La violinista tenía los ojos cerrados. La nuca del narcotraficante se movió. Juan de Dios Martínez pensó que el muchacho por fin había conseguido lo que quería. Probablemente en algún centro psiquiátrico de Hermosillo o Tijuana haya un expediente sobre él. No creo que su cuadro clínico sea muy raro. Tal vez hasta hace poco tomaba tranquilizantes. Tal vez dejó de tomarlos, dijo la directora. ¿Está usted casada, vive con alguien?, preguntó Juan de Dios Martínez con un hilo de voz.

Vivo sola, dijo la directora. Pero usted tiene hijos, vi las fotos de su oficina. Tengo una hija, está casada. Juan de Dios Martínez sintió que algo se liberaba dentro de él y se rió. No me diga que ya la han hecho abuela. Eso no se le dice nunca a una mujer, agente. ¿Qué edad tiene usted?, dijo la directora. Treintaicuatro años, dijo Juan de Dios Martínez. Diecisiete años menos que yo. No parece que tuviera más de cuarenta, dijo el judicial. La directora se rió: hago gimnasia todos los días, no fumo, bebo poco, como sólo cosas sanas, antes salía a correr por las mañanas. ¿Ya no? No, ahora me he comprado una cinta deslizante. Los dos se rieron. Escucho a Bach con auriculares y suelo correr entre cinco y diez kilómetros al día. Sacrofobia. Si les digo a mis compañeros que el Penitente padece sacrofobia me voy a anotar un tanto. El tipo con perfil de mangosta se levantó de la silla y le dijo algo al oído al acordeonista. Luego volvió a sentarse y el acordeonista se quedó con un gesto de disgusto dibujado en los labios. Como un niño a punto de echarse a llorar. La violinista tenía los ojos abiertos y sonreía. El narcotraficante y la tipa con perfil de gata pegaron sus cabezas.

La nariz del narco era grande y huesuda y tenía un aire aristocrático.

¿Pero aristocrático de qué? Salvo los labios, el resto de la cara del acordeonista estaba desencajada. Ondas desconocidas atravesaron el pecho del judicial. Este mundo es extraño y fascinante, pensó.

Hay cosas más raras que la sacrofobia, dijo Elvira Campos, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en México y que aquí la religión siempre ha sido un problema, de hecho, yo diría que todos los mexicanos, en el fondo, padecemos de sacrofobia.

Piensa, por ejemplo, en un miedo clásico, la gefidrofobia.

Es algo que padecen muchas personas. ¿Qué es la gefidrofobia?, dijo Juan de Dios Martínez. Es el miedo a cruzar puentes. Es cierto, yo conocí a un tipo, bueno, en realidad era un niño, que siempre que cruzaba un puente temía que éste se cayera, así que los cruzaba corriendo, lo cual resultaba mucho más peligroso. Es un clásico, dijo Elvira Campos. Otro clásico:

la claustrofobia. Miedo a los espacios cerrados. Y otro más: la agorafobia. Miedo a los espacios abiertos. Ésos los conozco, dijo Juan de Dios Martínez. Otro clásico más: la necrofobia.

Miedo a los muertos, dijo Juan de Dios Martínez, he conocido gente así. Si trabajas como policía resulta un lastre. También está la hematofobia, miedo a la sangre. Muy cierto, dijo Juan de Dios Martínez. Y la pecatofobia, miedo a cometer pecados.

Pero luego hay otros miedos que son más raros. Por ejemplo, la clinofobia. ¿Sabes qué es? Ni idea, dijo Juan de Dios Martínez.

Miedo a las camas. ¿Puede alguien tener miedo o aversión a una cama? Pues sí, hay gente que sí. Pero esto se puede atenuar durmiendo en el suelo y no entrando jamás a un dormitorio.

Y luego está la tricofobia, que es el miedo al pelo. Un poco más complicado, ¿verdad? Complicadísimo. Hay casos de tricofobia que acaban en suicidio. Y también está la verbofobia, que es el miedo a las palabras. En ese caso lo mejor es quedarse callado, dijo Juan de Dios Martínez. Es un poco más complicado que eso, porque las palabras están en todas partes, incluso en el silencio, que nunca es un silencio total, ¿verdad? Y luego tenemos la vestiofobia, que es el miedo a la ropa. Parece raro pero está mucho más extendido de lo que parece. Y uno relativamente común: la iatrofobia, que es el miedo a los médicos.

O la ginefobia, que es el miedo a la mujer y que lo padecen, naturalmente, sólo los hombres. Extendidísimo en México, aunque disfrazado con los ropajes más diversos. ¿No es un poco exagerado?

Ni un ápice: casi todos los mexicanos tienen miedo de las mujeres. No sabría qué decirle, dijo Juan de Dios Martínez.

Luego hay dos miedos que en el fondo son muy románticos: la ombrofobia y la talasofobia, que son, respectivamente, el miedo a la lluvia y el miedo al mar. Y otros dos que también tienen algo de románticos: la antofobia, que es el miedo a las flores, y la dendrofobia, que es el miedo a los árboles. Algunos mexicanos padecen ginefobia, dijo Juan de Dios Martínez, pero no todos, no sea usted alarmista. ¿Qué cree usted que es la optofobia?, dijo la directora. Opto, opto, algo relacionado con los ojos, híjole, ¿miedo a los ojos? Aún peor: miedo a abrir los ojos. En sentido figurado, eso contesta lo que me acaba de decir sobre la ginefobia. En sentido literal, produce trastornos violentos, pérdidas de conocimiento, alucinaciones visuales y auditivas y un comportamiento, por lo general, agresivo. Conozco, no personalmente, claro, dos casos en los que el paciente llegó hasta la automutilación. ¿Se sacó los ojos? Con los dedos, con las uñas, dijo la directora. Sopas, dijo Juan de Dios Martínez. Luego tenemos, por supuesto, la pedifobia, que es el miedo a los niños, y la balistofobia, que es el miedo a las balas.

Esa fobia es la mía, dijo Juan de Dios Martínez. Sí, supongo que es de sentido común, dijo la directora. Y otra fobia, ésta en aumento, es la tropofobia, que es el miedo a cambiar de situación o lugar. Que se puede agravar si la tropofobia deviene agirofobia, que es el miedo a las calles o a cruzar una calle. Sin olvidarnos de la cromofobia, que es el miedo a ciertos colores, o la nictofobia, que es el miedo a la noche, o la ergofobia, que es el miedo al trabajo. Un miedo muy extendido es la decidofobia, que es el miedo a tomar decisiones. Y un miedo que empieza recién a extenderse es la antropofobia, que es el miedo a la gente. Algunos indios padecen de forma muy acentuada la astrofobia, que es el miedo a los fenómenos meteorológicos, como truenos, rayos, relámpagos. Pero las peores fobias, a mi entender, son la pantofobia, que es tenerle miedo a todo, y la fobofobia, que es el miedo a los propios miedos. ¿Si usted tuviera que sufrir una de las dos, cuál elegiría? La fobofobia, dijo Juan de Dios Martínez. Tiene sus inconvenientes, piénselo bien, dijo la directora. Entre tenerle miedo a todo y tenerle miedo a mi propio miedo, elijo este último, no se olvide que soy policía y que si le tuviera miedo a todo no podría trabajar.

Pero si les tiene miedo a sus miedos su vida se puede convertir en una observación constante del miedo, y si éstos se activan, lo que se produce es un sistema que se alimenta a sí mismo, un rizo del que le resultaría difícil escapar, dijo la directora.

Pocos días antes de que apareciera Sergio González por Santa Teresa, Juan de Dios Martínez y Elvira Campos se fueron a la cama. Esto no es nada serio, le advirtió la directora al judicial, no quiero que te hagas una falsa idea de nuestra relación.

Juan de Dios Martínez le aseguró que sería ella la que pusiera los límites y que él se limitaría a respetar sus decisiones. Para la directora el primer encuentro sexual fue satisfactorio. Cuando volvieron a verse, al cabo de quince días, el resultado fue aún mejor. A veces era él quien la llamaba, generalmente por la tarde, cuando ella aún estaba en el centro psiquiátrico, y hablaban durante cinco minutos, a veces diez, sobre lo que les había ocurrido durante el día. Era cuando ella lo llamaba cuando concertaban las citas, siempre en casa de Elvira, un departamento nuevo en la colonia Michoacán, en una calle de casas de clase media alta donde vivían médicos y abogados, varios dentistas y uno o dos profesores universitarios. Los encuentros estaban cortados por un mismo patrón. El judicial dejaba su coche estacionado en la acera, subía en ascensor, en donde aprovechaba para mirarse en el espejo y comprobar que su aspecto era, dentro de sus limitaciones, que él era el primero en enumerar de corrido, intachable y luego daba un timbrazo corto en la puerta de la directora. Ésta le abría, se saludaban con un apretón de manos o sin tocarse, y acto seguido se tomaban una copa sentados en la sala, observando las montañas del este que se iban ensombreciendo a través de las puertas de cristal que comunicaban con la amplia terraza en donde, además de un par de sillas de madera y lona y una sombrilla a esas horas plegada, sólo había una bicicleta estática gris acero. Después, sin preámbulos, se iban al dormitorio y se dedicaban a hacer el amor durante tres horas. Cuando acababan la directora se ponía una bata de seda, de color negro, y se encerraba en la ducha. Al salir Juan de Dios Martínez ya estaba vestido, sentado en la sala, observando no las montañas sino las estrellas que se veían desde la terraza. El silencio era total. A veces, en el jardín de alguna de las casas vecinas, se celebraba una fiesta y ellos contemplaban las luces y la gente que caminaba o se abrazaba junto a la piscina o que entraba y salía, como guiada únicamente por el azar, de los entoldados montados para la ocasión o de las glorietas de madera y hierro. La directora no hablaba y Juan de Dios Martínez se aguantaba las ganas que sentía a veces de largarse a hacer preguntas o de contarle cosas de su vida que no le había contado a nadie. Después ella le recordaba, como si se lo hubiera pedido él, que tenía que marcharse y el judicial decía es cierto o miraba inútilmente la hora en su reloj y acto seguido se iba. Al cabo de quince días volvían a encontrarse y todo transcurría idéntico a la última vez. Por supuesto, no siempre había fiestas en las casas vecinas y en ocasiones la directora no podía o no quería beber, pero las luces tenues siempre eran las mismas, la ducha siempre se repetía, los atardeceres y las montañas no cambiaban, las estrellas eran las mismas.