Esto que usted me cuenta es ilegal, dijo la directora. Pero ellos ya no son sospechosos, dijo el judicial. Y además no los desperté. No se dieron cuenta de nada. Durante un rato la directora se dedicó a comer en silencio. A Juan de Dios Martínez le empezó a gustar cada vez más la música con ruido de agua.

Se lo dijo. Me gustaría comprarme el disco, dijo. Se lo dijo sinceramente.

La directora no pareció escucharlo. De postre les sirvieron higos. Juan de Dios Martínez dijo que hacía años que no comía higos. La directora pidió un café y quiso pagar ella la cuenta, pero él no la dejó. No fue fácil. Tuvo que insistir mucho y la directora parecía haberse vuelto de piedra. Al salir del restaurante se dieron la mano como si nunca más se fueran a ver.

Dos días después el desconocido entró en la iglesia de Santa Catalina, en la colonia Lomas del Toro, a una hora en que el recinto estaba cerrado, y se orinó y defecó en el altar, además de decapitar casi todas las imágenes que encontró a su paso. La noticia esta vez salió en la prensa nacional y un periodista de La Voz de Sonora bautizó al agresor como el Penitente Endemoniado.

Por lo que Juan de Dios Martínez sabía, el acto pudo cometerlo cualquier otro, pero en la policía decidieron que había sido el Penitente y él prefirió seguir el curso de los acontecimientos.

No le extrañó que ninguno de los vecinos de la iglesia oyera nada, pese a que para romper tantas imágenes sagradas se requería tiempo, además de causar un ruido considerable. En la iglesia de Santa Catalina no vivía nadie. El cura que oficiaba allí iba una vez al día, de las nueve de la mañana hasta la una de la tarde, y luego se iba a trabajar en una escuela parroquial de la colonia Ciudad Nueva. No había sacristán y los monaguillos que ayudaban en misa a veces iban y a veces no iban.

En realidad, la iglesia de Santa Catalina era una iglesia casi sin feligreses y los objetos que había en su interior eran baratos, comprados por el obispado en una tienda del centro de la ciudad que se dedicaba a la venta de ropa talar y de santos al por mayor y al menudeo. El cura era un tipo abierto y de talante liberal, según le pareció a Juan de Dios Martínez. Estuvieron hablando durante un rato. En la iglesia no faltaba nada. El cura no parecía escandalizado ni afectado por el ultraje. Hizo un cálculo rápido de los estropicios y dijo que eso para el obispado era una bicoca. La caca en el altar no le alteró el semblante. En un par de horas, cuando ustedes se vayan, esto estará limpio otra vez, dijo. En cambio, la cantidad de orina lo alarmó.

Hombro con hombro, como dos hermanos siameses, el judicial y el cura recorrieron todos los rincones por donde el Penitente se había orinado y el cura, al final, dijo que el tipo aquel debía de tener la vejiga del tamaño de un pulmón. Esa noche Juan de Dios Martínez pensó que el Penitente cada vez le caía mejor.

La primera agresión fue violenta y casi mató al sacristán, pero a medida que pasaban los días se iba perfeccionando. En la segunda agresión sólo había asustado a unas beatas y en la tercera no lo vio nadie y había podido trabajar en paz.

Tres días después de la profanación de la iglesia de Santa Catalina, el Penitente se introdujo a altas horas de la noche en la iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, en la colonia Reforma, la iglesia más antigua de la ciudad, construida a mediados del siglo XVIII, y que durante un tiempo sirvió como sede del obispado de Santa Teresa. En el edificio adyacente, sito en la esquina de las calles Soler y Ortiz Rubio, dormían tres curas y dos jóvenes seminaristas indios de la etnia pápago que cursaban estudios de Antropología e Historia en la Universidad de Santa Teresa. Los seminaristas, además de dedicar su tiempo al estudio, se encargaban de algunas labores menores de limpieza, como fregar los platos cada noche o recoger la ropa sucia de los curas y entregársela a la mujer que luego la llevaba a la lavandería.

Esa noche, uno de los seminaristas no dormía. Había intentado estudiar encerrado en su cuarto y luego se levantó a buscar un libro a la biblioteca, en donde, sin que hubiera motivo alguno, se quedó leyendo sentado en un sillón hasta que lo sorprendió el sueño. El edificio estaba comunicado con la iglesia a través de un pasillo que llevaba directamente a la rectoría.

Se decía que existía otro pasillo, subterráneo, que los curas utilizaron durante la revolución y durante la guerra cristera, pero de ese pasillo el estudiante pápago desconocía la existencia. De pronto un ruido a cristales rotos lo despertó. Primero pensó, cosa rara, que estaba lloviendo, pero luego se dio cuenta de que el ruido provenía del interior de la iglesia y no de afuera y se levantó y fue a investigar. Al llegar a la rectoría oyó gemidos y pensó que alguien se había quedado encerrado en uno de los confesionarios, cosa del todo improbable pues las puertas de éstos no se cerraban. El estudiante pápago, contrariamente a lo que se decía sobre la gente de su etnia, era medroso y no se atrevió a entrar solo en la iglesia. Fue primero a despertar al otro seminarista y luego ambos acudieron a golpear, de forma muy discreta, la puerta del padre Juan Carrasco, que a esas horas, como el resto de los habitantes del edificio, dormía. El padre Juan Carrasco escuchó la historia del pápago en el pasillo y como leía la prensa dijo: debe de ser el Penitente. Acto seguido volvió a su habitación, se puso los pantalones y unas zapatillas de gimnasia que usaba para hacer jogging y para jugar al frontón, y de un armario sacó un viejo bate de béisbol. Luego envió a uno de los pápagos a despertar al conserje, que dormía en una pequeña habitación de la primera planta, junto a la escalera, y él, seguido por el pápago que alertó sobre los ruidos, se dirigió a la iglesia. A primera vista ambos tuvieron la impresión de que allí no había nadie. El humo hialino de las velas ascendía con lentitud hacia la bóveda y una nube densa, amarillo oscuro, permanecía inmóvil en el interior del templo. Poco después oyeron el gemido, como si un niño hiciera esfuerzos para no vomitar, al que siguió otro y luego otro, y luego el sonido familiar de la primera arcada. Es el Penitente, susurró el seminarista.

El padre Carrasco arrugó el ceño y se dirigió sin vacilar hacia el lugar del que provenía el ruido con el bate de béisbol sujeto con las dos manos, en actitud, precisamente, de batear.

El pápago no lo siguió. Tal vez dio un pasito o dos en la dirección emprendida por el cura, al cabo de los cuales se quedó quieto, ya sin defensas ante un terror sagrado. La verdad es que hasta le castañeteaban los dientes. No podía avanzar ni retroceder.

Así que, como luego explicó a la policía, se puso a rezar.

¿Qué rezaste?, le preguntó el judicial Juan de Dios Martínez. El pápago no entendió la pregunta. ¿El padrenuestro?, dijo el judicial.

No, no, no, no me acordaba de nada, dijo el pápago, recé por mi alma, recé por mi madrecita, le pedí a mi madrecita que no me abandonara. Desde donde estaba oyó el ruido del bate de béisbol que se estrellaba contra una columna. Bien podía tratarse, pensó o recordó que había pensado, de la columna vertebral del Penitente o de la columna de un metro noventa de altura en donde estaba la talla en madera del arcángel Gabriel.

Luego oyó resoplar a alguien. Oyó gemir al Penitente. Escuchó que el padre Carrasco le mentaba la madre a alguien, una mentada, la verdad sea dicha, extraña, no supo si dirigida al Penitente o a él, que no lo había acompañado, o a una persona desconocida del pasado del padre Carrasco, alguien a quien él no conocería jamás y a quien el cura no volvería a ver jamás.

Después el ruido que hace un bate de béisbol al caer a un suelo de piedras cortadas con exactitud y primor. La madera, el bate, rebota varias veces hasta que finalmente el ruido cesa. Casi al mismo instante oyó un grito que le hizo pensar, otra vez, en el terror sagrado. Pensar sin pensar. O pensar con imágenes temblorosas.