Luego oyó a unos perros, cada vez más cerca, hasta que los vio. Probablemente eran perros hambrientos y bravos, como los niños que divisó fugazmente al llegar. Sacó la pistola de la sobaquera. Contó cinco perros. Quitó el seguro y disparó.
El perro no saltó en el aire, se derrumbó y el impulso inicial lo hizo arrastrarse por el polvo hecho un ovillo. Los otros cuatro echaron a correr. Pedro Negrete los observó mientras se alejaban.
Dos llevaban la cola entre las piernas y corrían agachados.
De los otros dos, uno corría con la cola tiesa y el cuarto, vaya uno a saber por qué, movía la cola, como si le hubieran dado un premio. Se acercó al perro muerto y lo tocó con el pie. La bala le había entrado por la cabeza. Sin mirar hacia atrás se fue caminando cerro abajo, otra vez, hasta donde habían hallado el cadáver de la desconocida. Allí se detuvo y encendió un cigarrillo.
Delicados sin filtro. Luego siguió bajando hasta llegar a su coche. Desde allí, pensó, todo se veía diferente.
En mayo ya no murió ninguna otra mujer, descontando a las que murieron de muerte natural, es decir de enfermedad, de vejez o de parto. Pero a finales de mes empezó el caso del profanador de iglesias. Un día un tipo desconocido entró en la iglesia de San Rafael, en la calle Patriotas Mexicanos, en el centro de Santa Teresa, a la hora de la primera misa. La iglesia estaba casi vacía, sólo unas cuantas beatas se apiñaban en las primeras bancas, y el cura aún estaba encerrado en el confesionario.
La iglesia olía a incienso y a productos baratos de limpieza.
El desconocido se sentó en uno de los últimos bancos y se puso de rodillas de inmediato, la cabeza hundida entre las manos como si le pesara o estuviera enfermo. Algunas beatas se volvieron a mirarlo y cuchichearon entre sí. Una viejita salió del confesionario y se quedó inmóvil contemplando al desconocido, mientras una mujer joven de rasgos indígenas entraba a confesarse. Cuando el cura absolviera los pecados de la india empezaría la misa. Pero la viejita que había salido del confesionario se quedó mirando al desconocido, quieta, aunque a veces apoyaba el cuerpo en una pierna y luego en la otra y esto la hacía dar como unos pasos de baile. De inmediato supo que algo no estaba bien en aquel hombre y quiso acercarse a las otras viejas para advertírselo. Mientras caminaba por el pasillo central vio una mancha líquida que se extendía por el suelo desde el banco que ocupaba el desconocido y percibió el olor de la orina. Entonces, en vez de seguir caminando hacia donde se apiñaban las beatas, rehízo el camino y volvió al confesionario.
Con la mano tocó varias veces en la ventanilla del cura. Estoy ocupado, hija, le dijo éste. Padre, dijo la viejita, hay un hombre que está mancillando la casa del Señor. Sí, hija mía, ahora te atiendo, dijo el cura. Padre, no me gusta nada lo que está pasando, haga algo, por el amor de Dios. Mientras hablaba la viejita parecía bailar. Ahora, hija, un poco de paciencia, estoy ocupado, dijo el cura. Padre, hay un hombre que está haciendo sus necesidades en la iglesia, dijo la viejita. El cura asomó la cabeza por entre las cortinas raídas y buscó en la penumbra amarillenta al desconocido, y luego salió del confesionario y la mujer de rasgos indígenas también salió del confesionario y los tres se quedaron inmóviles mirando al desconocido que gemía débilmente y no paraba de orinar, mojándose los pantalones y provocando un río de orina que corría hacia el atrio, confirmando que el pasillo, tal como temía el cura, tenía un desnivel preocupante.
Después fue a llamar al sacristán, que estaba tomando café sentado a la mesa y parecía cansado, y ambos se acercaron al desconocido para afearle su conducta y proceder a echarlo de la iglesia. El desconocido vio sus sombras y los miró con los ojos llenos de lágrimas y les pidió que lo dejaran en paz. Casi en el acto una navaja apareció en su mano y mientras las beatas de los primeros bancos gritaban acuchilló al sacristán.
El caso le fue confiado al judicial Juan de Dios Martínez, que tenía fama de eficiente y discreto, algo que algunos policías asociaban con la religiosidad. Juan de Dios Martínez habló con el cura, que describió al desconocido como un tipo de unos treinta años, de estatura mediana, de piel morena y complexión fuerte, un mexicano como cualquiera. Luego habló con las beatas.
Para éstas, el desconocido ciertamente no era un mexicano como cualquiera sino que parecía el demonio. ¿Y qué hacía el demonio en la primera misa?, preguntó el judicial. Estaba allí para matarnos a todas, dijeron las beatas. A las dos de la tarde, acompañado de un dibujante, fue al hospital a tomarle declaración al sacristán. La descripción de éste coincidía con la del cura. El desconocido olía a alcohol. Un olor muy fuerte, como si antes de levantarse aquella mañana hubiera lavado la camisa en un barreño de alcohol de noventa grados. No se había afeitado desde hacía días, aunque esto se notaba poco porque era lampiño. ¿Cómo sabía el sacristán que era lampiño?, quiso saber Juan de Dios Martínez. Por la forma en que le salían los pelos en la jeta, pocos y mal avenidos, como pegoteados a ciegas por su chingada madre y por el culero mamavergas de su padre, dijo el sacristán. También: tenía las manos grandes y fuertes.
Unas manos tal vez demasiado grandes para su cuerpo. Y estaba llorando, de eso no le cabía duda, pero también parecía que se estuviera riendo, llorando y riéndose al mismo tiempo. ¿Me entiende?, dijo el sacristán. ¿Como si estuviera drogado?, peguntó el judicial. Exacto. Positivo. Más tarde Juan de Dios Martínez llamó al manicomio de Santa Teresa y preguntó si tenían o habían tenido a un interno que respondiera a las características físicas que había recabado. Le dijeron que tenían un par, pero que no eran violentos. Preguntó si los dejaban salir. A uno sí y a otro no, le respondieron. Voy a ir a verlos, dijo el judicial.
A las cinco de la tarde, después de comer en una cafetería adonde nunca iban policías, Juan de Dios Martínez estacionó su Cougar gris metalizado en el párking del manicomio. Lo atendió la directora, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo teñido de rubio, que hizo que le trajeran un café. La oficina de la directora era bonita y le pareció decorada con gusto. En las paredes había una reproducción de Picasso y una de Diego Rivera.
Juan de Dios Martínez se estuvo largo rato mirando la de Diego Rivera mientras esperaba a la directora. En la mesa había dos fotografías: en una se veía a la directora, cuando era más joven, abrazando a una niña que miraba directamente a la cámara.
La niña tenía una expresión dulce y ausente. En la otra foto la directora era aún más joven. Estaba sentada al lado de una mujer mayor, a la que miraba con expresión divertida. La mujer mayor, por el contrario, tenía un semblante serio y miraba a la cámara como si le pareciera una frivolidad tomarse una foto. Cuando por fin llegó la directora el judicial se dio cuenta de inmediato de que habían pasado muchos años desde que se había hecho las fotos. También se dio cuenta de que la directora seguía siendo muy guapa. Durante un rato hablaron de los locos. Los peligrosos no salían, le informó la directora. Pero locos peligrosos no había muchos. El judicial le enseñó el retrato robot que había hecho el dibujante y la directora lo miró con atención durante unos segundos. Juan de Dios Martínez se fijó en sus manos. Tenía las uñas pintadas y los dedos eran largos y parecían suaves al tacto. En el dorso de la mano pudo contar unas cuantas pecas. La directora le dijo que el retrato no era bueno y que podía tratarse de cualquiera. Después fueron a ver a los dos locos. Estaban en el patio, un patio enorme, sin árboles, de tierra, como una cancha de fútbol de un barrio pobre.
Un vigilante vestido con camiseta y pantalones blancos le trajo al primero. Juan de Dios Martínez oyó cómo la directora le preguntaba por su salud. Luego hablaron de comida. El loco dijo que ya casi no podía comer carne, pero lo dijo de forma tan enrevesada que el judicial no supo si se estaba quejando por el menú o si le comunicaba una aversión por la carne probablemente reciente. La doctora habló de proteínas. La brisa que soplaba por el patio a veces despeinaba a los pacientes. Hay que construir una muralla, le oyó decir a la doctora. Cuando sopla el viento se ponen nerviosos, dijo el vigilante vestido de blanco.