Poco después llegó la cocinera y su ayudante y se fue a tomar un café junto a ellos en la cocina. Hablaron durante unos diez minutos de lo de siempre, hasta que el conserje les preguntó si al llegar no habían visto unos zopilotes sobrevolando la escuela.

Ambos contestaron que no. Entonces el conserje terminó su café y dijo que iba a darse una vuelta por el descampado. Temía encontrar un perro muerto. Si era así iba a tener que volver a la escuela, al almacén donde guardaba las herramientas, e iba a tener que coger una pala y volver al descampado y cavar un agujero lo suficientemente profundo como para que los alumnos no desenterraran al animal. Pero lo que encontró fue una mujer.

Llevaba una blusa negra y zapatillas negras y tenía la falda arrollada sobre la cintura. No llevaba bragas. Eso fue lo primero que vio. Luego se fijó en su rostro y supo que no había muerto aquella noche. Uno de los zopilotes se posó sobre la reja pero él lo espantó con un gesto. La mujer tenía el pelo negro y largo hasta la mitad de la espalda, por lo menos. Algunos mechones estaban pegoteados por la sangre coagulada. En el estómago y alrededor del sexo también tenía sangre seca. Se persignó dos veces y se levantó con lentitud. Cuando volvió a la escuela le contó a la cocinera lo que había pasado. El muchacho que la ayudaba estaba fregando una olla y el conserje habló en voz baja, para que no lo oyera. Desde la oficina llamó por teléfono al director, pero éste ya se había marchado de casa.

Encontró una manta y fue a tapar a la muerta. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba empalada. Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras volvía a la escuela. Allí encontró a la cocinera, sentada en el patio, fumando un cigarrillo. Le hizo un gesto como preguntándole qué había pasado. El conserje le respondió con otro gesto, éste ininteligible, y salió a esperar al director a la puerta de entrada. Cuando llegó ambos se dirigieron al descampado. Desde el patio la cocinera vio cómo el director hacía a un lado la manta y contemplaba, desde distintas posiciones, el bulto que apenas se veía. Poco después dos maestros se les unieron, y a unos diez metros de ellos, un grupo de alumnos. A las doce llegaron dos coches de la policía, un tercer coche sin distintivos y una ambulancia y se llevaron a la muerta.

El nombre de ésta jamás se supo. El forense estableció que llevaba muerta varios días, sin precisar cuántos. La causa más probable de la muerte eran las cuchilladas recibidas en el pecho, pero también presentaba el cadáver una fractura de cráneo que el forense no se atrevió a descartar como causa principal. La edad de la muerta podía oscilar entre los veintitrés y los treintaicinco.

Su estatura era de un metro y setentaidós centímetros.

La última muerta de aquel mes de junio de 1993 se llamaba Margarita López Santos y había desaparecido hacía más de cuarenta días. Al segundo día de su desaparición su madre interpuso una denuncia en la comisaría n.o 2. Margarita López trabajaba en la maquiladora K amp;T, en el parque industrial El Progreso, cerca de la carretera a Nogales y las últimas casas de la colonia Guadalupe Victoria. El día de su desaparición realizaba el tercer turno de la maquiladora, de nueve de la noche a cinco de la mañana. Según sus compañeras, había acudido a trabajar con puntualidad, como siempre, pues Margarita era cumplidora y responsable como pocas, por lo que la desaparición debía fecharse a la hora del cambio de turno y de la salida.

A esa hora, sin embargo, nadie vio nada, entre otras razones porque a las cinco o cinco y media de la mañana todo está oscuro, y porque el alumbrado público de las calles es deficitario.

La mayoría de las casas de la parte norte de la colonia Guadalupe Victoria carecen de luz eléctrica. Las salidas del parque industrial, salvo la que conecta éste con la carretera a Nogales, también son deficitarias tanto en el alumbrado como en la pavimentación, así como también en su sistema de alcantarillas:

casi todos los desperdicios del parque van a caer en la colonia Las Rositas, donde forman un lago de fango que el sol blanquea.

Así que Margarita López dejó su trabajo a las cinco y media.

Eso quedó establecido. Y luego salió caminando por las calles oscuras del parque industrial. Tal vez vio una camioneta que cada noche estacionaba en una plaza desierta, junto al aparcamiento de la maquiladora WS-Inc., que vendía cafés con leche y refrescos y tortas de todos los tipos para los obreros que entraban a trabajar o que salían. La mayoría mujeres. Pero ella no tenía hambre o sabía que en su casa la esperaba su comida, y no se detuvo. Dejó atrás el parque y el resplandor cada vez más lejano de las luces de las maquiladoras. Atravesó la carretera a Nogales y se internó por las primeras calles de la colonia Guadalupe Victoria. Cruzarla le iba a llevar no más de media hora. Luego aparecería la colonia San Bartolomé, donde vivía.

En total, unos cincuenta minutos de caminata. Pero en alguna parte del trayecto algo ocurrió o algo se torció para siempe y a su madre después le dijeron que cabía la posibilidad de que se hubiera fugado con un hombre. Sólo tiene dieciséis años, dijo la madre, y es una buena hija. Cuarenta días más tarde unos niños encontraron su cadáver cerca de un chamizo en la colonia Maytorena. Su mano izquierda estaba apoyada contra unas hojas de guaco. Debido al estado del cuerpo el forense no fue capaz de dictaminar la causa de la muerte. Uno de los policías que acudieron al levantamiento del cadáver sí que fue capaz de identificar la planta del guaco. Es buena para las picadas de los mosquitos, dijo agachándose y cogiendo unas hojitas verdes, lanceoladas y duras.

En julio no hubo ninguna muerta. En agosto tampoco.

Por aquellos días el periódico La Razón, del DF, envió a Sergio González a hacer un reportaje sobre el Penitente. Sergio González tenía treintaicinco años, se acababa de divorciar y necesitaba ganar dinero como fuera. Normalmente no hubiera aceptado el encargo, pues él no era un periodista de crónica policial sino de las páginas de cultura. Hacía reseñas de libros de filosofía, que por otra parte nadie leía, ni los libros ni sus reseñas, y de vez en cuando escribía sobre música y sobre exposiciones de pintura. Desde hacía cuatro años era trabajador de plantilla de La Razón y su situación económica no era desahogada, pero sí pasable, hasta que llegó el divorcio y entonces le faltó dinero para todo. Como en su sección (en donde a veces escribía con seudónimo para que los lectores no se dieran cuenta de que todas las páginas las había escrito él) ya no podía hacer nada más, se dedicó a presionar a los jefes de las otras secciones para conseguir trabajos extra que le permitieran equilibrar sus menguados ingresos. Así surgió la propuesta de desplazarse a Santa Teresa, escribir la crónica del Penitente y volver.

El que le ofreció el trabajo era el director de la revista dominical del periódico, que sentía aprecio por González y que pensaba que con el ofrecimiento mataba dos pájaros de un tiro:

por un lado éste ganaba un dinero suplementario y por otra parte se tomaba unas vacaciones de tres o cuatro días por el norte, una zona con buena comida y aire respirable, y se olvidaba de su mujer. Así que en julio de 1993 Sergio González viajó en avión hasta Hermosillo y de allí en autobús a Santa Teresa.

La verdad es que el cambio de aires pareció sentarle de maravilla. El cielo de Hermosillo, de un celeste intenso, casi metálico, iluminado desde abajo, contribuyó a levantarle el ánimo de inmediato. La gente, en el aeropuerto y luego en las calles de la ciudad, le pareció simpática, despreocupada, como si estuviera en un país extranjero y sólo viera la parte buena de sus habitantes. En Santa Teresa, cuya impresión fue la de una ciudad industriosa y con poquísimo desempleo, se alojó en un hotel barato del centro, llamado El Oasis, en una calle que aún exhibía el adoquinado de la época de la Reforma, y poco después visitó las redacciones de El Heraldo del Norte y La Voz de Sonora, y conversó largamente con los periodistas que llevaban el caso del Penitente, quienes le indicaron cómo llegar a las cuatro iglesias profanadas, las que visitó en un solo día, en compañía de un taxista que lo aguardaba en la puerta. Pudo hablar con dos curas, los de las iglesias de San Tadeo y de Santa Catalina, quienes pocos datos aportaron a su investigación, aunque el cura de la iglesia de Santa Catalina le sugirió que abriera bien los ojos, pues el profanador de iglesias y ahora asesino no era, a su juicio, la peor lacra de Santa Teresa. En la policía le facilitaron una copia del retrato robot y consiguió una cita para hablar con Juan de Dios Martínez, el judicial que llevaba el caso. Por la tarde habló con el presidente municipal de la ciudad, quien lo invitó a comer en el restaurante de al lado de la corporación, un restaurante de paredes de piedra que intentaba, sin conseguirlo, cierta semejanza con las edificaciones de la época colonial. La comida, sin embargo, era muy buena, y el presidente municipal y otros dos miembros de la corporación de rangos inferiores se encargaron de hacerla amena contando chismes locales y chistes subidos de tono. Al día siguiente intentó vanamente tener una entrevista con el jefe de la policía, pero a la cita acudió un funcionario, seguramente el encargado de prensa de la policía, un tipo joven salido de la facultad de Derecho hacía poco, que le dio un dossier con todos los datos que un periodista podía necesitar para escribir una crónica sobre el Penitente. El tipo se llamaba Zamudio y no tenía nada mejor que hacer aquella noche que acompañarlo. Cenaron juntos. Luego estuvieron en una discoteca. Sergio González no recordaba haber pisado una desde que tenía diecisiete años. Se lo dijo a Zamudio y éste se rió. Invitaron a beber a unas muchachas. Eran de Sinaloa y por sus ropas uno se daba cuenta enseguida de que eran obreras. Sergio González le preguntó a la que le tocó por pareja si le gustaba bailar y ella respondió que era lo que más le gustaba en la vida. La respuesta le pareció luminosa, sin saber por qué, y también desoladoramente triste. La muchacha a su vez le preguntó qué hacía un chilango como él en Santa Teresa y le dijo que era periodista y que estaba escribiendo un artículo sobre el Penitente. Ella no pareció impresionada con la revelación. Tampoco había leído nunca La Razón, algo que a González le costó creer. En un aparte Zamudio le dijo que podían llevárselas a la cama. El rostro de Zamudio, deformado por la luz estroboscópica, le pareció el de un loco. González se encogió de hombros.