaurante Piazza Navona, especializado en comida italiana, en donde compartieron tres raciones de pizza y tres botellines de vino californiano.
El locutor fue el primero en despedirse. La locutora, Isabel Urrea, y el técnico de sonido, Francisco Santamaría, decidieron quedarse a platicar un rato más. Hablaron de asuntos de trabajo, horarios y programas, y luego se pusieron a hablar de una compañera que ya no trabajaba allí, que se había casado y se había ido a vivir con su esposo a un pueblo cercano a Hermosillo, cuyo nombre no recordaron, pero que estaba junto al mar y que durante seis meses al año solía ser, según la compañera, lo más parecido al paraíso. Ambos salieron juntos del restaurante.
El técnico de sonido no tenía coche, por lo que Isabel Urrea se ofreció a llevarlo hasta su casa. No era necesario, dijo el técnico, la casa estaba cerca y además prefería irse caminando.
Mientras el técnico se perdía calle abajo Isabel se dirigió hacia donde estaba su coche. Al sacar las llaves para abrirlo una sombra cruzó la acera y le disparó tres veces. Las llaves se le cayeron. Un viandante que estaba a unos cinco metros de distancia se echó al suelo. Isabel intentó levantarse pero sólo pudo apoyar la cabeza sobre el neumático delantero. No sentía dolor. La sombra se acercó hacia ella y le disparó un balazo en la frente.
El asesinato de Isabel Urrea, aireado los primeros tres días por su emisora de radio y por su periódico, se atribuyó a un robo frustrado, obra de un loco o de un drogadicto que seguramente quería apropiarse de su coche. También circuló la teoría de que el autor del crimen podía ser un centroamericano, un guatemalteco o salvadoreño, veterano de las guerras de aquellos países, que recaudaba dinero por cualquier medio antes de desplazarse a los Estados Unidos. No hubo autopsia, en deferencia a su familia, y el examen balístico no se dio a conocer jamás y en alguna ida y venida entre los juzgados de Santa Teresa y Hermosillo se perdió definitivamente.
Un mes después, un afilador de cuchillos que recorría la calle El Arroyo, en los lindes entre la colonia Ciudad Nueva y la colonia Morelos, vio a una mujer que se agarraba a un poste de madera como si estuviera borracha. Junto al afilador pasó un Peregrino negro con las ventanillas ahumadas. Por el otro extremo de la calle, cubierto de moscas, vio venir al vendedor de paletas. Ambos convergieron en el poste de madera, pero la mujer había resbalado o ya no tenía fuerzas para sujetarse. La cara de la mujer, a medias oculta por el antebrazo, era un amasijo de carne roja y morada. El afilador dijo que había que llamar a una ambulancia. El paletero miró a la mujer y dijo que parecía como si hubiera peleado quince rounds con el Torito Ramírez. El afilador se dio cuenta de que el paletero no se iba a mover y le dijo que cuidara su carrito, que ahorita volvía.
Cuando cruzó la calle de tierra se volvió hacia atrás, para cerciorarse de que el paletero le obedecía, y vio a todas las moscas que antes rodeaban a éste alrededor de la cabeza herida de la mujer. En las ventanas de la acera de enfrente unas mujeres los observaban desde las ventanas. Hay que llamar a una ambulancia, dijo el afilador. Esta mujer se está muriendo. Al cabo de un rato llegó una ambulancia del hospital y los enfermeros quisieron saber quién se hacía responsable del traslado. El afilador explicó que él y el paletero la habían encontrado tirada en el suelo.