En octubre apareció, en el basurero del parque industrial Arsenio Farrell, la siguiente muerta. Se llamaba Marta Navales Gómez, tenía veinte años, un metro setenta de estatura, el pelo castaño y largo. Desde hacía dos días faltaba de su casa. Vestía una bata y unos leotardos que sus padres no reconocieron como prendas suyas. Había sido violada anal y vaginalmente en numerosas ocasiones. La muerte se produjo por estrangulamiento.
Lo curioso del caso es que Marta Navales Gómez trabajaba en la Aiwo, una maquiladora japonesa instalada en el parque industrial El Progreso, y sin embargo su cuerpo había aparecido en el parque industrial Arsenio Farrell, en el basurero, un sitio complicado para acceder en coche, a menos que el coche fuera un coche de basura. La encontraron unos niños, por la mañana, y pasado el mediodía, cuando fue retirado el cadáver, un numeroso grupo de trabajadoras se acercó a la ambulancia a ver si se trataba de alguna amiga, de alguna compañera o simple conocida.
En octubre, también, se encontró el cadáver de otra mujer, en el desierto, a pocos metros de la carretera que une Santa Teresa con Villaviciosa. El cuerpo, que se hallaba en avanzado estado de descomposición, yacía tumbado boca abajo, vestido con una sudadera y un pantalón de material sintético en uno de cuyos bolsillos se encontró una identificación según la cual la muerta se llamaba Elsa Luz Pintado y trabajaba en el hipermercado Del Norte. El asesino o los asesinos no se molestaron en cavar ninguna tumba. Tampoco se molestaron en adentrarse demasiado en el desierto. Simplemente arrastraron el cadáver unos cuantos metros y allí lo dejaron. Investigaciones posteriores en el hipermercado Del Norte dieron los siguientes resultados:
no se había echado en falta a ninguna de las cajeras o vendedoras recientemente; Elsa Luz Pintado había estado en nómina, en efecto, pero desde hacía un año y medio ya no prestaba sus servicios en esa empresa ni en ninguna otra de la cadena de hipermercados que se extendía por el norte del estado de Sonora; quienes habían conocido a Elsa Luz Pintado la describieron como una mujer alta, de metro setentaidós, y el cadáver hallado en el desierto debía de medir un metro sesenta a lo sumo. Se intentó, sin éxito, dar con el paradero de Elsa Luz Pintado en Santa Teresa. El caso lo llevó el policía de la judicial Ángel Fernández. El informe forense no fue capaz de dictaminar la causa de la muerte, aunque vagamente aludía a la posibilidad de un estrangulamiento, pero sí fue capaz de afirmar que el cadáver no llevaba menos de siete días en el desierto ni más de un mes. Poco después se añadió a la investigación el judicial Juan de Dios Martínez, quien redactó una nota oficial en la que pedía se buscara a la presumiblemente también desaparecida Elsa Luz Pintado, enviándose para ello sendos oficios a las dependencias policiales de todo el estado, pero su petitorio le fue devuelto con la recomendación de que no se apartara del caso concreto a investigar.
A mediados del mes de noviembre Andrea Pacheco Martínez, de trece años, fue raptada al salir de la escuela secundaria técnica 16. Pese a que la calle no estaba desierta en modo alguno, nadie presenció el hecho, a excepción de dos compañeras de Andrea que la vieron dirigirse hacia un coche negro, presumiblemente un Peregrino o un Spirit, en donde la aguardaba un tipo de gafas oscuras. Puede que en el coche hubiera más personas, pero las compañeras de Andrea no las vieron, entre otros motivos por los vidrios climatizados. Esa tarde Andrea no volvió a su casa y sus padres cursaron la denuncia ante la policía unas pocas horas después, tras haber llamado por teléfono a algunas de sus amigas. Del caso se encargó la policía judicial y la municipal. Cuando la encontraron, dos días después, su cuerpo mostraba señales inequívocas de muerte por estrangulamiento, con rotura el hueso hioides. Había sido violada anal y vaginalmente. Las muñecas presentaban tumefacciones típicas de ataduras. Ambos tobillos estaban lacerados, por lo que se dedujo que también había sido atada de pies. Un emigrante salvadoreño encontró el cuerpo detrás de la escuela Francisco I, en Madero, cerca de la colonia Álamos. Estaba completamente vestida y la ropa, salvo la blusa, a la que le faltaban varios botones, no presentaba desgarraduras. El salvadoreño fue acusado del homicidio y permaneció en los calabozos de la comisaría n.o 3 durante dos semanas, al cabo de las cuales lo soltaron. Salió con la salud quebrantada. Poco después un pollero lo hizo cruzar la frontera. En Arizona se perdió en el desierto y tras caminar tres días llegó, totalmente deshidratado, a Patagonia, en donde un ranchero le dio una paliza por vomitar en sus tierras.
Pasó un día en los calabozos del sheriff y luego fue enviado a un hospital, en donde ya sólo podía morir en paz, que es lo que hizo.
El veinte de diciembre se registró el último caso de muerte violenta con víctima femenina de aquel año de 1993. La muerta tenía cincuenta años y como para contradecir a algunas voces que empezaban tímidamente a alzarse, murió en su casa y en su casa encontraron su cadáver, no en un baldío, ni en un basurero, ni entre los matojos amarillos del desierto. Se llamaba Felicidad Jiménez Jiménez y trabajaba en la maquiladora MultizoneWest. Los vecinos la encontraron tirada en el suelo de su dormitorio, desnuda de cintura para abajo, con un trozo de madera incrustado en la vagina. La causa de la muerte fueron los múltiples cuchillazos, más de sesenta contó el forense, que le asestó su hijo, Ernesto Luis Castillo Jiménez, con el que vivía.
El muchacho, según testimoniaron algunos vecinos, padecía ataques de locura, que a veces, según cómo estuviera la economía familiar, trataba con ansiolíticos y calmantes más fuertes.
La policía encontró al parricida esa misma noche, horas después del macabro hallazgo, vagando por las calles en penumbra de la colonia Morelos. En su declaración admitió sin ninguna clase de coerción ser él el asesino de su madre. También admitió ser el Penitente, el profanador de iglesias. Al serle preguntado el motivo que lo llevó a incrustarle en la vagina el trozo de madera, respondió primero que no lo sabía, y después, tras pensárselo más detenidamente, que lo había hecho para que aprendiera. ¿Para que aprendiera qué?, preguntaron los policías, entre los que estaba Pedro Negrete, Epifanio Galindo, Ángel Fernández, Juan de Dios Martínez, José Márquez. Para que aprendiera a que con él no se podía jugar. Después sus palabras se hicieron incoherentes y fue trasladado al hospital de la ciudad.
Felicidad Jiménez Jiménez tenía otro hijo, mayor, que había emigrado hacia los Estados Unidos. La policía intentó ponerse en contacto con él, pero nadie supo dar una dirección fiable adonde escribirle. En el registro posterior de la casa no se encontraron cartas de este hijo, ni objetos personales dejados atrás después de su partida, ni nada que diera fe de su existencia.
Sólo dos fotos: en una aparece Felicidad con dos niños de entre diez y trece años, que miran muy serios hacia la cámara.
En la otra, más antigua, aparece la misma Felicidad con dos niños, uno de unos pocos meses (que es quien años después la mataría y la mira a ella), y el otro de unos tres años, que es quien emigró a los Estados Unidos y que nunca más volvió a Santa Teresa. Tras volver del hospital psiquiátrico, Ernesto Luis Castillo Jiménez fue ingresado en la cárcel de Santa Teresa, en donde se mostró particularmente locuaz. No quería estar solo y solicitaba constantemente la presencia de policías o periodistas.
Los policías intentaron imputarle otros asesinatos no resueltos.
La buena disposición del detenido invitaba a ello. Juan de Dios Martínez aseguró que Castillo Jiménez no era el Penitente y que probablemente a la única persona que había matado era a su madre y que ni siquiera de esto era responsable pues presentaba síntomas claros de un trastorno nervioso. Y éste fue el último asesinato de una mujer en 1993, que fue el año en que comenzaron los asesinatos de mujeres en aquella región de la república mexicana, siendo gobernador del estado de Sonora el licenciado José Andrés Briceño, del Partido de Acción Nacional (PAN), y presidente municipal de Santa Teresa el licenciado José Refugio de las Heras, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), hombres rectos y cabales que se echaban los tres de regla, sin miedo a las chicotizas, dispuestos a cualquier descontón.